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Tuesday, December 31, 2013

Las noches de Joseph Hergesheimer en La Habana

"...there was never another city that took
advantage of the night like Havana."
Joseph Hergesheimer, 1920



Foto tomada del sitio web Havana Collectibles
http://www.havanacollectibles.com/

Hace dos meses, gracias a la oportuna "conjunción de un espejo y una enciclopedia", hallé el libro San Cristóbal de La Habana (Knopf, 1920), de Joseph Hergesheimer (JH a partir de ahora). Libro y autor me eran igualmente desconocidos hasta ese momento. Comencé a leer ese texto asistido por una curiosidad huérfana de esperanza. Ahora me parece el mejor libro que leí este año. 

He hallado que casi todos los comentaristas, al referirse a JH, apuntan la ironía de que, habiendo sido elegido por sus colegas como el escritor más importante de Estados Unidos en la encuesta de la Literary Digest de 1920, veinte años después su vasta obra había sido reducida al olvido. 


Habría que agregar a eso que
su libro sobre La Habana, publicado en el mismo año de esa encuesta, es prácticamente desconocido en Cuba. Ambos datos parecen acusarlo. Pero ambos podrían ser el resultado de una injusticia. La ignorancia cubana de San Cristóbal de La Habana, en particular, bastaría para demostrar la pereza de nuestra crítica. Fuera de la obra de Cabrera Infante —quien apreciaba la obra de JH— sería difícil hallar una elegía a La Habana que exhiba la agudeza y el esplendor del libro de Hergesheimer.

Su visita a La Habana y la memoria de ese viaje eran signos de los tiempos. Un año antes, en un largo artículo de The New York Times titulado "Cuba, refugio de los frívolos y sedientos"(1), se explicaba cada vez que un nuevo estado ratificaba la Enmienda 18 (la "Ley Seca"), más y más norteamericanos tomaban rumbo a Cuba para bailar la rumba y tomar Bacardí sin exponerse a problemas con la justicia. Los adelantados de siempre planeaban ya la construcción de cadenas de hoteles, casinos de ensueños y paraísos tropicales para turistas gringos a lo largo de la larga isla, nos cuenta el Times


El libro está salpicado de "notas turísticas". JH describe en detalle su habitación del Hotel Inglaterra (que le pareció la mejor que había visto en su vida), las peleas de gallo, el jai alai, los bailes de danzones del Teatro Nacional... Casi una década antes del arribo de Ernest Hemingway a La Habana, JH comenta los méritos del daiquirí y proclama que el del Hotel Telégrafo es el mejor que probó en su visita.


Y sin embargo, La Habana que describe JH no es un mero destino turístico. Al inicio de su relato, cuando divisa la Isla en el horizonte, afirma: "tuve la premonición de que lo que veía entonces tendría una peculiar importancia para mí". Es un preámbulo preocupante. Otros escritores norteamericanos se enamoraron de La Habana sin salvarse del cliché. 
El Edgar Lee Masters de Children of the Markeplace hace un retrato de cartón tabla de las ciudad que lo demerita como amanuense. Incluso Hemingway, en To Have and To Have Not y en Islands in the Stream sólo ve tragos helados, putas de buen corazón, borrachos pedantes y mendigos que duermen en los portales. Sin embargo, Hergesheimer descubre una ciudad que no se reduce a su exotismo tropical. Y lo dice con la prosa más lúcida y más elegante que quizás se haya usado jamás para describir a La Habana.

En su libro hay una progresiva identificación, casi reverencial, con La Habana. Comienza con las cosas más sencillas: explica cómo se "reconcilió" con el café tras degustar en su primer desayuno un café con leche habanero bendecido con una pizca de sal y acompañado de pan con mantequilla. En busca de novelas escritas en español, descubrirá la calle Obispo. Dice: "Había recorrido antes otras calles angostas, pero no había visto ninguna que tuviese la intensidad dramática de Obispo". 

No lo impresionan las iglesias ni los conventos, detesta la guayabera "con sus inútiles pliegues y bolsillos", el danzón le despierta todos sus prejuicios racistas, pero esos desencantos son excepciones. 
En cambio, las casas y los patios habaneros, el desenfado y la belleza de las mujeres, la sobriedad de los hombres, la naturalidad de las costumbres —que contrapone a la rigidez protestante del Norte—, son detalles que lo van seduciendo. Describe el ridículo que hacen algunos turistas americanos borrachos, pero afirma que los cubanos beben con mesura. 

