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Wednesday, March 23, 2011

Traducción: poema para leer al inicio de una guerra justa

Edgar Lee Masters
A cada tanto cuelgo aquí la traducción de algún poema de la espléndida Spoon River Anthology que Edgar Lee Masters publicara en 1915. Es un libro que bien podría titularse "Salmos para el siglo XX". Como he dicho antes, estoy traduciendo ese libro a plazos con el único propósito de leerlo mejor.

El poema que he traducido hoy, "Harry Wilmans", no necesita muchos comentarios. Me limito a repetir lo que dijeron sobre su origen el autor, Edgar Lee Master, y John E. Hallwas, quien tuvo a su cuidado la excelente edición crítica de la obra publicada en 1992 que guardo en mi mesa de noche.


El personaje del poema, Harry Wilmans, fue en realidad un joven a quien Lee Masters conoció en Chicago a principios del siglo XX. Wilmans había estado destacado en las Filipinas durante el capítulo asiático de esa guerra que llaman "Hispano-Estadounidense" para eterna molestia de nuestros próceres cubanos. Fue él —Harry Wilmans— quien le contó a Lee Masters los pormenores poco heroicos de su estancia en Manila y la escena del pantano.


El otro detalle del poema, relata Lee Masters, se basa en un recuerdo de primera mano. Poco después de iniciadas las hostilidades, su padre dio un discurso, subido en una caja de embalaje, en el que arengó a los jóvenes de Lewistown, su pueblo, a enlistarse en el ejército para "ir a liberar a Cuba del despotismo y la superstición". Creo que tampoco ese detalle requiere comentario alguno.


Sólo añado, para los buscadores de coinciencias, que el Spoon River muere o se funde con el río Illinois justamente en una ciudad de ese estado llamada Havana.


Aquí tienen mi traducción y, un poco más abajo, el original inglés.



Harry Wilmans
                                              Edgar Lee Masters

Yo acababa de cumplir los veintiuno,
Y Henry Phipps, el director de la escuela dominical,
Dio un discurso en la Ópera de Bindle.
“El honor de la bandera hay que defenderlo”, dijo,
“No importa si lo afrenta una tribu de bárbaros tagalos 
O la primera potencia europea”.
Y nosotros vitoreamos y aplaudimos el discurso y él hacía ondear 
                                                                                  la bandera
Mientras nos hablaba.
Y me fui a la guerra a pesar de los ruegos de mi padre,
Y seguí la bandera hasta que la vi izarse
Junto a nuestro campamento en un campo de arroz cerca de Manila,
Y todos vitoreamos y aplaudimos la bandera.
Pero había allí moscas y alimañas venenosas;
Y aquella agua letal,
Y el calor inmisericorde,
Y la pútrida comida nauseabunda;
Y el olor de la trinchera que estaba tras las tiendas 
Donde los soldados iban a vaciar las entrañas;
Y aquellas putas que nos seguían los pasos, rebosantes de sífilis;
Y los actos abominables de unos con otros o a solas,
Y los abusos, el odio, la degradación entre nosotros,
Y días para aborrecer y noches de espanto
Hasta el instante de la carga a través del pantano humeante,
Siguiendo la bandera,
Hasta caer aullando con una bala en las entrañas.
¡Ahora hay una bandera sobre mí en Spoon River!
¡Una bandera! ¡Una bandera!




Harry Wilmans
                                              Edgar Lee Masters 

I was just turned twenty-one,

And Henry Phipps, the Sunday-school superintendent,
Made a speech in Bindle’s Opera House.
“The honor of the flag must be upheld,” he said,
“Whether it be assailed by a barbarous tribe of Tagalogs
Or the greatest power in Europe.”
And we cheered and cheered the speech and the flag he waved
As he spoke.
And I went to the war in spite of my father,
And followed the flag till I saw it raised
By our camp in a rice field near Manila,
And all of us cheered and cheered it.
But there were flies and poisonous things;
And there was the deadly water,
And the cruel heat,  15
And the sickening, putrid food;
And the smell of the trench just back of the tents
Where the soldiers went to empty themselves;
And there were the whores who followed us, full of syphilis;
And beastly acts between ourselves or alone,
With bullying, hatred, degradation among us,
And days of loathing and nights of fear
To the hour of the charge through the steaming swamp,
Following the flag,
Till I fell with a scream, shot through the guts.
Now there’s a flag over me in Spoon River!
A flag! A flag!


Thursday, March 17, 2011

Intelectuales, solidaridad y canibalismo

Un grupo titulado Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad ha publicado esta semana una carta sobre la crisis en Libia. (Pueden ver la carta, y la lista de los firmantes, pulsando aquí.)El texto tiene sólo 253 palabras. Repudian cualquier intervención extranjera porque, dicen, "la delicada situación interna que hoy vive el pueblo de Libia debe ser resuelta de forma pacífica, en el estricto respeto a su autodeterminación, sin injerencia extranjera y garantizando la integridad de su territorio". Por supuesto que eso es lo que quieren todas las personas de bien. Perfecto.


