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Wednesday, December 26, 2012

Edgar Lee Masters en La Habana

Este artículo se publicó originalmente en 13 de diciembre de 2012 en el blog Penúltimos Días.


Carta de Edgar Lee Masters a su padre, Hardin Wallace Masters, del 22 de febrero de 1905. 

Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois





Oh yes, the Cuban business started me.

“They’d Never Know Me Now”
Edgar Lee Masters, 1919

Pronto se cumplirá un siglo. En mayo de 1914, el Reedy’s Mirror, un modesto semanario de St. Louis, Missouri, comenzó a publicar cada domingo unos poemas en verso libre, al estilo de los epitafios de la Antología griega, firmados por un poeta que nadie conocía: Webster Ford. Su impacto fue tan inesperado como instantáneo. Muy pronto, numerosos periódicos comenzaron a reproducirlos. En noviembre, a instancias de sus curiosos lectores, William Marion Reedy, director del Mirror, reveló que Webster Ford era el pseudónimo literario de un exitoso abogado de 46 años, residente en Chicago: Edgar Lee Masters.

En la edición de enero de 1915 de The Egoist, desde Londres, Ezra Pound dio su veredicto: “¡Al fin! Al fin América ha descubierto un poeta. Al fin el Oeste ha producido un poeta con la fuerza necesaria para enfrentar ese clima, capaz de describir su entorno directamente, sin frases altisonantes y vacías. […] Capaz de describir Spoon River como Villon describió el París de 1460”.[1] Tres meses después se publicaron los epitafios en forma de libro. Sería el libro de versos de un autor americano más vendido de toda la historia, si hemos de creer a Masters.[2] La Spoon River Anthology daría un vuelco a la vida de su autor, y a la poesía norteamericana.

Probablemente nada de eso habría sucedido si el USS Maine no se hubiera convertido en una orgía de fuegos artificiales en la bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898.


Un antiimperialismo sui generis

A fines de la década de 1890, Edgar Lee Masters no era conocido como poeta, sino como uno de los líderes del Partido Demócrata de Illinois.[3] En esa época cultivaba una estrecha amistad con William Jennings Bryan, el joven populista que había perdido ante McKinley las elecciones presidenciales de 1896 (y que volvería a ser derrotado en 1900 y en 1908). Aunque Bryan había apoyado la guerra contra España, se oponía fervientemente a la anexión de Cuba y Filipinas.[4] Masters también sostenía con fervor esa opinión, y era miembro de la Liga Antiimperialista de Estados Unidos, donde militaban intelectuales como Mark Twain y Henry James. En artículos y ensayos publicados alrededor de 1900 —que reuniría más tarde en un libro [5]—, Masters condenó la tendencia imperial de la política norteamericana y puso en duda la constitucionalidad de la expansión americana allende los mares.

El antiimperialismo de Masters, sin embargo, partía de una peculiar visión de la historia de los Estados Unidos, según la cual la Guerra Civil y la Guerra Hispano-Estadounidense —así como la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial años después— formaban parte de una misma tendencia: la creciente arrogancia del poder de Washington en detrimento de la república jeffersoniana que Masters exaltaría en la Spoon River Anthology.[6] Desde esa visión, la derrota de Douglas ante Lincoln en 1860 y las derrotas de Bryan ante McKinley en 1896 y 1900, habían sido sucesos nefastos para el destino de la nación.

Tras la tercera derrota de Bryan en 1908, Masters se apartó de la política activa para dedicarse a su bufete de abogados. Le fue bien: para 1914 tenía ingresos de unos $20.000 (más de $300.000 al año en dólares de 2012). Pero en 1913 recogería la tempestad de aquellos vientos sembrados una década antes. Tras la elección del demócrata Woodrow Wilson, Bryan propuso a Masters para juez de la Corte Federal de Apelaciones de Chicago. Masters hizo campaña activa por el puesto, y consiguió el apoyo de los jueces de la Corte Suprema de Illinois y de los congresistas federales del estado. Soñaba con los beneficios de la justicia federal: un excelente salario sin las presiones y las largas horas del bufete. Allí, le había asegurado su amigo el juez Landis, tendría tiempo suficiente para “escribir opiniones legales con una mano y poesía con la otra”.[7]