Incluso en algunas de sus recriminaciones parece celebrar la pujanza de La Habana. Lamenta, por ejemplo, que el Prado esté atascado de automóviles y que la orquesta que da las retretas del Parque Central, que antaño tocaba a Rossini, ahora prefiera comenzar el concierto con un fragmento del Parsifal de Wagner. Cuenta que tuvo que pedirle al empleado del hotel que le dijera dónde ver "un espectáculo vulgar como, por ejemplo, un concierto de habaneras", pues el buen señor solo le hablaba de la temporada de la ópera y la próxima visita de Caruso.  


El hecho mismo de que titule su libro en español es un indicio de su fascinación. Pero también lo es su evidente conocimiento de la historia de Cuba, y la minuciosidad —no exenta de racismo— con que habla del ñañiguismo. En su libro probablemente 
aparecen más palabras de lenguas africanas que en castellano. (Curiosamente, llama a los naturales de la Isla cubeños, una manera de nombrar a nuestra tribu que jamás he encontrado en otra parte.)

Y hay más. La Habana hace a Hergesheimer cuestionarse su obra literaria, el futuro de la novela, la validez del matrimonio... JS ha llegado a la ciudad en busca de sí mismo, y l
lega así a dudar de su pertenencia al sitio que le tocó en suerte: "Muchos hombres viven como extranjeros en las casas construidas por las tradiciones de su sangre", dice, quizás mirando el Prado desde su balcón del Inglaterra. 

En las postrimerías del libro imagina un alter ego cubano —Rogelio Mola— con el que va a visitar un prostíbulo habanero. Irónicamente, Rogelio Mola es un cubano anexionista. De modo que Hergesheimer sueña ser un cubano que sueña ser gringo. Su cubanización es al final inconsecuente. Quizás la visita inocua al prostíbulo, donde él y Rogelio Mola se limitan a observar sin degustar los placeres que se ofrecen, podría ser una metáfora de su cubanidad arrobada pero tímida. Él mismo apuntará al final del libro que vivirá siempre fascinado por La Habana... pero en su casa de West Chester, en Pennsylvania.

Durante la visita al prostíbulo sueña con redimir a una de las muchachas que vende allí la piel, pero luego reconoce que carece de esa convicción de superioridad moral que es imprescindible para meterse a salvador. Quizás sea esa misma modestia la que le permite mirar La Habana sin la condescendencia habitual entre sus compatriotas.

Hay observaciones en su libro que harían estremecer a cualquier habanero actual. Dice JH, por ejemplo, que el encanto de La Habana radica en que es una ciudad que no se siente abrumada por la historia. Y luego agrega que La Habana es una de esas pocas ciudades donde la existencia es algo más que el castigo que se impone al hombre por el delito de haber nacido. Y finalmente afirma: "La Habana era por el momento, y en un sentido muy profundo, la capital del mundo". Probablemente exagera, pero es difícil leer esas líneas y no sentir la desolación de saber que La Habana no volverá a inspirar palabras como esas.


El viaje a La Habana inspiraría a JH también una novela, The Bright Shawl, publicada en 1922 y llevada al cine en 1923. Es quizás la primera película estadounidense de temática cubana. La película silente fue parcialmente rodada en La Habana, con Edward G. Robinson haciendo el papel de Domingo Escobar, un cubano rico dueño de un palacete de El Prado y con la preocupación de tener dos hijos independentistas. Probablemente el libro de viaje haya sido un subproducto de una peregrinación a La Habana emprendida para escribir esa novela sobre la Guerra de los Diez Años. Pero al final San Cristóbal de La Habana resulta un texto muy superior a The Bright Shawl.

El crítico James Branch Cabell (2) afirmó en 1921 que cualquiera que leyera San Cristóbal de La Habana y luego visitara la ciudad como turista quedaría irremediablemente decepcionado, pues la prosa de Hergesheimer era muy superior a aquella "inofensiva ciudad tropical". La historia lo desmentiría doblemente: La Habana fue uno de los principales destinos turísticos del mundo en las cuatro décadas que siguieron a la publicación del libro; y en esos cuarenta años la obra de Hergesheimer fue olvidada. O quizás fue que su profecía era a largo plazo y al final se cumplió: quien lea hoy el libro de Hergesheimer y visite luego la ciudad pensará que Branch Cabell hizo su profesía imaginando La Habana del siglo XXI.