Sin embargo, ni una sola de esas 253 expresa crítica alguna a Muammar el Gadafi. A los defensores de la humanidad no les parece criticable el hecho de que Gadafi haya enviado aviones de guerra a bombardear a su pueblo hace no más una semana. No les parece que las miles personas que podrían haber muerto en las últimas dos semanas sean merecedoras ni siquiera de una palabra de condena a Gadafi. Será que son de los que piensan que los amigos están para ayudarse... sobre todo en momentos difíciles.

En ese sentido, el mismo Gadafi ha sido siempre un modelo. Como se sabe, entre los amigos que Gadafi apoyó, financió y protegió mientras pudo, hay al menos cinco genocidas (Idi Amin, Jean-Bédel Bokassa, Omar al-Beshir, Mengistu Haile Mariam y Slobodan Milošević) y dos que, además de genocidas y cleptómanos, fueron supuestamente caníbales (Idi Amin y Bokassa). Gadafi nunca le dio la espalda a esos caballeros por asesinar, robar o comer carne humana. Y ninguna de esas relaciones peligrosas les quita el sueño tampoco hoy a los intelectuales defensores de la humanidad. Ellos son amigos de Gadafi, en las buenas y en las malas.

Jean-Bédel Bokassa
Estos intelectuales son de los que se indignan si alguien menciona ante ellos el nombre de Pinochet. Y hacen bien: Pinochet fue un dictador que asesinó o "desapareció" a 3197 personas. Pero esos mismos intelectuales apoyan a Gadafi, un dictador que ha asesinado o desaparecido más personas en el último mes, que Pinochet en sus diecisiete años de dictadura. Y Gadafi lleva 41 años asesinando...

Esos intelectuales se indignan si alguien menciona ante ellos el nombre de Somoza. Y hacen bien: los Somoza instauraron una dictadura dinástica y se robaron la mayor parte de la escasa riqueza de su país. Pero esos mismos intelectuales apoyan a Gadafi, que junto con sus hijos ha robado mil veces más que lo que los Somoza soñaron jamás afanarle a Nicaragua. Como se sabe, los hijos de Gadafi, que comandan mafias personales que se baten a veces en Trípoli por el derecho de extorsionar a las compañías extranjeras, tienen entre sus aficiones hacer fiestas donde les pagan millones de dólares a los artistas de moda de Estados Unidos para que canten para ellos y sus amigos. A los intelectuales defensores de la humanidad les preocupa que las transnacionales puedan robarse el petróleo libio. Pero no les molesta para nada que Gadafi, sus hijos y sus matones, se lo estén robando desde hace más de tres décadas.

Idi Amin Dada
Esos intelectuales se indignan, si alguien menciona ante ellos el nombre de Posada Carriles. Y hacen bien: Posada Carriles fue el autor intelectual del atentado terrorista contra el vuelo 455 de Cubana de Aviación en 1976 en el que murieron 73 personas inocentes. ¿Cómo no indignarse ante semejante crimen? Pero esos mismos intelectuales apoyan a Gadafi, que fue el autor intelectual y quien financió el atentado terrorista contra el vuelo 103 de PanAm en 1988, en el que murieron 270 personas. ¿Será que los gritos desesperados de los niños que caían a la muerte en Inglaterra les parecerán menos terribles que los de los jóvenes esgrimistas cubanos muertos en Barbados? ¿Cómo pueden repudiar a Posada Carriles por su horrendo crimen y al mismo tiempo apoyar a Gadafi, que cometió un crimen igualmente horrendo?

Los intelectuales que firman la carta de marras están en su todo su derecho de expresar su apoyo al tirano, genocida y terrorista Muammar el Gadafi. Pero el sentido común —y un mínimo de decencia— les debería indicar que ahora sus condenas —con ese aire de superioridad moral que exhiben— a los que defienden o se niegan a denunciar los crímenes de Pinochet, Somoza o Posada Carriles, sonarán terriblemente vacías; porque ellos acaban de dar públicamente un espaldarazo a un psicópata tan asesino y torturador como Pinochet, tan ladrón y criminal como Somoza, y tan terrorista y despreciable como Posada Carriles.

¿Cambiarían acaso de opinión estos defensores de la humanidad —me pregunto— si se descubriera mañana que Muammar el Gadafi era también caníbal, como sus amigos Idi Amin y Bokassa? ¿O será que la 'solidaridad' de estos intelectuales no tiene ningún límite?