Tras meses de gestiones, cartas al presidente Wilson y falsas esperanzas, el puesto le fue otorgado a otro abogado. Masters rumió largamente las causas de su fracaso. “Yo tenía fama de ser un radical”, diría más tarde para explicarlo, refiriéndose a sus escritos sobre la Guerra Hispano-Estadounidense.[8] Sin ese fracaso, sin embargo, quizás nunca habría escrito el libro por el que hoy se le recuerda. Como diría en su autobiografía, “nombraron a un hombre de unos cincuenta y cinco años, y yo quedé fuera del asunto y libre para escribir Spoon River. […] Sin dudas, hubiese sido inapropiado para un juez federal haber escrito algunos de los textos de Spoon River”.


Spoon River Anthology

El mejor ejemplo de esos textos “inapropiados para un juez federal” quizás sea “Harry Wilmans”, uno de los poemas más espléndidos de la Spoon River Anthology. En ese epitafio el poeta regresa a su antigua pasión antiimperialista. Según el propio Masters, en el poema se yuxtaponen dos anécdotas y dos guerras: la de Cuba y la de Filipinas. Cuenta en su autobiografía que un día, estando en el cementerio de Lewistown (donde están enterrados muchos de los personajes que describe en los epitafios), escuchó las campanas de las iglesias tocar a rebato y fue hacia el pueblo a averiguar lo que sucedía. “Corrimos hasta la plaza: nos dijeron que se había declarado la guerra contra España; y allí estaba mi padre sobre una caja de embalaje dando un discurso, incitando a los jóvenes para que se enlistaran y fueran a liberar a Cuba del despotismo y la superstición”. La segunda parte del poema recrea el relato que le hizo un soldado que había participado en la invasión de las Filipinas.[9] Esta es mi traducción del poema:


   Harry Wilmans

   Yo acababa de cumplir los veintiuno,
   y Henry Phipps, el director de la escuela dominical,
   dio un discurso en la Ópera de Bindle.
   “El honor de la bandera hay que defenderlo”, dijo,
   “No importa si lo afrenta una tribu de bárbaros tagalos
   o la primera potencia europea”.
   Y nosotros vitoreamos y aplaudimos el discurso y la bandera, 
   él saludaba con la mano mientras nos hablaba.
   Y me fui a la guerra a pesar de los ruegos de mi padre,
   y seguí la bandera hasta que la vi izarse
   junto a nuestro campamento en un campo de arroz cerca de Manila,
   y todos vitoreamos y aplaudimos la bandera.
   Pero había allí moscas y alimañas venenosas;
   y aquella agua letal,
   y el calor inmisericorde,
   y la pútrida comida nauseabunda;
   y el olor de la trinchera que estaba tras las tiendas
   donde los soldados iban a vaciar sus tripas;
   y aquellas putas que nos seguían los pasos, rebosantes de sífilis;
   y los actos abominables de unos con otros o a solas,
   y los abusos, el odio, la degradación entre nosotros,
   y días para aborrecer y noches de espanto
   hasta el instante de la carga a través del pantano humeante,
   siguiendo la bandera,
   hasta caer aullando con una bala en las entrañas.
   ¡Ahora hay una bandera sobre mí en Spoon River!
   ¡Una bandera! ¡Una bandera!

Edgar Lee Masters llega a La Habana

En la biografía de Masters escrita por Herbert K. Russell hay un párrafo donde se enumeran lugares visitados por Masters, y entre ellos se menciona “Cuba”, sin más detalles. Pensé que se trataba del pueblo de Illinois que está en el mismo condado que Lewistown. Fue una intuición prudente pero errónea: Edgar Lee Masters en realidad había visitado la siempre fiel isla de Cuba. Siguiendo la pista que da Russell en las notas de la biografía, comencé a importunar a los amables archiveros de la Edgar Lee Masters Collection en Knox College,[10] la universidad que alguna vez tuvo entre sus alumnos al poeta, para que me ayudaran en mi búsqueda.