El libro de Hergesheimer está lleno de observaciones minuciosas, reminiscencias y disquisiciones que recuerdan al Gide de La puerta estrecha, a Isaak Dinesen, a Proust. Su prosa no sería indigna de ellos. Y sin embargo, una nueva generación, capitaneada por Hemingway y Scott Fitzgerald, condenaría al olvido Hergesheimer. De la misma manera nuestra pereza cubana condenó al olvido su libro, el más bello que se haya escrito sobre La Habana. O será quizás que nos espanta la idea de leer su elegía a la belleza arrasadora de esa ciudad que luego destruimos con el mismo entusiasmo con que las legiones del Publio Cornelio Escipión araron sobre las ruinas de Cartago.  

Notas:
He traducido todas las citas de la obra que uso en este post a partir de la primera edición de San Cristóbal de La HabanaKnopf, New York, 1920. La versión electrónica del libro se puede descargar gratuitamente en Amazon
(1) "Cuba, Refuge of the Frivolous and Thirsty". The New York Times, 31 de agosto de 1919
(2) Joseph Hergesheimer: An Essay in Interpretation, James Branch Cabell, página 23. The Bookfellows, Chicago, 1921.

Tuesday, May 29, 2012

Ernest Hemingway y Nicole Kidman: desnudos en el Spoon River


Anoche vi el estreno de "Hemingway & Gellhorn", la película de HBO sobre los amores de Papa y Marty durante la Guerra Civil española y durante la guerra incivil que después lucharon uno contra el otro. Hemingway debió ser un tipo absolutamente insufrible: de eso no tienen duda ni siquiera los que releen con devoción (como este servidor) lo mejor de su obra e incluso algunos de los textos donde su famoso detector de mierda se le había descompuesto. Pero que fuera insoportable no estorba para leerlo. Ahora bien, si Papa era un tipo tan encartonado como nos sugieren las películas recientes (esta de anoche y la de Woody Allen hace unos meses), uno no logra explicarse qué podría haber inspirado a Ava Gardner a bañarse desnuda en su piscina de San Francisco de Paula.

Y hablando de bellezas desnudas, ni siquiera la repetida presencia de los senos  de Nicole Kidman, ni sus ojos de pantera en celo, logran salvar esta película que a ratos parece filmada en Instagram como mendigando la caridad de nuestra nostalgia. Martha Gellhorn, cuya figura intenta rescatar la película, aparece más veces desnuda en la cama con Hemingway que vestida ante la máquina de escribir. ¿De qué valen entonces esas tomas de una Martha envejecida aclarándole al espectador que ella es ella y no la mujercita de Papa? Suena tan falso como ese Hemingway que explica su supuesta invención del daiquirí en un Tropicana de cartón tabla o el Hemingway que parafrasea The Old  Man and the Sea avant la lettre para describir a su mujer lo que piensa de la victoria de Franco. Los realizadores se enfrentaron a un dilema que les resultó insalvable: hacer de Martha Gellhorn el centro de la historia o rociarla de arriba abajo
 con el daiquirí de Hemingway para que el bar tuviera más clientela. Y esa guerra la pierde la película, como perdieron Martha y Ernest la guerra de su matrimonio.

Pues bien, a lo que íbamos.... Para resarcirme de esas dos horas, terminé la traducción de un poema que trata sobre otro matrimonio bélico: el de Ollie y Fletcher McGee, según lo cuenta Edgar Lee Master en su Spoon River Anthology. Pensé que este poema podría explicar mejor el recuerdo que Martha Gelhorn tenía de Hemingway que esa película inyectada de botox como el rostro antes perfecto de Nicole Kidman. Aquí tienen la traducción.


Ollie McGee 

¿Han visto caminando por las calles del pueblo
a un hombre siempre cabizbajo y de rostro malicento?
Ese es mi marido que, con secreta crueldad
Jamás manifiesta, me robó mi juventud y mi belleza;
Hasta que finalmente, arrugada y con los dientes amarillos
Y con el orgullo roto y abyecta sumisión,
Me hundí en la fosa.
Pero, ¿qué creen ustedes que roe el corazón de mi marido?
El rostro que alguna vez yo fui, ¡el rostro en que me convirtió!
Eso lo está arrastrando a este sitio donde yago.
Mi muerte, entonces, ha sido mi venganza.

Edgar Lee Masters



Ollie McGee 

HAVE you seen walking through the village
A man with downcast eyes and haggard face?
That is my husband who, by secret cruelty
Never to be told, robbed me of my youth and my beauty;
Till at last, wrinkled and with yellow teeth,
And with broken pride and shameful humility,
I sank into the grave.
But what think you gnaws at my husband’s heart?
The face of what I was, the face of what he made me!
These are driving him to the place where I lie.
In death, therefore, I am avenged.