Monday, March 7, 2011

Un pez de día para el plátano perfecto


El jueves en la noche mi hija PZ, de quince años, leyó "A Perfect Day for Bananafish" y bajó de su cuarto —transfigurada por el suicidio de Seymour Glass y la alquimia de J. D. Salinger— a darme la noticia. Una de las ventajas de tener descendencia es que tus hijos un día te recuerden lo que sentiste al terminar de leer por primera vez "A Perfect Day for Bananafish".

Conversamos un rato sobre ese cuento dolorosamente perfecto y le dije lo que siempre he pensado: que la conversación de Muriel Glass con su madre es la que "sirve la mesa" para el resto de la historia. Esa descripción de su temor de que el marido se vaya a estrellar intencionalmente con cada árbol de la carretera es el cimiento del cuento. Sin esa conversación, la historia queda reducida a un torpe suicidio inesperado. Pero Muriel Glass, con su parloteo superfluo y sus referencias a las tentaciones suicidas del marido, nos pone en esa cerca entre la banalidad —¿o decimos "bananidad"?— y la tragedia en que ella vive, y que es el meollo del cuento.

Rememoré entonces, para beneficio o castigo de mi hija, la muerte de Jackson Pollock. Conjeturamos si habría sido un suicidio, si estaría imitando a Seymour Glass o si simplemente estaba muy borracho. ¿Vería más claro —see more glass— Jackson Pollock en esa noche de Long Island que rememorábamos ahora mi hija y yo en otra noche de Long Island?

El viernes en la noche vinieron a casa dos amigos de MD, violinistas consuetudinarios, y en su honor ella hizo unas pastas con hongos tan memorables como un cuadro de Pollock o un cuento de Salinger. George, uno de los irredentos violinistas, habló de su programa de música en la Appalachian University, del silencio amigable de las Smokey Mountains. Hablamos entonces de Asheville, de la rara belleza caótica del Grove Park Inn y de un viaje de pesadilla que hice con mi familia entre la niebla que nombra esas montañas de las Carolinas.

George nos contó entonces que un día, regresando a casa tras un concierto en Asheville, se había quedado dormido al volante y había estado a punto de morir en esas carreteras siempre sepultadas en la bruma.

Al otro día —sábado—, después de almorzar, llevé a mi hija PZ a su clase de piano. La dejé en casa de su maestro y me fui a la oficina de Western Union. Resulta que mi prima P vive en Francia y no encontraba en las Galias modo alguno de mandar a Cuba unos dineros que nuestra familia necesita con premura. Me envió entonces la mesada a mi nombre para que yo se la hiciera llegar a sus destinatarios en La Habana. Camino de la oficina iba pensando en aquel filósofo de mirada zurda que, de visita en el límpido Vedado de 1960, mientras hablaban del futuro luminoso que esperaba a los cubanos, le preguntó al caudillo: "¿Y si le piden la Luna?" "Será que la necesitan", dijo el caudillo.

Poética la respuesta, desde luego, pero resulta que ahora los inquilinos del paraíso no piden lunas sino una remesita de $300 dólares que los ayude a sobrevivir un mes en ese mismo Vedado donde antes filósofos y caudillos se repartían la Luna a tajadas como si fuera realmente un queso.


Llegué a la oficina de Western Union. El amable empleado, en un arranque de honestidad irlandesa, me confesó que nunca pedía los
affidavits necesarios para envair dinero a Cuba para evitarse así las complicaciones que supone trasferir dinero a ese raro lugar donde todo parece ser más complicado. Estuve tentado a decirle: "Imagínese el día que tengamos que mandar la Luna", pero ya era casi la hora de recoger a mi hija y no quería yo abusar de mi suerte irlandesa.

Recogí a PZ y nos fuimos a casa en el sopor impredecible de esa tarde de febrero que, a 10 grados centígrados, parecía casi verano después de este soviético invierno neoyorkino que hemos padecido. Pensaba yo en la Luna de queso que Jean Paul y su carnal Simone rebanaban con el profeta de La Habana medio siglo antes. El sol calentaba el interior del auto por primera vez desde un remoto septiembre. La cantata de Bach que se escuchaba en la radio parecía alejarse...


—¡Papá! ¿Qué estás haciendo! —gritó entonces PZ.


Abrí los ojos. Vi un auto embestirme por el mismo carril de la avenida. En realidad —me di cuenta al instante— era yo quien lo embestía: me había quedado dormido al volante y estaba en la senda contraria. Por una vez en la vida tuve reflejos y giré violentamente a la derecha. Creo haber visto al tipo del otro auto mirarme con una mezcla de terror e indignación en el instante en que nos cruzamos 
felizmente sin matarmos.

Miré a mi hija y me di cuenta de que sabía exactamente que habíamos estado a punto de terminar el invierno sin salir de febrero. Me preguntó:


—¿Y si yo no hubiera estado aquí, papá? —lo dijo en castellano.


