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Saturday, September 25, 2010

Juicios literarios, ¿prejuicios políticos?

Por una de esas coincidencias, la semana pasada vinieron a caer en mis manos dos novelas breves: Partos mentales o los alemanes se extinguen (Alfaguara, 1983), de Günter Grass, y La ignorancia (Tusquets, 2000), de Milan Kundera. Las dos hablan de viajes, regresos, amores y política. Y las dos contienen una horrible falacia. En ambas, sus respectivos autores tratan de convencer al lector de que nada tuvieron que ver con el horror que les tocó en suerte y que describen. En ambos casos, después se llegó a saber que mentían. Veamos...
En la página 26 de Partos mentales, el personaje protagónico, un alter ego de Grass, que comparte con él su año de nacimiento, afirma:
No quiero juzgar. Un dudoso golpe de fortuna, el año de mi nacimiento, 1927, me prohíbe las palabras justicieras. Yo era demasiado joven para ser examinado ahora seriamente. Sin embargo, algo se me pegó: con trece años participé en el concurso de narración de la revista literaria de las Juventudes Hitlerianas Hilf mit. Yo ya escribía entonces y estaba loco por conseguir reconocimiento. Pero al parecer me equivoqué enviando entonces un texto fragmentario y melodramático sobre los cachubos, tuve la fortuna de no obtener el premio de las Juventudes Hitlerianas ni de Hilf mit.
Estoy, pues a salvo. Nada me compromete. No hay hechos comprobables. Sin embargo, mi imaginación, que no deja de asediarme, los crea.
Muy bien. Todo parece indicar que el único compromiso de Grass con el nazismo fue una desafortunada composición literaria escolar. Y parece decir también que, siendo un tipo generoso, aunque se halla libre de toda culpa, no quiere juzgar a los culpables. Perfecto.
En la página 68 —¡qué año para un checo!— de La ignoracia, el alter ego de Kundera se sienta a la mesa, de regreso en Praga, con su hermano y su cuñada, después de 20 años de ausencia. Esta es la escena:
Los decenios planeaban por encima de los platos, y su cuñada, de repente, se volvió contra él: "Tú también tuviste tus años fanáticos. ¡Qué cosas decías de Iglesia! ¡Te teníamos todos mucho miedo!".
El comentario le sorprendió. "¿Miedo de mí?" Su cuñada insistía. Él la miró: en su rostro, que hace unos instantes le había parecido irreconocible, asomaban rasgos de antaño.
Decir que habían tenido miedo de él efectivamente carecía de sentido, ya que el recuerdo de la cuñada no podía referirse más que a sus últimos años de bachillerato, cuando tenía entre dieciséis y diecinueve años. Es muy probable que entonces se hubiera burlado de los creyentes, pero aquellos comentarios no tenían nada en común con el ateísmo militante del régimen e iban destinados tan sólo a su familia, que nunca fallaba un domingo a misa, lo cual despertaba en Josef su instinto de provocación.
¿Se dan cuenta? Esta mujer debe estar loca. ¿Quién tendría miedo del Kundera de 19 años? Como Grass, él era demasiado joven entonces para ser culpable de nada. ¡Por Dios! El 12 de agosto de 2006, 61 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Günter Grass reveló en una entrevista que había sido miembros de las Waffen-SS. Sí, sesenta y un años después, este señor, que se ha pasado la vida denunciando a exnazis camuflados, decidió revelar que había sido miembro de las Waffen-SS. 

Hay dos detalles que hacen esta revelación particularmente enternecedora. El primero es que su confesión tiene todas las trazas de haber sido una táctica para aupar las ventas de su autobiografía, Pelando la cebolla. Puestos a ver, Grass escribió una gran novela y varias decenas de libros mediocres: no es extraño que haga cualquier cosa por aumentar las ventas de uno de sus tomos menores. El segundo es que, en la susodicha autobiografía, cuando Grass hace su gran revelación y narra sus experiencias como prisionero de guerra, dice algo muy interesante. Cuenta el exmiembro de las Waffen-SS que cuando vio a un soldado americano blanco llamar 'n----r' a un soldado negro, tuvo su primera experiencia directa de racismo. 

Conmovedor. El tipo había vivido en Alemania los doce años del nazismo, había presenciado la Kristallnacht, la expulsión de los judíos de las universidades, del ejército, de la vida pública del país, de la vida... Había presenciado todo el proceso que culminó con el exterminio de seis millones de judíos en los campos de concentración de la ideología que el apoyaba. Y sin embargo, su primera experiencia de racismo fue escuchar a un blanco americano llamar 'n----r' a su compañero de armas. 

