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Thursday, March 14, 2013

Francisco: el nombre y el hombre


[Este artículo se publicó originalmente en Diario de Cuba.]

“La Iglesia Católica se desmoronó cuando la jerarquía dejó de creer en su propios dogmas”. La frase lapidaria de Ezra Pound, como tantas otras suyas, es una exageración que contiene una simiente de verdad. Desde la fe, significa que la fidelidad al Evangelio de los pastores es un ingrediente esencial para la eficacia de la Iglesia como fuente de salvación. En términos mundanos, significa que la influencia de la Iglesia Católica y su capacidad de hacer el bien dependen en buena medida de la coherencia con el Evangelio de la vida del clero y los fieles. Y ese es el primer reto al que se enfrenta el papa Francisco.

Específicamente, el Papa deberá limpiar los establos de Augías de los escándalos sexuales y los persistentes rumores de divisiones y corrupción en el seno de la curia, amén de los conocidos problemas del sistema bancario vaticano. Esas miserias rebajan la autoridad moral y el poder de convocatoria de la Iglesia (que son las únicas divisiones con que cuenta el Papa, para responder a la pregunta de Stalin) y paralizan su funcionamiento institucional. Al margen de ser un imperativo ético, el Papa deberá poner orden en casa porque de lo contrario estaría en riesgo la capacidad misma de la Iglesia para cumplir su misión. La designación de un nuevo Secretario de Estado será clave para lograrlo. Es un criterio casi unánime que buena parte de las dificultades del pontificado de Benedicto XVI provienen de las tensas relaciones del cardenal Bertone con la Curia. Aquí se juega el nuevo papa su pontificado.

Más allá de esos escollos, que son inmensos, ¿qué debemos esperar del papa Francisco? Sería bueno saber en cuál de los dos grandes Franciscos estaba pensando al elegir su nombre. ¿Se habrá inspirado en San Francisco de Asís, que en medio de la Quinta Cruzada prefirió “ir entre sarracenos” como mensajero de paz y llegar a dialogar con el sultán de Egipto, el peor enemigo de la Iglesia? Por su talante, no sería sorprendente que el papa Francisco intentara redefinir las relaciones de la Iglesia con el mundo musulmán. Él podría mostrar a Occidente un estilo de diálogo que no sea el de la cruzada, sino el del santo de Asís. Y eso bastaría para darle sentido a su misión.

Su nombre puede evocar también la figura de San Francisco Javier, patrono de los misioneros y jesuita como el nuevo papa, que predicó el Evangelio en la India y Japón. Como ha ocurrido con los últimos pontífices, Su Santidad Francisco tendrá en el centro de sus preocupaciones la Iglesia de Asia, y en especial el complejo proceso de reconciliación con la Iglesia patriótica china. Equilibrar la solicitud por los cristianos chinos fieles a Roma, y la misión profética de la Iglesia, con el trabajo en pos de una normalización de las relaciones del Vaticano con la Iglesia patriótica y el Gobierno chino, para bien de todos los católicos de ese país, será un reto tan inevitable como amargo, como lo ha sido por muchas décadas.

Naturalmente, América Latina, por tener más del 40% de todos los católicos del mundo y ser su cuna, será definitoria para su misión. El reto de las sectas seguirá siendo un motivo de preocupación para el Papa, y quizás ese haya sido uno de los motivos de su elección. En el orden social, la Iglesia no ha definido líneas maestras para la relación con los gobiernos populistas o de izquierda que se han multiplicado en la región en los últimos quince años. En sus años de arzobispo de Buenos Aires, el Papa denunció repetidamente el escándalo de la extrema pobreza, identificándola con la violación de los derechos humanos, como proponen a veces esos mismos gobiernos. Pero su relación con las administraciones del matrimonio Kirchner, por ejemplo, han sido menos que amigables. Y es conocida su oposición a ciertas corrientes de la teología de la liberación. El Papa proyectará a escala continental una vocación de justicia que no supone la identificación con proyectos políticos específicos ni con propuestas que se aparten de la ortodoxia. El testimonio de su vida sencilla y su preocupación por los menos privilegiados le dará a su mensaje una legitimidad esencial. Pero esa misma resonancia lo podría hacer incómodo para las élites gobernantes de uno u otro signo y con ciertas corrientes dentro de la misma Iglesia en Latinoamérica.

En el caso de Cuba en particular, la primera pregunta clave será la designación del nuevo arzobispo de La Habana, una vez que el Papa acepte la renuncia del cardenal Jaime Ortega. Monseñor Dionisio García Ibáñez, el arzobispo de Santiago, a pesar de tener ya 68 años, parece ser el candidato más lógico. Y ahora más, pues su estilo pastoral está en consonancia con el del nuevo obispo de Roma. En la última década, la figura del cardenal Ortega ha sido definitoria en la forma y la esencia de la labor de la Iglesia en Cuba. Quienquiera que sea su sucesor, no tendrá su estatura ni su influencia. Habrá un estilo más colegial, y probablemente un acompañamiento más cercano de Roma a la misión de los obispos cubanos. En ese sentido, puede ser que la visión personal de este papa pese más en los destinos de la Iglesia en Cuba que el de su predecesor.