Había un tono de reproche en la pregunta. No estoy seguro, sin embargo, si su enojo iba dirigido a mí, a Salinger, a Dios o a Jackson Pollock, así que todos preferimos olvidarlo.

Tuesday, February 22, 2011

A grandes problemas...

Diálogo entre mis hijos. Sucedió hace diez minutos.

Le dice TB, de diez años, a MI, de siete:

—Huir de los problemas nunca le ha solucionado un problema a nadie.

—Bueno, yo no estoy tan seguro —le responde MI

—Pues deberías estar seguro. Uno tiene que enfrentar los problemas que se presenten. Huyendo no se arregla nada.

—TB, eso es cierto cuando se trata de problemas pequeños, pero cuando los problemas son demasiado grandes, lo mejor es huir —dice MI muy serio.

—Te digo que no, que huir no es la solución.

—Cuando el problema es grande, la solución es huir.

—No te creo —insiste TB—. A ver, ¿me puedes dar un ejemplo?

—Claro. Si en el patio de la escuela cinco niños más grandes que tú te dicen que te van a propinar una paliza, la solución es huir. Es lo que hay hacer cuando los problemas son más grandes que tú.

Y que Muammar al-Gaddafi no tenga a mi hijo MI como asesor para casos de crisis, caray...

Sunday, February 13, 2011

Los sufrimientos del amor precoz

I

Esta mañana, mientras nos vestíamos para salir a recoger sus primeros espejuelos, tuve esta conversación con mi hijo TB, de diez años:

—TB, vas a parecer un teenager con tus espejuelos —le digo.

—Yo no quiero espejuelos. Estoy muy contento con la persona que soy sin espejuelos.

—Pero TB, con los espejuelos te vas a ver más maduro.

—Quizás, pero, ¿y si no le gusto a Samantha con espejuelos? —dijo con preocupación.

—Le vas a encantar a Samantha con espejuelos —le aseguré.

—Samantha es lo mejor que me ha pasado desde que llegué a la escuela de Wheeler Avenue. El año pasado una niña me dijo que era bonito y me dio un beso, pero no se puede comparar con Samantha.

—¿Y cómo van las relaciones con ella?

—Bueno, ayer me hizo pasar un mal rato.

—¿Cómo?

—Bueno, salió corriendo cuando estábamos hablando. Pensé que ya no me quería. Le caí atrás y le pregunté que qué pasaba, que si ya no le gustaba. Me dijo: "No, TB, es que quiero que juguemos a los agarrados". Y yo le respondí: "Bueno, podrías habérmelo aclarado antes de echarte a correr, ¿no?"


II

Hace unos meses, mi hijo MI, que entonces tenía seis años, pasó unas semanas acosado por las pesadillas. Nos despertaba varias veces en medio de la madrugada a su madre y a mí hasta que uno de los dos iba a dormir con él a su cama. Una mañana, mientras le cepillaba los dientes, tuvimos esta conversación.

—MI, me dijo tu madre que anoche tuviste unas pesadillas horribles —le comenté.

—¿Pesadillas? Yo no tuve ninguna pesadilla, papá...

—Bueno, tu madre me dijo que anoche, a las tres de la mañana, se tuvo que pasar a tu cama porque estabas llorando por las pesadillas.

Me miró, se sonrió, y me dijo, con ese tono de voz que uno usa cuando tiene que explicarle algo a una persona muy ingenua:

—Papá, yo no tuve ninguna pesadilla. Lo que pasa es que ya tú no le gustas a mamá y ella prefiere dormir conmigo en mi cama.

Tuesday, February 1, 2011

Una tacita de té para Hosni Mubarak

En un rato, nuevamente, los egipcios saldrán a la calle a decirle a Hosni Mubarak lo que todo el mundo menos él sabe: que están hartos de su gobierno, de la corrupción y la ineptitud de su casta; que es hora de que se vaya al infierno. Saldrán a la calle a decirle que nadie está treinta años en el poder sin ser un tirano; saldrán a gritarle que si tuviera un mínimo de decencia no se atrevería a sacrificar un país entero a los delirios de su egolatría. Saldrán a la calle a explicarle que —más allá de lo que alguna vez pudo haber hecho que fuera útil— hoy no es más que un vejete hijo de puta enganchado a la teta del poder, que se tendría que avergonzar de sí mismo si le quedara un rastro de vergüenza o de lucidez.

Es posible que en diez años estén los egipcios añorando los años de Mubarak. Porque en ese mundo que pudiéramos llamar Islamia no hay
happy endings. De Irak a Túnez, y de Libia a Argelia o a Siria, la elección parece ser entre la tiranía secular o el fundamentalismo islámico —o, en el caso saudita, entre el fundamentalismo hipócrita y fundamentalismo idiota. Tomando en cuenta ese contexto, es muy difícil ser optimista cuando se piensa en el futuro de Egipto.