Poco después me confirmaron que tenían una carta del 22 de febrero de 1905 donde se mencionaba a Cuba, y dos días después recibí el facsímil prometido. Mientras lo abría pensé que a lo mejor todo era un malentendido. No lo era. La referencia a su viaje en la carta es breve, pero no insignificante. Dice Masters:


   Querido padre:
   Llegué de Cuba el viernes en la noche, tras sufrir retrasos en el barco 
   y en el tren. Tuvimos una tempestuosa travesía en el Golfo, con
   fuertes vientos y olas encrespadas.

   Cuba resultó ser como me la habían pintado. Si hubiese podido 
   quedarme allí dos semanas, sería un hombre nuevo. De todos modos,
   me sentí distinto tras cuatro días de estancia.

   […]
   Tu hijo
   Lee

¿En qué clase de hombre esperaría Masters convertirse tras dos semanas en la isla? En las notas de su biografía, Herbert Russell indica que no se sabe nada de ese viaje. Pero sería extraño, pensé, que un escritor tan prolífico, con más de cincuenta libros publicados y miles de cartas en los archivos de varias universidades, no hubiese dicho nada más de esa visita.



Carta de Edgar Lee Masters a su padre, del 22 de febrero de 1905, donde describe su visita a La Habana. Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois.

La mediocridad de muchos de sus libros le da un sabor de infinito a la vasta obra de Masters. A veces se tiene la impresión de que escribir todos esos tomos desangelados fue el precio fáustico que le tocó pagar por aquella temporada de 1914 y 1915, en la que se le permitió tomar dictado de los ángeles. Con resignación de beduino, comencé a buscar el rastro de Cuba en sus páginas más áridas.


Finalmente hallé una pista. La novela Children of the Market Place relata las aventuras de James Miles, un alter ego del autor, que conoce y se vuelve un ferviente partidario de Stephen Douglas, el rival de Lincoln admirado por Masters. La historia parece una recreación de la amistad de Masters con William Jennings Bryan. En la novela, James Miles, protagonista y narrador, se entera de que poco después de derrotar a Lincoln en la campaña de 1858 para el Senado, Douglas se va a recorrer los estados del Sur y visitar Cuba, lo cual es históricamente cierto. En la novela, James Miles decide ir con su esposa a La Habana para encontrarse allí con Douglas. Al llegar, se entera de que este se ha ido a visitar las cuevas de Bellamar. Miles y su esposa pasan tres días en La Habana esperando por el senador, sin mucho que hacer. Es fácil suponer que el relato de esos días en la novela —breve, soso— debe estar basado en la visita del propio Masters a La Habana en 1905
.


La ciudad se veía tan radiante bajo aquel sol dorado, y el aire era tan propicio, que decidí dedicar aquellas horas maravillosas a conocerla.

La Habana era tan desconocida para mí como para Dorothy. Era una ciudad española, por lo que no se parecía a Londres ni a ninguna otra ciudad inglesa. Tuve la impresión de que era del tamaño de Nueva York en 1833. Pasamos tres días recorriendo en coche el Paseo de Paula, el Malecón, el Prado bordeado de laureles, con sus elegantes casonas y clubes. Visitamos los parques, la Bolsa, las iglesias antiguas, el arsenal, el castillo de La Fuerza, construido por De Soto, las viejas plazas de Colón y Tacón, el Palacio; y vimos en la Catedral el medallón que identifica el sitio donde se colocaron los restos de Colón cuando los trajeron de Santo Domingo en 1796. Íbamos a cenar a los cafés y a los hoteles, fuimos al teatro y salíamos a caminar, cuando Dorothy se sentía con fuerzas, por los parques o a lo largo del muro que bordea el mar desde la Punta.[11]


Es difícil pensar que esa visita que describe pudiera cambiar a nadie. Algo más debió ver o vivir Edgar Lee Masters en La Habana para decir lo que afirma en la carta a su padre. Sea como fuese, al entrar en la bahía de La Habana, Masters tuvo que haber visto algo que de seguro no vio Douglas en 1858: los restos del Maine, un montón de chatarra tenebrosa que se asomaba aún sobre las aguas. No sabía entonces que aquel naufragio de pólvora, que para él representaba el fin de la república jeffersoniana, de alguna manera lo liberaría diez años más tarde para poder cantarla en la Antología de Spoon River.