Edgar Lee Masters


[Poemas de la Spoon River Anthology que he traducido y colgado aquí anteriormente: Hare DrummerFrank DrummerHarry WilmansWalter SimmonsCassius HuefferLucinda MatlockBenjamin Pantierla Sra. Pantier]

Tuesday, July 7, 2009

Hemingway: Cada día era una fiesta


Esta semana salió a la venta una nueva edición de A Moveable Feast (París era una fiesta). La edición original es de 1964 y estuvo a cargo de Mary Hemingway, la cuarta esposa y viuda definitiva del escritor. La nueva edición está a cargo de Séan Hemingway, nieto de Ernest a través de su segunda esposa, Pauline.
Cuando leí el artículo de Christopher Hitchens en el número de junio de The Atlantic pensé que la nueva edición era una manera elegante del nieto para hacer unos dólares más con el abuelo. (Corren tiempos muy duros.) Después de leer el artículo de Motoko Rich en el Times del domingo anterior, quedé convencido de que se trataba de un serio esfuerzo editorial. Lamentablemente, a leer el fragmento de la nueva edición publicado por el Times en Internet y compararlo con la edición de 1964, ya no estoy muy seguro de nada. Es lo que pasa siempre cuando uno trata de saber verdaderamente de algo.
Según Hitchens la nueva edición contienen un fragmento “encantador” sobre la relación de Hemingway con su primogénito y un análisis del comercio horizontal de Ernest y Hadley. Rich por su parte pone más insistencia —aunque Hitchens también lo menciona— en que la nueva edición es una reparación del daño supuestamente causado por Mary Hemingway en la edición original con la intención de disminuir la importancia de Hadley en la vida de Papa.
Para salir de dudas, decidí comparar el fragmento publicado en el Times con la edición del 64 y fui destacando en rojo los pedazos “nuevos”. Pensando en los tres lectores de este blog, pero pensando sobre todo en mi propio divertimento, decidí entonces traducir todo el fragmento y colgarlo para que cada quien juzgue por sí mismo. He tratado de ser lo más fiel posible a un texto a ratos ambiguo y por momentos, y quizás a propósito, desaliñado. Si se consulta la traducción de Aitana Alberti León, la hija de Rafael Alberti, que se publicó en Cuba en 1988, se nota que en aras de la claridad, la traductora fuerza algunas oraciones del original para que revelen su significado. He tratado de dejar mi traducción tan ambigua como el texto en inglés.
De cualquier manera me compraría el libro, sin tener que creerme la publicidad disfrazada de crítica de Hitchens y Rich. Lo mismo sucederá a muchos otros, y no se debe exclusivamente a la curiosidad morbosa o el snobismo. No es infrecuente que las obras póstumas muestren resquicios cojos de la obra de un autor. No es el caso de A Moveable Feast. Aunque es un libro menor, y en el que lector debe cargar con la tendencia hemingwayana a la auto conmiseración y la egolatría pueril, el autor nos muestra retratos excepcionales de algunos famosos contemporáneos, siendo quizás el mejor de ellos el retrato involuntario que hace de sí mismo.
Las sáficas desavenencias hogareñas de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, el vocabulario soez con que pelean y las relaciones que establecían con los escritores en cierne son el mejor contrapeso para la lectura posterior (en mi caso) de ese libro exquisito y egolátrico que es The Autobiography of Alice B. Toklas. Esa persona/personaje por cuya boca Gertrude se llama a sí misma “genio” es, en el libro de Hemingway, una fierecilla diminuta, pero indomable y sádica.