Y esos son tan solo algunos de los retos que halló esta mañana en su escritorio este argentino afable, amante de Borges —ese agnóstico—, aficionado al futbol y a los tangos tristes. Uno no puede más que conmiserarlo, rezar por él, desearle que salga ileso de la cancha, que halle el camino en ese laberinto borgiano que deberá ahora descifrar a diario.

San Francisco de Asís hizo de la pobreza su vocación. Y su misión fue la restauración de la Iglesia. Probablemente el papa Francisco se miró en ese espejo al elegir su nombre. Tiene ante él una tarea inmensa, y es un hombre de 76 años al que le falta un pulmón. Pero para la Iglesia son tiempos de practicar la humildad y de restaurar lo dañado. Sí, Francisco es el hombre —y el nombre— indicado para este momento. Pero Dios tendrá que ayudarlo. Mucho.

Tuesday, July 24, 2012

Oswaldo Payá: las noches de San Juan de Letrán

Fue en el verano o el otoño de 1984. El padre Juan de Dios —ese que hoy es obispo y celebró ayer la misa de cuerpo presente por Oswaldo Payá—, eligió a varias personas para preparar un documento que resumiera lo dicho por los católicos habaneros durante los meses anteriores en decenas de reuniones preparatorias al Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC). La comisión estaba formada por dos sacerdotes —Juan de Dios y el padre René Ruiz— y cuatro laicos: Oswaldo Payá, Ofelia Acevedo, Gustavo Andújar y este escribano.

Durante varios meses nos reunimos dos o tres veces por semana en la Iglesia de San Juan de Letrán. El padre Yeyo, hijo de un antiguo chef del Habana Hilton y párroco de la iglesia, no paraba de quejarse de nuestras reuniones (¿en broma o en serio?), pero nos preparaba meriendas y cenas exquisitas con las antiguas recetas de su padre.

Oswaldo tenía treinta y dos años y la voz nasal que después todo el mundo escucharía, y usaba unas camisitas Yumurí y unos pantalones muy cheos, y daba la impresión de que nada de eso le importaba en lo más mínimo. Ofelita —todos la llamábamos así— tenía los ojos de Bambi y la piel de Isabella Rossellini: era de una belleza que cortaba el aliento. Su delicadeza escondía el inmenso coraje que demostraría luego tantas veces, y podía decir cosas que también te cortaban el aliento. Es de esas mujeres que cuando entra a una habitación los hombres bajan la voz y se arreglan la camisa.

En los recesos y las sobremesas de esos meses tuve decenas de conversaciones con Oswaldo. Hablábamos del tema que nos ocupaba (el ENEC), por supuesto, pero también de Polonia, de Lech Walesa, del destino de Cuba, de los presos políticos, de Valladares que se había casado con una prima de Oswaldo... Coincidíamos en que el comunismo era un disparate perverso, pero yo pensaba que era inamovible. Oswaldo Payá no: él fue la primera persona que me dijo, con aboluta convicción, que el comunismo era superable y que había que hacer algo por salvar a Cuba del desastre. Le dije que me parecía un iluso. La historia, para alegría infinita de ambos, se encargaría de darle la razón a Oswaldo.

Pero lo que me fascinó fue su jovialidad y su hombría de bien. Oswaldo era el tipo que uno elegiría para ir a ver un partido de pelota o a una guerra sin esperanza. Con él sabías siempre a quién tenías a tu lado. Y me imagino que fue eso lo que vio Ofelita con esos ojos suyos hoy náufragos de lágrimas, pues poco después se hicieron novios. No se debió enamorar de sus camisitas Yumurí y su peinado de los años cincuenta, pero sí de su capacidad de imaginar un destino mejor y su valor para buscarlo.

En la parroquia del Cerro, donde practicó su fe toda la vida, se casaron en 1986. Recuerdo que en lugar de entrar a la iglesia con la Marcha Nupcial de todas las bodas, eligieron un canto litúrgico: "Pueblo de reyes". Recuerdo la iglesia repleta, como hoy, pero desbordante de alegría. Porque aquel día, como en las películas, el muchacho díscolo había conquistado a la chica más bella de la escuela.

