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Tuesday, November 29, 2011

Svetlana, la hija de Stalin

Ha muerto, a los 85 años de edad, Svetlana Aliluyeva, la hija de Stalin. De ella se podría decir que fue la cifra de su siglo. Svetlana contenía multitudes, como Whitman, y reencarnó sucesivamente en varias mujeres diferentes que sólo tenían en común el impulso de escapar a algún sitio lejano. Una rápida lectura de su nota biográfica en Wikipedia le puede dar al lector en cinco minutos una idea del vértigo que fue para ella eso que los demás llamamos vida, de modo que no tiene caso recontarla aquí. Detengámonos pues, en un día de esa vida rondada por el horror.

Svetlana con Lavrenti Beria, y Stalin al fondo
En su libro de memorias Sólo un año, Svetlana relata una tarde de la primavera  de 1961 en que le habló al escritor Andrei Sinyavsky sobre sus deseos suicidas. Sinyavsky le contestó que el suicidio era una usurpación del trabajo de Dios. 

Faltaban unos años para que Sinyavsky, quien ya era un brillante crítico y novelista, se volviera famoso por ser uno de los dos acusados en el "Proceso de Sinyavsky–Daniel", una farsa judicial del más puro estilo soviético —¿o decimos estalinista?— tras la cual Sinyavsky fue condenado a siete años de prisión por las opiniones políticas de uno de los personajes de su novela —
proféticamente titulada— Comienza el juicio. Svetlana también se volvería mundialmente famosa unos años más tarde, cuando decidió no regresar a la URSS tras un viaje a la India, y en su lugar se fue a vivir a los Estados Unidos. Pero en esa tarde de primavera de 1961 eran solo dos amigos que conversaban sobre Dios y el suicidio en un parque de Moscú.

San Jorge y el dragón, ícono del siglo XIV hallado
por  Maria Rozanova, la esposa de Andrei Sinyavsky
En su primera visita al cuarto donde vivían los Sinyavsky, Svetlana quedó fascinada por un ícono de San Jorge, del siglo XIV, que Maria Rozanova, la esposa de Andrei, había encontrado abandonado en un establo, en una aldea del norte de Rusia, y estaba restaurando. A instancias de Sinyavsky, Svetlana comenzó a leer los Salmos. Poco después, le pidió a Sinyavky que la llevara a la iglesia. A sus treinta y cinco años, la hija de Stalin nunca había visto un pope de carne y hueso. Tras leer los salmos, cuenta Svetlana, comenzó a releer a Tolstoy y a Dostoyevski bajo una nueva luz. Conocer al Dios de los Salmos de David le permitió a Svetlana, entre otras cosas, entrar en esa otra Rusia donde era posible saborear las disquisiciones del monje Zósima y Alyosha Karamazov. Un año después recibió el bautismo en la Iglesia Ortodoxa. 

Se cuenta que el 31 de diciembre de 1991, cuando las últimas instituciones de la URSS dejaron de funcionar, había una multitud esperando el nuevo año en la Plaza Roja. Unos minutos antes de las doce, un tipo de rostro adusto y largo sobretodo se acercó a la puerta del Mausoleo de Lenin y se sacó de debajo del abrigo un ícono de la Virgen, lo alzó en alto, mirando hacia la momia del camarada Ulianov, y esperó inmóvil hasta que el carrillón del Kremlin diera las doce campandas. Guardó entonces su ícono y, sin decir una palabra, desapareció en la noche moscovita, la última noche de la Unión Soviética. 

Desde su exilio, Svetlana —que entonces se llamaba Lana Peters, y que alguna vez se llamó Svetlana Iosifovna Stalina— habrá pensado que el pueblo ruso estaba recorriendo entonces el mismo camino que ella inició aquella tarde suicida de la primavera de 1961 en que Andrei Sinyavsky le habló de Dios y de los Salmos y de un antiguo ínoco de San Jorge que su mujer estaba restaurando en casa.

Tuesday, November 8, 2011

Los países amigos

El cuerpo de Muamar el Gadafi pasó cuatro días expuesto sobre un colchón hediondo, en el suelo del frigorífico de un supermercado, después de haber sido atrapado en una cloaca y linchado en plena calle por "el pueblo enardecido".

Es un final repugnante. Es lógico que en La Habana la prensa oficial calificara de asesinato la muerte de Gadafi. Fue, ciertamente, un asesinato. Y horrendo por demás. No importa que el difunto fuera un sociópata que asesinó a miles de sus compatriotas, un cleptómano que se robó miles de millones de dólares y un terrorista que financió y ordenó la voladura de aviones de pasajeros en pleno vuelo: Uno supone que nadie merece una muerte así. 

Claro está, en La Habana nadie se indignó cuando Gadafi ordenó bombardear a su pueblo con aviones de guerra (su novedoso método para combatir las manifestaciones populares contra el régimen), ni nadie parece haber perdido el sueño por los miles de muertos y desaparecidos que dejó tras sí en 42 años de dictadura. ¿Será que la amistad, como el amor, es ciega? 

¿Qué quieren decir en realidad los periódicos habaneros cuando hablan del asesinato de Gadafi? Porque, puestos a ver, esos redactores nunca se referirían al asesinato de Somoza (cualquiera de los dos), ni al intento de asesinar a Pinochet.
Cuando lo periódicos de la Isla dicen "el asesinato de Gadafi", quieren dejar en claro que el muerto era "uno de los nuestros". A los amigos los asesinan: a los enemigos los ajustician.  