El retrato de Scott Fitzgerald, que es el más desalmado de todos los del libro, nos revela mejor la envidia hemingwayana que cualquiera de las proverbiales faltas de Scottie. El alcoholismo, Zelda posesa y posesiva, la cortedad del miembro viril, la prostitución del talento: nada se le queda a Papa Hemingway en el tintero a la hora de presentarnos al “hermoso y maldito” Fitzgerald. No he leído ninguna crónica confiable sobre las dimensiones priápicas de EH, pero asombra que Ernestito se atreviera a criticar a nadie por sus problemas con el alcohol o las esposas. [De la cuarta acusación, la degeneración del talento, espero hablar en otra filípica.] Cuando uno regresa luego a The Beautiful and Damned, Tender Is the Night o The Great Gatsby, se pregunta cuál de aquellos defectos imperdonables hizo que los personajes fallidos y cobardes de Fitzgerald sean a la larga más creíbles —queribles— que los héroes mayestáticos del Dios de Bronce.
Ezra Pound es quien mejor sale en la foto. EH describe su generosidad multitudinaria, la acumulación de cultura más monstruosa desde Pico della Mirandola, su olfato para el talento en cierne, sus Cantos que definen el rumbo de la poesía inglesa posterior. Esos elogios, por supuesto, vienen salpicados con las burlas a su ineptitud para aprender a boxear o tocar el fagot y su admiración por pintores japoneses que EH detestaba. Pero antes escribe las palabras más bellas y más justas que se hayan dicho sobre Pound:  “Ezra era más bueno que yo, y miraba más cristianamente a la gente. Lo que él escribía era tan perfecto cuando se le daba bien, era tan sincero en sus errores, estaba tan enamorado de sus teorías falsas, y era tan bondadoso con la gente, que yo siempre lo tuve por una especie de santo”.
Sin mencionar el antisemitismo de Pound ni su admiración por el fascismo italiano y su compromiso con el régimen, EH mete de contrabando esas dos frases absolutorias para su amigo y maestro: “era tan sincero en sus errores, estaba tan enamorado de sus teorías falsas”. Y sin embargo, esa capacidad de perdón para los errores de il miglior fabbro, ¿no sería una penitencia por su escasa fidelidad a Pound durante los años de su prisión hospitalaria en St. Elizabeth?
El fragmento que traduje es el final del libro y trata del fin del primer matrimonio de EH. Es un relato primario y sencillo, y la vez agudo y lacerante, del final del amor. La repetición constante, la ausencia de comas, las oraciones imperfectas, ¿revelan que faltaba una buena edición o que EH prefirió que la prosa imprecisa por una vez nos dejara entrever la emoción que vencía a la destreza artesanal que lo hizo famoso? No lo sé, pero en este y otros ejemplos A Moveable Feast nos presenta el bisturí de EH haciendo la taxidermia a sus amigos de carne y hueso y de sí mismo en lugar de a los personajes de su imaginación. Y a ratos se puede ver y oler la sangre.
Por esas y otras tantas razones, A Moveable Feast es una lectura que sacia nuestra curiosidad más morbosa al tiempo que nos sugiere mil preguntas. Los escritores que se toman en serio, cuando nos quieren hacer pensar, tratan temas elevados y escabrosos que salpican con citas irreprochables. Hemingway conseguía lo mismo describiendo el sabor de un daiquirí, la manera en que su gato se comía un mango o el mal aliento de Ford Madox Ford, con las oraciones mejor escritas que uno le pueda pedir a nadie. Funny, isn’t it?