Günter Grass fue nazi de joven, y simpatizante del comunismo el resto de su vida. (En Ein Weites Feld hizo una pregunta retórica sobre el régimen comunista de la RDA que vale su peso en oro: "¿Por qué decir que es un régimen injusto?"). No es de extrañar entonces que pudiera vivir los doce años del nazismo en Alemania sin darse cuenta de que hubiese ningún indicio de racismo a su alrededor. Grass es propietario de una admirable ceguera voluntaria. Me dio mucha gracia lo que dice la nota biográfica de Grass que aparece en la solapa del libro. ¿Preparados? A ver: "Grass refleja toda la sabiduría humana de un escritor espléndidamente maduro. Hombre político y siempre comprometido con cualquier causa justa, Grass ha sido objeto de muchos ataques. Lo que nadie discute es su talla de escritor." 

Por supuesto, Gras ha estado "siempre comprometido con cualquier causa justa", y entre ellas las principales han sido las causas de Adolf Hitler y Iosif Stalin. Me imagino que nadie discute que El tambor de hojalata es una novela maravillosa —al menos yo no lo discuto—, pero el resto de su obra está cercana a la hojarasca, y no me refiero a la novela de García Márquez, sino a la hojarasca sin más. Por ejemplo, Partos mentales es una novelita pretenciosa y aburrida que no logré leer hasta el final. 

En octubre de 2008, la revista checa Respekt publicó un ensayo en el que se mostraban pruebas de que Kundera, cuando tenía 21 años, había denunciado al piloto anticomunista Miroslav Dvořáček a la policía. En el juicio que siguió a la delación, a Dvořáček le pidieron la pena de muerte. Por suerte para él, "sólo" fue condenado a 22 años de cárcel, expropiación de todos sus bienes, una multa de 10,000 coronas y privación de los derechos civiles. Pasó 14 años en la cárcel. (Sus razones tenía la cuñada para temer a Milan, ¿no?) 

Kundera niega que haya sido el delator. Las pruebas parecen indicar lo contrario. Pienso que el caso de Kundera es mucho más grave —mucho más repugnante— que el de Grass. Siempre será más fácil entender que un adolescente criado en el nazismo de ofreciera como voluntario a los 15 años para entrar al ejército, que que un tipo de veintiún años, crecido en libertad, denunciara a alguien a la policía de un régimen comunista. 

La diferencia se hace más abismal si consideramos que Grass, aunque tardíamente, reveló él mismo sus actos, mientras que Kundera nunca los confesó y los sigue negando. 

¿Por qué, entonces, me es más fácil perdonar a Kundera que a Grass? No creo que pueda juzgar a ninguno de los dos. No viví en el nazismo —como Grass— ni fui comunista —como Kundera. No sé qué hubiese sido capaz de hacer en cualquiera de las dos situaciones. Pero hay dos detalles que inclinan mis simpatías hacia Kundera. 

En primer lugar, Kundera fue partidario del totalitarismo sólo una vez. Grass, de una forma u otra, lo ha sido toda su vida. Y en segundo lugar, Kundera escribe mejor. La ignoracia es una novela sobrecogedora en su lucidez, mientras que Partos mentales es un bodrio insoportable. Lo mismo que digo de estas dos novelas lo pienso de la obra toda de cada uno de ellos, con la excepción de El tambor de hojalata. ¿Será entonces mi juicio literario o serán mis prejuicios políticos los que me acercan a Kundera y me alejan de Grass? 

La primera escena de El tambor de hojalata tiene lugar en el sitio del verdadero inicio de la Segunra Guerra Mundial: el ataque alemán al edificio de correos polaco de Danzig o Gdansk —esa ciudad donde comenzamos la carnicería en el 39 y acabamos con el comunismo en 1989. Cuento entre mis dichas haber estado en ese lugar. En el sitio mismo donde estuvo ese malhadado edificio del correo, se levanta ahora un inmenso letrero que reza en polaco "¡Nunca más la guerra!" Ojalá que nunca más un escritor, un ser humano, se vea atrapado en las ratoneras que les deparó el destino a Günter Grass y a Milan Kundera. Parafraseando —contradiciendo— a Eliseo Diego, digo: "que Dios los juzgue, yo no puedo".

Tuesday, September 21, 2010

"Freedom" o cómo evadir las trampas de la felicidad


El 31 de agosto pasé por Barnes & Noble y no compré Freedom, la novela de Jonathan Franzen que salió ese mismo día al mercado, por no gastarme los $21 que costaba allí. Al otro día, en el aeropuerto JFK y en vísperas de un vuelo de siete horas y con dos infantes, pagué $28 por ella.