Pero esas preocupaciones tendrán que esperar. 
En un rato saldrán los egipcios a la calle a pedirle a su tirano que se largue. Y uno no se puede perder ese espectáculo edificante. Ahora mismo, los ministros de ayer estarán haciendo sus maletas, recogiendo todo lo que se puedan robar a última hora. Los "miembros de la seguridad", represores de la semana pasada, ya andarán explicando a sus vecinos que "yo nunca le hecho mal a nadie". Los militares mirarán nerviosos a su alrededor para atisbar el momento preciso para cambiar de bando. En palacio, a Hosni Mubarak le traerá uno de sus edecanes una taza de té que tomará con manos temblorosas. 

Es el mismo temblor de Ceauşescu cuando la multitud comenzó a abuchearlo en Bucarest en 1989. Es el temblor en los dedos del borracho Gennady Yanayev en Moscú al anunciar el golpe de estado contra Gorbachov. Hoy se volverá a sentir en el aire el olor inconfundible del miedo de un tirano. Y por ninguna razón debería uno dejar de disfrutarlo.

Wednesday, January 26, 2011

De dónde vinieron los bolos

Parece haber consenso entre las fuerzas vivas: los cubanos fueron quienes bautizaron a los soviéticos como "bolos". Será una muestra más de esa gracia adámica de nuestra tribu cuando se trata de nombrar las cosas. Ángel Tomás González explicaba hace un par de años en el diario español El Mundo que el apelativo era síntoma de "un desprecio cariñoso por la estampa pueblerina, tosca y cursi de rusos y rusas que llegaron a la isla a partir del año 1962".

Hay un artículo del periódico español El Público en el que José Miguel Sánchez, "Yoss" —a quien se describe como "escritor cubano de ciencia-ficción y experto rastreador de las huellas soviéticas en Cuba"— afirma: "Los llamábamos bolos por el estilo de sus productos, toscos, rudos, pero muy duraderos". Hace más de una década, la novelista Zoé Valdés comentaba que "bolos les llaman los cubanos a los rusos no sólo por su apariencia tosca semejante a las figuras de los juegos de bolos, si no por su poca idea del diseño, y su mínimo respeto hacia los cubanos". En un despacho de AFP desde La Habana en 2006 publicado en el diario mexicano La Jornada, se decía que "los cubanos apodaban bolos a los soviéticos, palabra con que grafican una figura sin ángulos y tosca".

Ezra Weston Loomis Pound
Hasta ahí todo marchaba a pedir de boca, como al principio del cuento del león sordo. Pues bien, esta semana estaba leyendo Ezra Pound Speaking, el libro de los discursos que Mr. Pound pronunciara en la radio italiana durante la Segunda Guerra Mundial, cuando me topé con este parrafito:

The bolo agents in England were serious, when I was last there, the top numbers in the Communist Party were all paid by Moscow, which as you know is sometimes paid by New York or London. (Los agentes bolos en Inglaterra se tomaban el asunto en serio, cuando estuve por allá, todos los jefazos del Partido Comunista estaban subvencionados Moscú, con dinero que, como ustedes saben, a veces pagan New York o Londres.)

¿Pero cómo?, me pregunté, y enseguida me di cuenta de que el discurso, transmitido el 22 de marzo de 1942, se titulaba precisamente así: "But How?". ¿De modo que Ezra Pound llamaba "bolos" a los rusos en 1942? Una rápida búsqueda en Internet me revelaría que el asunto no quedaba ahí.

M1921 "Bolo" Mauser
La omnipresente Wikipedia me reveló que la Mauser C96 de cañón corto recibió el apodo de "Mauser Bolo" porque entre 1921 y 1930 el gobierno ruso (soviético a partir de 1922) compró una gran cantidad de pistolas de ese modelo. El adjetivo bolo, explica Wikipedia, se usaba como abreviación de "bolchevique".

También descubrí —es un decir—, que G. R. Singleton-Gates escribió en 1920 un libro basado en los testimonios del general de brigada británico Lionel Warren de Vere Sadleir-Jackson y el capitán Edward Altham titulado Bolos & Barishynas: being an account of the doings of the Sadleir-Jackson Brigade, and Altham Flotilla, on the North Dvina during the summer, 1919. En el libro, que se puede leer íntegramente en Internet aquí, Singleton-Gates describe la campaña de una brigada británica, en apoyo a los rusos blancos y en contra del Ejército Rojo en 1919. Es una lectura imprescindible para los interesados en el tema.