El pez piloto y los ricos

[Traducción de un fragmento de la edición restaurada de A Moveable Feast de Ernest Hemingway.]
El primer año en Vorarlberg fue el año de la inocencia. El segundo año, el de las avalanchas y la muerte, fue un año muy diferente, y ya empezabas a conocer bien a la gente y los lugares. A alguna gente las conocías demasiado bien, y te ibas aprendiendo los lugares para sobrevivir y por placer. El último año fue una pesadilla y un año asesino disfrazado de la mejor diversión del mundo. Fue el año en que se aparecieron los ricos.
Los ricos siempre tienen una especie de pez piloto que los precede, a veces es medio sordo y a veces medio ciego, pero siempre va husmeando afablemente y con mucha timidez antes que lleguen ellos. El pez piloto dice cosas como: "Bueno… no sé. Por supuesto que no, claro. Pero me caen bien. Los dos me caen bien. Sí, por Dios, Hem; me caen muy bien. Te entiendo (risita) pero de veras me caen de maravillas y hay ella tiene un encanto del carajo". (La llama por su nombre y lo pronuncia afectuosamente.) “No, Hem, no seas tonto y no te pongas pesado. De verdad los quiero. A los dos, te lo juro. Él te va a caer bien (lo nombra por su apodo de niño) cuando lo conozcas. Los dos me encantan, te lo digo en serio”.
Y entonces tienes a los ricos ahí y ya nada es ni volverá a ser jamás como antes. El pez piloto se va, por supuesto. Siempre está yendo a algún lugar, o regresando de Dios sabe dónde, y nunca se queda mucho tiempo… Se mete en política o en el teatro y lo deja de la misma manera que entra y sale de los países y que se mete en la vida de los demás cuando está empezando su carrera. Nunca lo pescan, ni los ricos lo pescan. Nada ni nadie puede pescarlo jamás y sólo los que se fían de él son a los que atrapan y matan. Él tiene el entrenamiento precoz e insustituible del hijo de puta y un amor por el dinero latente y reprimido por mucho tiempo. Termina siendo rico, moviéndose el ancho de un dólar a la derecha por cada dólar que gana.
Aquellos ricos lo querían y confiaban en él porque era tímido, cómico, elusivo, predecible, y como era un pez piloto infalible sabían que, a pesar de su sinceridad de entonces, sus opiniones políticas eran una farsa pasajera y que él era uno de ellos, aunque él mismo no lo supiera aún.
Cuando dos personas se quieren y son felices, y ambos o uno de los dos está trabajando en su obra y le va bien, la gente se siente atraída hacia ellos con la misma fuerza que la luz de un faro atrae a las aves migratorias en medio de la noche. Si esas dos personas tuvieran la experiencia o la solidez del faro, nadie estaría en peligro, excepto los pájaros. Los que atraen a otros por su felicidad o su talento casi siempre son inexpertos, pero en seguida aprenden a evitar ser subyugados y a escapar. Pero aún no saben nada sobre los buenos, los atractivos, los encantadores, los generosos, los comprensivos ricos que no tienen malas cualidades y que le dan a cada día la gracia de un jolgorio y que, después de pasar y devorar cuanto necesitan, lo dejan todo más muerto que la raíz de cualquier hierba jamás arrasada por los cascos de los caballos de Atila.
Ese año los ricos llegaron guiados por el pez piloto. El año anterior jamás se hubiesen aparecido. No tenían certeza de nada. El trabajo iba bien y la felicidad era aun mayor, pero aún no se había publicado ninguna novela, por eso los ricos no estaban seguros de nada. Ellos nunca desperdiciarían su tiempo ni sus encantos en algo que no fuese seguro. ¿Para qué? Picasso era algo seguro y por supuesto que lo era mucho antes de que ellos supieran nada de pintura. Y estaban muy seguros de otro pintor. De muchos otros. Pero éste era el que les gustaba. Era muy bueno, si te gustaba lo que hacía, y no era ningún idiota. Pero este año se sentían seguros gracias al pez piloto, que vino también para que no pensáramos que eran unos intrusos y para que yo fuera amable con ellos. El pez piloto era amigo nuestro, por supuesto.
Me espanta recordar esa época. Entonces yo confiaba en el pez piloto tan ciegamente como en las Instrucciones Hidrográficas de Navegación del Mediterráneo, digamos, o en las tablas del Almanaque Náutico Brown. El encanto de esos ricos me hacía tan confiado y estúpido como un perro de caza dispuesto a salir con cualquiera que tenga una escopeta o un cerdo amaestrado que finalmente encuentra alguien en el circo que lo ama y lo aprecia sólo por ser quien es. La idea de que cada día debía ser una fiesta me pareció un descubrimiento fabuloso. Incluso les leí en voz alta la parte de la novela que había revisado, que es lo más abyecto que puede hacer un escritor y algo mucho más peligroso para su carrera que escalar por un glaciar sin cuerdas antes de que la nieve del invierno se haya congelado sobre los riscos.