Franzen se hizo famoso en el año 2001 cuando su novela The Corrections ganó el National Book Award de Estados Unidos. Podríamos decir que se hizo "demasiado famoso". Oprah seleccionó el libro para su Club de Lectura y Franzen dijo que prefería ser ignorado por cierto público: el que lee las selecciones de Oprah. Oprah le retiró la invitación a su programa. El asunto fue comidilla de revistas literarias y de revistas de chismes de "celebridades".

Por su parte, Michiko Kakutani proclamó en The New York Times que The Corrections era
 un equivalente americano de Los Buddenbrook, con lo que Franzen quedaba, cuando menos, como el joven Thomas Mann. Esas uvas se volverían también amargas cuando Kakutani —de quien Norman Mailer dijera alguna vez que “What put the hair up her immortal Japanese ass is beyond me”—, pulverizara en una crítica su novela The Discomfort Zone en el verano del 2006. Dos años después, Franzen, en un coloquio en Harvard, dijo que Kakutami era la persona más imbécil de New York.

Por suerte para Franzen, Kakutani, por honestidad intelectual o fidelidad a su supuesta costumbre de alternar elogios y recriminaciones —Salman Rushdie dixit—, ha dicho que Freedom es "una convincente biografía de una familia disfuncional y un indeleble retrato de nuestros tiempos". Y Oprah ha hecho de la novela la última selección de su Club de Lectura y ha invitado a Franzen de vuelta al programa. La novela es, además, el libro más vendido en Amazon en este momento. ¿Merece tanto éxito?


No sé. El hecho es que Freedom es una buena novela y una lectura ideal para un largo vuelo sobre el Atlántico. El primer capítulo es un suscinto retrato de los Berglund, una pareja de clase media, liberales en el sentido americano de la palabra, que se muda a una casa elegante en un barrio que recién inicia el conocido proceso de aburguesamiento. En esas primeras pinceladas, Franzen nos presenta los complejos, las manías, los tics de un tipo humano que, creyéndose libre y tolerante, ha llegado, en su certeza moral, al otro extremo idéntico de autorrepresión y dogmatismo. Ésta es una preguntas que desvelan  a Walter y a Patty Berglund: "¿Qué se le debe responder a una persona pobre y de color cuando te dice que has destruido su vecindario?" Porque según Franzen, "los Berglunds eran de esos liberales que se sienten superculpables  y tenían que perdonar a todo el mundo para que su propia buena suerte pudiera ser perdonada; no tenían el valor de asumir sus privilegios". Bueno, se pregunta el lector, ¿y habrá otro tipo de liberales? Pero ese no es el asunto.


[Cierta crítica afirma que ese primer capítulo representa la vox populi, la imagen más esquemática que podría hacerse de los Berglund. Quizás sea así, pero también podría ser el resumen de sus vidas que el resto del libro ilustra y matiza en sus detalles en lugar de contradecir.]


Ese primer capítulo de 26 páginas hace reír al lector, pero también lo hace preguntarse si no se tratará de un largo post en el blog de un adolescente brillante pero superficial. Después de eso comienza el cuerpo de la novela, que es —supuestamente— una autobiografía de Patty Berglund escrita en tercera persona a petición de su psicoanalista. En esa autibiografía relata su vida de niña bien de White Plains, atleta precoz a quien sus padres ignoran y sus hermanas odian, y a quien un amigo violará en la adolescencia. Y cuenta también la historia de sus hombres: Walter, su marido liberal, ecologista, acartonado y con tendencia al llanto súbito; Richard Katz, el mejor amigo de Walter, músico y mujeriego, con una cara que recuerda a Muammar al-Gaddafi, y con el que Patty siempre se ha querido acostar; y Joey Berglund, su hijo, en quien sublima lo que ha buscado sin éxito en los dos hombres anteriores.


Si Freedom vale los $28 que pagué por ella —y creo que los vale— es gracias a Patty Berglund, esa mujer a quien ni los privilegios ni el éxito en básquetbol ni el marido al que ama, ni el amante al que desea ni los hijos a los que idolatra, pueden hacerla feliz. Patty encarna un drama común a todos, pero particularmente  evidente en las sociedades ricas: nuestra incapacidad para ser felices como consecuencia de poseer lo que deseamos y lograr lo que nos proponemos. 


O para decirlo más justamente: Patty Berglund nos revela nuestra infinita capacidad para ser infelices más allá de todas las trampas que nos puedan tender el amor, la familia o la dicha. Sería empobrecedor, y erróneo, leer esta novela en clave política. El detalle de que Patty y su marido sean liberales es más bien un recurso literario: Los liberales, en su certeza ontológica de tener la receta para la felicidad, logran fracasos mucho más pedagógicos.