Curiosamente, Singleton-Gates usa el adjetivo "bolo" cien veces en su libro, pero nunca aclara —aunque se hace evidente a partir de la lectura— que significa "bolchevique". Ese detalle hace suponer que llamar "bolos" a los rusos comunistas era tan habitual en el Londres de 1920 que no era necesario aclarar el significado del término.

Sospecho que los cubanos deberíamos abstenernos de reclamar la invención del vocablo. Sin embargo, aún podremos enorgullecernos de la viva imaginación de nuestros intelectuales, que pueden explicar cualquier cosa sin el farragoso trámite de pasarse media hora investigando el origen de un término en Internet.

Sunday, December 19, 2010

Lezama Lima o los pezones de la Duquesa de Turingia

José Lezama Lima alcanza hoy su primera secularidad. No es desatinado esperar en este día una sobreabundacia de rapsodias para el mulo de Trocadero. El poeta, que en vida fuera un náufrago del espanto para sus amigos, es hoy un cadáver exquisito, carne de nadie que se disputan tirios y troyanos, muerto propicio para el incienso reverencial con que lo ahúman sus antiguos perseguidores. Extraña mudanza de fortuna para quien tuvo como destino la fijeza —la fijeza pendulante de un sillón habanero. Agreguemos, pues, una serpentina de ocasión al sempiterno carnaval lezamiano.

En el segundo volumen de su obra
Scriptores rerum germanicarum* (Leipzig 1728-30), Johann Burchard Mencken recoge el testimonio que dieran ante el Santo Oficio las criadas de la Duquesa de Turingia, a quien el Occidente cristiano llama Santa Isabel de Hungría. Allí se lee que durante el velatorio de la reina —que murió de ayunos y penitencias en 1231 a la edad de 24 años— sus devotos, ansiosos de reliquias, comenzaron por arrancarle el velo, parte del vestido y los cabellos, para después cortarle las orejas y los pezones a su beatífico cuerpo inerme.


Como la reina húngara, Lezama se ha ido convirtiendo entre nosotros en una reliquia de carne disputada. Y en su caso también es difícil saber si los que le arrancan orejas y pezones son devotos enloquecidos, fríos traficantes de reliquias o simplemente
sádicos necrófilos. Aunque su canonización fue más lenta, San José del Trocadero está ya entre los bienaventurados del ridículo panteón de nuestra islita. Todo lo que en vida fuera carnada de inquisidores es ahora filigrana de alabastro para los exégetas instalados en las suculentas canongías de la catedral lezamiana. Sus alusiones asirias, sus amores griegos, su gula gala, sus perifollos gongorinos, todas esas cosas que lo condenaban en los años de nuestros zurdos fervores, son ahora motivo de tesis doctorales y estudios de identity politics.

Cierta crítica describe el
horror vacui que dejó en las letras yankees el paso acompasado de T.S. Eliot y Ezra Pound por su paisaje. Lezama comentaba el mismo efecto que habría tenido Martí sobre la poesía cubana. Es sospechoso el argumento de que la mediocridad subsiguiente sea parte del mérito de los grandes creadores. Y sin embargo, de ser acertado podría aplicarse, con sobradas razones, a Lezama. Su visitación a nuestro entorno deja detrás una estepa incendiada donde, a treinta y cuatro años de su muerte, aún se ve crecer muy poca obra que deba ser tenida en cuenta. Esa desproporción de su figura tuvo también su precio para el hombre.

Isla chiquita, infierno grande, debería rezar el refrán. La desmesura de su obra y de su persona fueron labrando una bóveda de diminutos odios que terminaría por asfixiarlo más que el asma, la ponzoña de los Lunes o el celo de los insomnes informantes contra el paria. Pero muerto él y sus contemporáneos, Lezama ha sobrevivido a la maldita circunstancia de la envidia por todas partes.


Y en esa veneración hierática que hoy lo rodea hay tanto de hoguera inquisitorial como antes lo hubo en su pasión y muerte en el barrio de (in)tolerancia de Colón. La verdad, como siempre, está en algún lugar entre el inquisidor y las adoratrices. Como creador, Lezama habita permanentemente una provincia de la poiesis que pocos escritores nuestros siquiera visitan. Pero Lezama es también el escriba de esos símiles donde se juntan una criada de Centro Habana con un orfebre de Ur de los Caldeos, y que parecen alardes de niño brillante y ego maltratado.


Pero ya no es de buen gusto comentar que las comas en
Paradiso están mal colocadas, que oscurecen el sentido de oraciones innecesariamente largas. Tampoco lo es recordar que Lezama —por descuido o por pereza— repite veintitrés veces la palabra puerta(s) en las dos primeras páginas de séptimo capítulo de la novela. La tea del inquisidor ha dado paso al incensario, pero tanto una como otro generan un humo cegador que precede a la fe sin ojos.

