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Friday, September 25, 2009

Una perla de Cucu Diamantes

Según Cucu Diamantes, hay 98 países que no tienen relaciones comerciales con Cuba. (http://www.cubaencuentro.com/es/cultura/noticias/cucu-diamantes-hay-un-bloqueo-de-98-paises-contra-cuba-213160)

De acuerdo con el periódico oficial cubano Trabajadores, Cuba tiene relaciones comerciales con 176 países (
http://www.trabajadores.cu/news/cuba-mantiene-relaciones-comerciales-con-176-paises).

De acuerdo con Wikipedia, las Naciones Unidas tienen 192 países miembros. (
http://es.wikipedia.org/wiki/Organización_de_las_Naciones_Unidas#Estados_miembros)

Según la aritmética tradicional 192 – 176 = 16 y
98 – 16 = 82.

Conclusión: ¡Cucu conoce 82 países que el resto de los seres humanos desconocemos! Ella, como Colón, podía reclamar para sí el título de "descubridora de un mundo nuevo".

Tuesday, September 15, 2009

Otro once de septiembre

El pasado viernes —11 de septiembre—, hizo un día perfecto: lluvia, viento, cielos encapotados. Era ideal: su grisura podía ayudarnos a olvidar aquella mañana filmada en technicolor, sin una nube en el cielo azul de la inocencia, del 11 de septiembre de 2001 en New York. De todos modos, amanecí con las imágenes del horror brincando en mi cabeza.

A las cinco de la tarde, como en el poema de Lorca, entré en Penn Station con dos amigos que cenarían esa noche en casa, y decidimos esperar el tren en el refugio de Starbucks. Estábamos a mitad del café cuando se acercó a la mesa una muchacha que, después de pedir permiso con exacta cortesía, me contó que regresaba inmediatamente a Seattle y que quería regalarme una tarjeta Metrocard para el subte en la que aun tenía “ten bucks” que ya no podría usar.

Cuando un desconocido se te acerca en New York para contarte que regresa a Seattle generalmente no es para regalarte una Metrocard con diez dólares sobrantes. Lo usual es que te diga que acaban de robarle la billetera y necesita diez dólares para llegar hasta la casa de un primo de Connecticut que le volverá a comprar el pasaje. La escena se repite con regularidad tres o cuatro veces al año. Temiendo parecer demasiado imbécil o excesivamente desalmado, generalmente adopto la solución salomónica de darle cinco dólares al sujeto.

Me quedé pues mirando a la muchacha, que exhibía esa belleza ingenua que uno espera hallar en todas las jóvenes de Seattle, y me pregunté si no sería una estrategia de mercadeo de Starbucks. Incapaz de decidir si la chica me estaba tomando el pelo, le propuse que le regalara la tarjeta del subte a mis amigos, visitantes floridanos en la Gran Manzana. (Excelente estrategia: dejar que mis amigos se arriesgaran a quedar como tontos evitando yo la descortesía del rechazo.) Ellos inmediatamente rechazaron la oferta, pues regresaban al día siguiente. Acepté pues la tarjeta, di las gracias, la puse en la billetera y me olvidé del asunto.

Esa noche, después de la cena y la sobremesa de cubanías, llevé a mis amigos a su hotel en el Alto Manhattan. Al regreso tomé por la calle 125, “Martin Luther King Boulevar”, en el corazón de Harlem. Parado a medianoche en el semáforo del Apollo Theater, me sorprendió el aire pequeñoburgués que Harlem ha adquirido en los últimos años. Hubiese podido imaginar que estaba en un soñoliento barrio de Seattle. Subí después al Triboro Bridge y tuve una vez más, delante de mí, la vista de Manhattan en la noche, que es el paisaje que añoro tener en mi ventana del Paraíso.

Recordé entonces una madrugada semejante ocho años atrás. Había ido a SoHo a encontrarme con mi hermana que acababa de llegar por primera vez a New York, después de tres años sin vernos. Salimos de la ciudad por el Puente de la Calle 59 que cantan Simon & Garfunkel. Eran las tres de la mañana del 11 de septiembre de 2001. Le dije a mi hermana que para mí, aquella ballena de luz flotando en mar ciego de la noche era la mejor metáfora del cielo. Le expliqué que el espectáculo nunca perdía su hechizo, no importa cuántas veces los hayas contemplado. Siete horas después aquel milagro de la voluntad había sido salvajemente modificado por el odio. Este viernes, mientras manejaba, rememoraba aquella noche de 2001. Pero mirando a Manhattan quedé otra vez seducido por ese esplendor que de algún modo sigue intacto.

Hoy en la mañana, camino a la oficina, abrí mi billetera para subir al metro y encontré la tarjeta que había olvidado durante el fin de semana. No sin sobresalto la saqué y la hice deslizarse por la ranura de la entrada. Funcionó como un encantamiento. Tenía once dólares con cincuenta centavos, regalados por una bella muchacha de la que nunca sabré el nombre. Y que a su vez jamás sabrá el tesoro que me entregó. Uno no espera "la bondad de los desconocidos", como Blanche Dubois, y menos en una fecha tan aciaga. Ojalá que su viaje a Seattle haya sido más placentero que un paseo en una alfombra mágica.