Fracasos son también los sueños ecologistas y malthusianos de Walter Berglund; y el anarquismo perezoso y hippie de Richard Katz. El título de la novela está bien puesto: Los cautivos piensan que son infelices por la imposibilidad de elegir lo que quieren. Pero quien vive en libertad sabe que es infeliz sin caortadas, sin culpables. No creo que vuelva a leer Freedom en mucho tiempo. Y sin mebargo, esta semana me compraré The Corrections, aunque por degracia no sea para leerla a 10,000 metros sobre el Atlántico. 

Wednesday, September 15, 2010

El socialismo del siglo XXI


El socialismo del siglo XXI, como la respuesta que buscaba Bobby Dylan, está en el viento. Viento en popa. Por las nubes y a toda marcha...

Hasta 1959 —qué añito— la mayoría de los pasajeros trasatlánticos viajaban de Yankeelandia a Europa y viceversa por barco. En 1959 la aviación se hizo mayoritaria, necesariamente prosaica, como ciertos sistemas políticos.

El día 1 de septiembre de este año, como un Colón a la inversa —Noloc—, me fui a descubrir España. De puta madre, tío... Llegamos al aeropuerto JFK —un nombre que no evoca un viaje feliz precisamente— y al poco rato supimos que el vuelo estaba retrasado. Delta —pero no de Venus, querida Anais— nos dio siete explicaciones diferentes para el retraso de tres horas. Todas parecían falsas —las explicaciones quiero decir, que las horas sí fueron reales. Esta gente miente con una soltura muy socialista, pensé yo.

Me escabullí a la librería de aeropuerto y me compré Freedom, la novela de Jonathan Franzen que había salido el día antes. Y es que sentía que mi freedom se estaba agotando y necesitaba otra de repuesto...

Finalmente, cuando fuimos a subir el avión, hubo que mostrar los documentos de identidad, quitarse los zapatos, el cinto, las gafas... todo lo que ordenaran los policías. Después, como si no les bastara, me pusieron en una esquina y un gordo —debería decir "otro gordo"— me palpó las piernas, la espalda y la barriga como si fuera un esclavo que se proponía comprar. "¿Serán socialistas estos cabrones?", pensé.

Subimos al avión y nos dijeron que quedaba prohibido el uso de teléfonos celulares y de Internet. Y que durante el despegue no podríamos escuchar la música que nos diera la gana en el iPod "por razones de seguridad". El asunto me sonó familiar, como cuando mis maestros de secundaria me decían que escuchar a Stevie Wonder cantar "Sr. Duke" en la WGBS era una especie de antentado contra la seguridad del estado... Después me di cuenta de que deberíamos elegir entre dos películas que la aerolínea había elegido para nosotros sin consultar a nadie. "Estos degenerados tienen que ser socilistas", pensé...

Una vez en el aire, trajeron el almuerzo: era incomible. Era una versión aérea y envuelta en papel celofán de los almuerzos que alguna vez disfrutamos los idiotas de mi generación en la escuela al campo, el Servicio Militar, el centro de trabajo: aquella bazofia luciferina con la que sobrevivimos los años ochenta. Una comida preparada como tortura o como burla; una comida, en fin, perfectamente socialista.

Los asientos eran estrechos, incómodos; el viaje, largo, aburrido, desesperante. Al final, cuando nos bajamos en Barajas, todo era tan parecido al JFK que temí haber estado dando vueltas durante mucho rato para al cabo llegar al punto de partida. Habíamos viajado del capitalismo al capitalismo, de la Coca Cola a la Coca Cola. Era como si toda la aburrición, los maltratos, la mala comida, la falta de opciones y la incomodidad que sufrimos, no hubiesen servido de nada.

Ricardo Alarcón, ese genial político cubano y erudito sin par en cuestiones de transporte aéreo, hace un tiempo tuvo un curioso debate con un estudiante cubano. El muchacho le dijo que le gustaría tener la posibilidad de comprar un pasaje a Bolivia para ir a ver el lugar donde murió el camarada Guevara. Alarcón
—más o menos— le dijo que Cuba no permitía viajar a sus ciudadanos al extranjero para reducir la congestión de las vías aéreas. [A lo mejor Alarcón se estaba burlando del alelado pionero que en lugar de viajar a New York, como Alarcón, prefería —o decía preferir— volar a la desolada y aburrida Higuera.]

Y sin embargo, Richie Alarcón debería reconsiderar su respuesta. Un viaje aéreo en el siglo XXI es una de las escasas oportunidades que tiene el ciudadano común de disfrutar las elusivas ventajas del socialismo real. Entonces nuestro pionero lelo podría decir, con conocimiento de causa, aquello de que "he visto el futuro, y [no] funciona..." Veremos.