En Lezama Lima tenemos nuestro Pico della Mirandola, que a los veintitrés años se había leído todos los libros del universo y podía defender sus 900 tesis frente a cualquier adversario. Pero tenemos también a Atanasio Kircher, que lo mismo creaba la máquina del movimiento perpetuo que invencionaba toda la sabiduría acumulada en veinte dinastías egipcias sin haber descifrado realmente un solo jeroglífico. Ese contrapunteo cubano del discernimiento y la fábula va marcando el ritmo hesicástico que Lezama adelanta y que —ojalá— nos permita siempre volver a empezar.


*La anécdota de Santa Isabel de Hungría la encontré —sin aclaración de fuentes— citada por Johan Huizinga y por Will Durant. Después de inútiles investigaciones en Internet sobre su origen, le escribí a Jaime Lara, profesor de Notre Dame, extraordianrio medievalista y amigo, quien diez minutos más tarde me explicó los detalles que menciono.

Wednesday, December 8, 2010

La muerte de John Lennon en el mar Caribe


El martes 9 de diciembre de 1980, a las 7:30 de la noche, al final de la cena, mi padre sintonizó La Voz de América para escuchar un noticiero que no estuviera redactado por los obedientes escribas de la prensa cubana... Era un ritual que se repetía cada noche en casa. Mi madre comenzó a hacer el café mientras yo conversaba con mis hermanas. La primera noticia leída por el locutor cayó como una piedra en el centro de la mesa: "Anoche, en la ciudad de Nueva York, alrededor de las once de la noche..."

1980 no fue un buen año para ser cubano. Yo andaba por los 16 y mi hermano —con el que había compartido el mismo cuarto desde que nací— se había ido solo por el Mariel en mayo, cuatro meses después de cumplir los 19. Los pogromos organizados para aterrorizar a las personas que deseaban irse del país habían convertido aquella primavera en una estación en el infierno; de esas que uno luego recuerda como “el fin de la inocencia”. Los huevos y tomates podridos, los insultos, las golpizas, los escupitajos y los excrementos lanzados contra los que deseaban escapar del paraíso, habían ido dibujando la esencia misma del destino que nos había tocado en suerte. Con la ingenuidad de la adolescencia, asumí que esa primavera luciferina era toda la desgracia que cabía en un año. Pero se añadía ahora la muerte de Lennon como una injusticia poética que serviría de colofón a nuestro annus terribilis.

Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Mi padre, entre impaciente y contrariado, me espetó: "¿No me digas que vas a llorar también?" Para él era inexplicable que llorara por la muerte de un remoto señor nacido en Inglaterra. Quien moría, sin embargo, había sido una compañía tan constante y tangible como la de mi hermano ido. Esa conjugación de violencia inhumana con la súbita ausencia, que había padecido en la primavera en carne propia, se reeditaba ahora a fines del otoño como metáfora en la muerte absurda de John Lennon.

Después del café, mi padre se fue a inyectar a alguno de sus enfermos y yo me hice de la radio. Comenzaron a dar más detalles y anunciaron que iban a poner las canciones del Double Fantasy, el disco que Lennon acababa de grabar. Alcé el volumen del radio Selena, ese portento de la tecnología soviética que nos permitía sintonizar La Voz de América....

Tocaron a la puerta. Mi madre se volteó y me pidió que bajara la radio, "ese es Sergio que viene a arreglar el colchón". Sergio era el secretario de la Juventud Comunista en el trabajo de mi madre. Arreglaba colchones para ganarse un dinerillo extra cada mes. Después de 21 años de matrimonio —mis padres se casaron en diciembre del 59— el colchón donde habían concebido a sus cuatro vástagos estaba necesitado de una reparación —sustituirlo era imposible.

Y por supuesto, aunque mi madre no había tenido reparos en pedirle a su colega que viniera a reparar el colchón —actividad ilegal, como casi
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.

Al otro día pude leer la misma noticia, esta vez en la prosa del Granma: En unas cuarenta palabras y una foto diminuta, en la sección Hilo Directo, anunciaban a los lectores que "la irracionalidad de la sociedad capitalista" que lo había hecho famoso, ahora había asesinado a Lennon. Y eso era todo.

El viernes, al entrar a la clase en la mañana, Heredia, mi profesor de Matemáticas, me dijo en voz baja: “Pasa por la cátedra antes de irte”. A la una, tras el quinto turno, fui a verlo. Me entregó un sobre grande. “Mi suegro, que es sobrecargo de Cubana, me trajo esto. Pensé que te iba a interesar. No lo abras ahora ni comentes que te lo he dado”.