Años después, en 1991, coincidimos en la "Primera Jornada Social", un evento de laicos católicos organizado por Dagoberto Valdés. Hacía tiempo que no veía a Oswaldo, quien era ya en ese entonces un disidente conocido y perseguido. A la hora del almuerzo, cuando me acerqué a su mesa, Oswaldo, en tono de sorna, le decía a alguien: "No te sientes a mi lado que te comprometo". Alzó entonces la vista, me vio, se echó a reír y me dijo: "Ven, siéntate aquí, que tú ya no te redimes ni con un milagro". Y fue como si no hubiese pasado ni un instante desde nuestras conversaciones en San Juan de Letrán. Pocos meses después salí de Cuba: no nos volvimos a ver.

La muerte de Oswaldo Payá es un hecho desolador para su familia, sus amigos y sus colegas, pero es un desastre para su patria. Su valor, su talento político y su coherencia son siempre preciosos, pero más aún en un país carcomido en su esencia vital. Que Dios ayude a su esposa y a sus hijos, que en estos días nos han dado una lección de entereza y dignidad en medio de la tragedia. Que Dios nos ayude a todos, porque en cierta medida, a todos nos tocará pagar el precio de su ausencia.

Monday, March 26, 2012

Benedicto XVI en La Habana: el pasado de la esperanza

En La ciudad de Dios, San Agustín refuta la teoría del eterno retorno aduciendo que la cruz y la resurrección no pueden ser rebajadas a la banalidad de las innúmeras repeticiones. En ese sentido, la visita del papa Benedicto XVI a Cuba es el final de la esencial singularidad de aquella que hiciera en 1998 Juan Pablo II. Y como sucede con todo evento repetido, uno se pregunta qué ha pasado desde la última vez. ¿No es acaso este el momento de pasar revista? ¿Cuáles fueron las expectativas y los sueños que Juan Pablo II trajo a Cuba o generó entre los cubanos que lo escucharon y aplaudieron? ¿Y qué pasó con aquellas esperanzas? 

Uno mira atrás, y recuerda el paso del papa Wojtyla por Cuba, su exhortación a no tener miedo; uno recuerda aquellos días de júbilo genuino, de adivinadas certezas, de infinita potencialidad; uno recuerda su insistencia en el carácter católico y occidental de la nación cubana; su evocación del soplo del Espíritu Santo sobre La Habana; uno recuerda que pareceía posible  soñar con la reconciliación. ¿Y qué pasó entonces? ¿Cuál fue el efecto de esa visita en la Iglesia que peregrina en la Isla, en el país mismo, en los cubanos?

¿En qué medida Cuba se abrió al mundo y el mundo a Cuba? ¿Fue el miedo despojado de su preeminencia entre nosotros? Estos catorce años, ¿fueron los tiempos de mayor tolerancia, de fe renovada y creciente libertad, de más apertura y menos odio, que la visita de Juan Pablo II hizo imaginar a tantos? 

Catorce años después, ¿ha dejado Cuba de ser un país donde hay solo una manera aceptable de pensar, un solo partido en el que militar, un solo programa que obedecer; donde pensar diferente se considera como una modalidad de la traición? Catorce años después, ¿es aún posible que si un grupo de mujeres salen a la calle a protestar contra el gobierno, las siga un una turba que incita a asesinarlas cantando: "Machete que son poquitas"? ¿Se parece ese país de hoy a la esperanza de aquellos días o es una pesadilla de la que no acabamos de despertar?

¿Cuál ha sido la tónica dominante de estos catorce años: la fe, la audacia y la mirada puesta en el futuro; o el cinismo, el miedo y el estacamiento en el pasado? ¿Hay en Cuba hoy menos odio o menos injusticia que en 1998?  

¿Cómo ha cambiado la imagen de la Iglesia en Cuba desde entonces? ¿Es hoy esa Iglesia más eficaz en su misión evangelizadora, más solidaria con los que no tienen voz y más cercana a su pueblo, que hace catorce años?  

Juan Pablo II, al entrar en La Habana en 1998, era un hombre envejecido y enfermo, pero con la mente y el alma intactas. Durante aquellos días se entregó a Cuba con una fuerza que evidentemente no provenía de aquel cuerpo macerado por el trabajo, los años, la enfermedad y las balas. Todo lo que pudo hacer, lo hizo. El resto dependía de los cubanos. ¿Y qué hicimos?

A la hora de fijar expectativas para la visita que el papa Benedicto XVI inicia hoy, deberíamos tener en cuenta lo que sucedió con las expectativas la vez pasada. Y sumarle a eso que el papa Ratzinger no tiene el don de gentes que tuvo el papa Wojtila. Y que monseñor Meurice, que tenía el valor de decir la verdad, ya no está entre nosotros. Solo después de sacar esas cuentas deberíamos comenzar hilvanar expectativas para esta visita. Quizás eso nos haga regresar a donde debimos ponerlas siempre: a Dios. Porque —digámoslo con perfecta honestidad—, lo que necesitamos a estas alturas sólo puede calificarse de milagro.