En otros
tiempos —allá por los setenta—, sólo a los gobernantes de izquierda se los aceptaba como amigos sin preguntar a cuántos mataban, mientras que Pinochet o Ströessner, por ejemplo, sí eran vistos como los criminales que fueron. Entre los líderes revolucionarios que en algún momento disfrutaron de la condición de amigos en el Vedado se podía hallar un colorido desfile de carniceros mesiánicos: Kim Il Sung, Hafez al-Assad, Pol Pot, Idi Amin Dada, Muamar el Gadafi, Mengistu Haile Mariam, Nicolae Ceaușescu, Robert Mugabe...

Los sobrevivientes de esa especie —como Mugabe— y los hijos que heredaron el poder (y la afición por conservarlo) de sus padres —Kim Jong Il y Bashar al-Assad—, siguen siendo tan amigos como siempre. Pero los tiempos cambian. Los requisitos ideológicos para ser considerado amigo ya no son ni la sombra de lo que un día fueron. Hoy por hoy, la clave de la amistad parece ser la disposición a mantenerse en el poder "a la brava", sin que importe mucho la ideología del mandante en cuestión. Si uno revisa la lista de países ex comunistas o ex soviéticos, por ejemplo, verá rápidamente que los que eligieron tener un estado de derecho, como Polonia y la República Checa, tienen relaciones tensas con el gobierno cubano, mientras que los que siguieron la vía del autoritarismo, como la Ucrania de Kuchma y Yanukóvich, el Kazajstán de Nursultán Nazarbáyev y la Belarús de Lukashenko, disfrutan de buenas relaciones con la isla. (Ni siquiera importa ya que Nursultán haya sido uno de los protagonistas de la desintegración de la URSS.)

Esa superación de los prejuicios ideológicos en política externa parece haberse iniciado con China. La época en que los líderes cubanos hablaban con desprecio de los "mandarines chinos" y los llamaban "afeminados" públicamente, terminó con la masacre de Tiananmen. Las relaciones de Beijing y La Habana comenzaron a mejorar en cuanto se tuvo noticia de que los "mandarines" habían masacrado a centenares de estudiantes en el centro de Beijing. Este año se han multiplicado los ejemplos de esa tendencia: en Irán, Siria y Libia ocurrieron protestas populares seguidas de sangrientas represalias gubernamentales sin que se escuchara una condena en el Granma.   

Para citar un ejemplo reciente, este martes 8 noviembre, el Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos anunció que la represión del gobierno sirio contra las manifestaciones populares había alcanzado las 3,500 víctimas. 
Ese mismo día, la única noticia sobre Siria en el Granma llevaba el siguiente título: Siria acusa a Estados Unidos de incitar a la violencia en ese país árabe. Y, como puede ver el lector curioso que pulse en el enlace, es una repetición de la versión de los hechos preñada de fantasía que difunde el gobierno sirio.

Otro caso singular y reciente es el de Arabia Saudita, país que antes consideraban en Cuba como un despreciable aliado del imperialismo yanki. Resulta que en los últimos meses los jeques del desierto y los revolucionarios del mar Caribe han forjado una curiosa amistad. En agosto se abrió la primera embajada saudita en La Habana, noticia que el periódico Trabajadores encabezó con un titular que no deja lugar a dudas: Las relaciones sauditas-cubanas son muy prometedoras. Y ya desde el año pasado se había anunciado que Cuba rehabilitaría sus hospitales maternos con ayuda de Arabia Saudita. 

En La Habana, donde se ha denunciado con fervor la intervención de la OTAN en Libia, las relaciones con Arabia Saudita no parecen haberse afectado cuando este país envió sus tropas a reprimir las manifestaciones populares en Baréin en febrero pasado. Los príncipes sauditas, los peones del imperialismo, los amigos personales de la familia Bush, los que intervienen militarmente en países vecinos para mantener en el poder a regímenes autoritarios y los que prestan sus bases para que Estados Unidos invada otros países del Golfo, son también los líderes de una sociedad medieval donde una mujer tiene menos derechos que un camello. ¿Cómo pueden ser amigos de un gobierno que se dice revolucionario, antiimperialista y defensor de los oprimidos, como el cubano?

Los príncipes sauditas son un grupo de ancianos aferrados al poder, dispuestos a cualquier cosa con tal de conservarlo. Andan confundidos porque el heredero al trono, ¡que tenía 85 años!, se les murió hace un par de semanas. Dicen ser defensores de una ideología que los hace dueños absolutos de la verdad, de modo que todo el que discrepa de ellos es considerado un apóstata o un traidor. Vigilan y reprimen minuciosamente a quienes piensan diferente y hacen todo lo posible por impedir que sus conciudadanos tengan acceso a Internet, ese artilugio moderno que temen y detestan. Son, al fin y al cabo, un grupo de vejetes corruptos a los que la historia les pasó por encima, y a los que el futuro les aterra, porque ni siquiera entienden el mundo del presente. ¿Cómo habrán convencido a los dirigentes de La Habana de que podían ser sus amigos?


[Continuará...]