Metí el paquete en la mochila, le di las gracias y me fui a casa. En el ómnibus lo abrí. Era un ejemplar de El País del 10 de diciembre con todos los reportajes del suceso. Un turista lo había dejado en el avión y el suegro de mi profesor —violando las reglas del aeropuerto— lo había llevado a casa. Heredia, que por mis espejuelos marxistas-lennonistas (de Groucho y John) había adivinado mis gustos musicales, tuvo la audaz gentileza de regalarme el periódico. Ese ejemplar de El País se convirtió en un objeto de culto entre mis amigos. Pasó de mano en mano hasta que alguien decidió no devolvérmelo, un robo que perdoné con absoluta comprensión de causa. Lo que más me impactó del reportaje fue la foto de la entrada cochera del edificio Dakota donde habían asesinado a Lennon. Tenía un letrero que decía: “All visitors must be announced” (Todos los visitantes deben tener cita previa). La muerte, sin embargo, había sido un visitante inesperado.

Doce años después, al llegar a New York, una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar el edificio Dakota. Desde la muerte de Lennon el mundo había cambiado radicalmente, un electricista y un cura polacos habían clausurado el comunismo, una quincena de países habían nacido de la ruina de un imperio, los mapas habían cambiado de color; pero el letrero de la puerta del Dakota seguía allí, indiferente a los terremotos de la historia y las ocasionales visitas de la muerte: “All visitors must be announced”. Por supuesto…

Friday, December 3, 2010

Arte degenerado

Ayer en la mañana, en el metro camino a Manhattan, abrí The New York Times y me topé con un artículo (que pueden leer aquí) sobre una peculiar exposición de arte. En enero, mientras hacían unas excavaciones en Berlín, los trabajadores descubrieron unas esculturas sepultadas en el subsuelo. Se trataba de un grupo de piezas calificadas durante el nazismo como "arte degenerado" o Entartete Kunst, como diría en sus buenos tiempos el Dr. Goebbels.


Goebbels visita la exposición Entartete Kunst, 1937
Las esculturas, condenadas por el régimen nazi, habían sido posteriormente sepultadas por un bombardeo de los aliados que pulverizó el edificio donde habían sido almacenadas. Particularmente conmovedora es la anécdota que se cuenta sobre el escultor Otto Freundlich. Los nazis confiscaron la obra suya que forma parte de la muestra, Cabeza, en 1937 en un museo de Hamburgo. [Goebbels había tenido la idea de confiscar prácticamente todas las obras de arte moderno o de artistas judíos de los museos alemanes para hacer una exposición que se tituló precisamente Entartete Kunst para mostrar a los buenos germanos la "podredumbre" del arte producido por "las razas inferiores".] Seis años después capturaron al mismo Freundlich en Francia y lo enviaron a un campo de concentración donde fue asesinado al día siguiente de llegar.

Lo cierto es que esas esculturas, condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, sobrevivieron a todo y se exponen hoy en un museo berlinés. El artículo me hizo recordar un disco que mi amigo David Hurwitz (cuya revista de música clásica, Classics Today, recomiendo) me regalara hace doce años, Der Kaiser Von Atlantis, la ópera compuesta por Viktor Ullmann con libreto de Peter Kien estando prisioneros en el campo de concentración de Terezin. (Ambos morirían en Auschwitz-Birkenau, Ullman con 46 años, Kien con sólo 25 de edad.) El disco formaba parte de una serie magnífica titulada, por supuesto, Entartete Musik.


Recomiendo también, a quien tenga entrañas para soportarla, que compre y escuche la ópera de Ullman. La escuché tres veces a solas en mi casa y le regalé el disco a un amigo amante de la ópera y las novedades que vino de visita de La Habana por esa época. Ahora me arrepiento de haber regalado el disco, pero había llegado a temer sus efectos.



En esos recuerdos andaba perdido cuando entró el tren a Manhattan pasando bajo el East River. Aparté la mirada del periódico y noté que la señora que estaba sentada a mi lado había abierto un librito y leía... era un libro de oraciones en hebreo. Recordé entonces que era el primer día de Janucá, la fiesta de las luces, la victoria de los macabeos sobre griegos y sirios, la restauración del Templo, el aceite que se suponía que durara un día y alumbró durante más de una semana...



Y pensé entonces que, como aquellas esculturas condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, aquella señora que leía en hebreo era una prueba de la capacidad de sobreviviencia del pueblo judío, el pueblo elegido... elegido tantas veces para el exterminio.


El racismo es quizás la esencia de la maldad humana, pero el antisemitismo es la expresión más concentrada de esa maldad. Mientras que el racismo contra los africanos, los asiáticos o los latinos generalmente "se conforma" con el desprecio y la discrimanción o la esclavitud, el antisemitismo incuba siempre el deseo diabólico de exterminar al pueblo hebreo. Las esculturas de las que hablaba el artículo, y la señora sentada a mi lado en el tren, fueron ayer, en el tren hacia Manhattan, dos atisbos de esperanza.