Cuando me decían, “Genial, Ernest. Es realmente genial. Tú mismo no te das cuenta de lo genial que es”, yo meneaba la cola con placer y me zambullía en su concepto de la vida como una fiesta diaria tratando de traer un palito que les gustara a mis amos en lugar de pensar, “Si les gusta a estos hijos de puta, algo malo debo estar haciendo”. Eso es lo que habría pensado si hubiese sido un profesional, pero si entonces me hubiese portado como un profesional, jamás les habría leído la novela en primer lugar.
Fue un invierno horroroso. Antes de que los ricos llegaran ya se nos había infiltrado otro rico con la trampa más antigua que pudiera existir. Consiste en hacer que una joven soltera se convierta por un tiempo en la mejor amiga de otra mujer joven y casada, se vaya a vivir con el esposo y la esposa y entonces, sin darse cuenta, inocente e implacablemente se dé a la tarea de tratar de casarse con el esposo. Si el esposo es un escritor que está en medio de un libro difícil, al que le dedica todo el tiempo, y no está con su esposa ni comparte con ella la mayor parte del día, la situación tiene sus ventajas, hasta que te das cuenta de cómo va a acabar. Cuando termina de trabajar, el escritor tiene dos mujeres atractivas en su casa. Una es nueva y desconocida y si tiene mala suerte, el escritor termina enamorándose de las dos. Y al final la más implacable gana.
Suena muy tonto, pero amar realmente a dos mujeres al mismo tiempo, amarlas de verdad, es lo más destructivo y terrible que le puede pasar a un hombre cuando la soltera decide casarse. La esposa no lo sabe y confía en su marido. Han vivido juntos tiempos difíciles y los unen esos recuerdos, y se han amado y ella finalmente ha llegado a confiar completamente en su esposo. La otra te dice que no puedes amarla realmente si amas a tu esposa también. No lo dice al principio. Eso viene después, cuando se ha consumado el crimen. Eso viene cuando tú ya le estás mintiendo a todo el mundo y de lo único que estás seguro es de que realmente amas a dos mujeres. Esa es la época en que haces cosas imposibles, y cuando estás con una la amas y cuando estás con la otra la amas y juntas las amas a las dos. Traicionas todas las promesas y haces todas aquellas cosas que sabías que jamás serías capaz de hacer ni querrías hacer. Y la más implacable gana. Pero al final la vencida es la que gana y esa es la dicha más grande que jamás tuve. Así fue el último invierno. Y eso es lo que recuerdo de esos meses.
Lo han compartido todo, jamás se aburren cuando están juntos y tienen algo que es indestructible. Aman a su hijo y aman París, España, algunos lugares de Suiza, los Dolomitas y Vorarlberg. Aman su obra, y ella ha sacrificado la suya por él y jamás se lo echó en cara.
Y entonces, en lugar de ellos dos y el niño, hay tres en casa. Al principio es maravilloso y divertido y todo continúa así por un tiempo. Para que algo sea realmente perverso tiene que brotar de la inocencia. Vives al día y disfrutas lo que tienes y no te preocupas de nada. Las amas a las dos y mientes y te repugna y te destruye y cada día se hace más peligroso y trabajas más duro y cuando terminas de trabajar sabes que lo que está sucediendo es imposible de mantener, pero sigues viviendo día a día como en la guerra. Todo el mundo sigue siendo feliz excepto tú cuando te despiertas en medio de la noche. Ahora las quieres a las dos y estás perdido. Todo está partido en dos en tu interior y ahora amas a dos personas en lugar de una.
Cuando estás con una la quieres a ella y a la otra que no está contigo también. Cuando estás con la otra la quieres y quieres también a la que no está contigo entonces. Cuando estás con las dos las quieres a las dos y lo más extraño es que te sientes feliz. Pero al poco tiempo la nueva ya no es feliz porque se da cuenta de que tú las quieres a las dos, aunque ella por el momento se conforme con eso. Cuando estás a solas con ella se da cuenta de que la amas y cree que cuando alguien ama a alguien, ninguno de los dos puede amar a nadie más y tú nunca hablas de la otra para ayudarla y ayudarte a ti mismo aunque a ti ya no hay nada que pueda servirte de ayuda. Tú nunca sabes y a lo mejor ella no lo sabía cuando tomó la decisión, pero a mitad del invierno comenzó a acariciar constante e implacablemente la idea de casarse; sin jamás romper su amistad con tu mujer, sin perder su ventaja, manteniendo siempre una apariencia de absoluta inocencia, yéndose de vez en cuando premeditadamente, pero sólo por el tiempo necesario para que la extrañaras hasta la desesperación.
El invierno de las avalanchas había sido como un feliz día de la infancia comparado con el último invierno.
La muchacha nueva y desconocida que ahora era dueña de la mitad de ti una vez que decidió casarse —no podrías decir que decidió destruir tu matrimonio porque eso era sólo un paso necesario, un paso desagradable, pero no un fin en sí mismo, probablemente un detalle inadvertido o que había evitado considerar al pensar en el asunto— cometió un solo error grave. No consideró el poder demoledor del remordimiento.
Fue necesario que me ausentara de Schruns y fuera a New York para poner en claro con quién publicaría mi obra después del libro de cuentos. Fue un invierno duro en la zona norte del Atlántico y en New York la nieve llegaba a la rodilla y cuando regresé a París debí haber tomado el primer tren que saliera de la Gare de l'Est para Austria. Pero la muchacha de la que estaba enamorado estaba en París ahora, desde donde continuaba escribiéndose con mi mujer, y lo que hicimos entonces, adonde fuimos, y la increíble, desgarradora, brutal felicidad de todo lo que hicimos, el egoísmo y la traición que consumábamos, me producían tal felicidad, una felicidad tan terrible e imposible de matar, que provocó el más negro remordimiento y horror del pecado, pero no el arrepentimiento, sólo un remordimiento horrible.
Cuando vi a mi mujer de nuevo parada en el andén mientras el tren se acercaba entre los troncos apilados junto a la estación, deseé haber muerto antes que haberme enamorado jamás de ninguna otra mujer. Me esperaba sonriendo, con su cara preciosa bronceada por la nieve y el sol, perfectamente delineada, su pelo dorado rojizo bajo el sol, más bello e indomable que antes del invierno, y Mr. Bumby esperándome con ella, rubio y gordito, con las mejillas coloradas por el frío con un niño bueno de Vorarlberg.
—Oh, Tatie —me dijo cuando la abracé — que bueno que ya regreste y que todo haya salido tan bien. Te amo tanto, y te hemos extrañado tanto.
Y yo la amaba y no amaba a nadie más, y tuvimos una temporada mágica y encantadora mientras estuvimos solos. Yo escribía y el trabajo iba bien, y hacíamos grandes excursiones, y no fue hasta que volvimos de las montañas a París a fines de la primavera que lo otro comenzó de nuevo. El remordimiento fue bueno y útil, y con un poco de suerte, y si yo hubiese sido un mejor hombre, me hubiese podido salvar para terminar quizás en algo peor, en lugar de convertirse en mi constante y fiel compañero por los tres años siguientes.
Quizás los ricos era buenos y el pez piloto era mi amigo. Lo cierto era que los ricos nunca hacían nada con un fin determinado. En ese entonces coleccionaban personas de la misma manera que algunos coleccionan cuadros y otros crían caballos, y lo único que hicieron fue apoyarme en cada una de las crueles y nefastas decisiones que tomé, y todas las decisiones parecían tan inevitables y lógicas y buenas, aunque todo aquello era el resultado de vivir en la mentira. No era que todas las decisiones fueran malas, es que todas resultaron desastrosas al final a causa de la misma falta de carácter que me llevó a tomarlas. Si conspiras con una persona para traicionar y engañar a otra, más tarde lo volverás a hacer. Si una persona es capaz de hacértelo a ti una vez, otra lo hará también. Yo había odiado a aquellos ricos porque me habían apoyado y animado cuando lo que estaba haciendo era imperdonable. ¿Pero cómo podían ellos saberlo y saber que todo acabaría mal cuando jamás conocieron todos los detalles? No era culpa suya. Su única culpa era meterse en la vida de la gente. Les traían mala suerte a la gente, pero atraían sobre ellos mismos una suerte aún peor, y vivieron para tener toda su mala suerte hasta el peor final que toda la mala suerte del mundo podía deparar.
Que la muchacha traicionara a su amiga había sido algo horrible, pero fue culpa mía y de mi ceguera que algo así no me repugnara. Me metí en aquel lío y me enamoré, por eso acepté la culpa de lo que pasó y me resigné a vivir con el remordimiento.
El remordimiento nunca me dejó tranquilo, ni de día ni de noche, hasta que mi esposa se casó con un hombre mucho mejor de lo que yo había sido o podría llegar a ser jamás y supe que ella era feliz.
Pero ese invierno, antes de que me diera cuenta de que regresaría a la maldad, pasamos una temporada encantadora en Schruns y recuerdo todos los detalles de aquellos días y la llegada de la primavera en las montañas y cómo mi esposa y yo nos amábamos y confiábamos uno en otro y lo feliz que estábamos de que se hubiesen ido los ricos y cómo llegué a creer que habíamos vuelto a ser invulnerables. Pero no éramos invulnerables y ese fue el final de la primera época en París, y París nunca fue lo mismo aunque siempre siguió siendo París y tú ibas cambiando con la ciudad. Nunca más regresamos a Vorarlberg, ni tampoco regresaron los ricos. Creo que ni siquiera el pez piloto regresó por allí. Tenía otros lugares que descubrir para los ricos y finalmente él se hizo rico también. Pero antes recibió su dosis de mala suerte, y la suya fue peor que la de nadie.
Ya nadie escala en esquíes y casi todo el mundo se rompe las piernas pero quizás en el fondo sea más llevadero romperte las piernas que romperte el corazón aunque dicen que ahora todo se rompe y que a veces, después de la fractura, muchos descubren que tienen más fuertes los órganos que un día se quebraron. No estoy seguro de eso, pero así era París al principio, cuando éramos muy pobres y muy felices.
From A MOVEABLE FEAST: The Restored Edition by Ernest Hemingway.