Notas:

[1] The Letters of Ezra Pound to Margaret Anderson, página 59. New Directions, New York. 1988

[2] “The genesis of Spoon River”. Edgar Lee Masters.
The American Mercury, enero de 1933, páginas 38-55.

[3] Su nombre y biografía aparecen incluidos en el libro
Prominent Democrats of Illinois. Biographical Sketches Of Well Known Democratic Leaders. Democrat Publishing Co., Chicago. 1899.

[4]
Speeches of William Jennings Bryan, Volumen 2. Funk and Wagnalls. New York. 1913. El discurso pronunciado por Bryant en la Convención Demócrata de 1900 se titulaba “The Paralyzing Influence of Imperialism”. Entre otras cosas, afirma Bryan en su discurso: “If elected, I will convene Congress in extraordinary session as soon as inaugurated and recommend an immediate declaration of the nation’s purpose: first, to establish a stable form of government in the Philippine Islands, just as we are now establishing a stable form of government in Cuba; second, to give independence to the Cubans.”

[5]
The New Star Chamber and Other Essays, Edgar Lee Masters. The Hammeesmark Publishing Company. Chicago, 1904.

[6] Los tres extensos (y mediocres) poemas que forman el libro
Gettysburg, Manila, Acoma, de 1930, retratan claramente esta visión revisionista de la historia americana. “Gettysburg”, por ejemplo, es una apología de John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln.

[7]
Across Spoon River (Autobiografía), página 326. Edgar Lee Masters. University of Illinois Press. Chicago, 1991.

[8]
Edgar Lee Masters: A Biography, página 55. Herbert Russell. University of Illinois Press. Chicago, 2001. Russell comenta también que en otras ocasiones Masters, que en este asunto como en tantos otros cambió muchas veces de opinión, achacaba su fracaso a un escándalo en el que estaba envuelto por esa época su socio del bufete. La exhaustiva biografía escrita por Russell ha sido la “hoja de ruta” que he usado para investigar la vida de Edgar Lee Masters y para escribir este artículo. El uso que he hecho de ella no se resume a esta cita.

[9]
Spoon River Anthology. An Annotated Edition, páginas 281 y 417. Edgar Lee Masters, John E. Hallwas. University of Illinois Press. Chicago, 1991. En las notas de esta edición, Hallwas cita parte del párrafo de la autobiografía de Masters que incluyo aquí.

[10] Agradezco a MaryJo A. McAndrew, especialista de los archivos de Knox College, su amabilidad, eficacia y paciencia.


[11]
Children of the Market Place, páginas 296-298. Edgar Lee Masters. The MacMillan Company. New York, 1922.


Ilustración: Facsímil de la carta de Edgar Lee Masters. Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois.

Friday, December 21, 2012

Un soneto para Antonio de Gordon (en el día del fin del mundo)

Los visitantes habituales de este blog habrán visto dos posts que dediqué al Dr. Antonio de Gordon y de Acosta: "La maldición de ser habanero" y "La inutilidad de la inocencia". En las noches de frío y oscuridad que nos dejó Sandy de regalo hace siete semanas, leí yo a la luz de una vela el ensayo de Gordon sobre "Los loros y la tuberculosis". Pensaba en Gordon y en lo que he dado en llamar "el patriotismo pequeño", ese que no abarca las abstracciones, la bandera y una lista de agravios ecuménicos, sino el amor a ciertas calles, al café de la esquina, al sol de la tarde en una pared, a una ciudad quizás. 

Gordon ejerció ese patriotismo con ejemplaridad. Pocos habrán amado La Habana como él. Su obsesión dominante era acumular doctorados, y sin embargo, tres de los que siempre ostentó eran técnicamente falsos: había cursado los estudios y cumplido con todos los requisitos, pero no había hecho los ejercicios de grado. Tales ejercicios se hacían en Madrid, y Gordon se resistía a alejarse de La Habana. Mientras que otros patriotas de sable y sangre fueron razonablemente felices en Costa Rica, España, Jamaica o New York, este patriota trémulo de la calle San Nicolás no podía enfrentar la idea de vivir lejos de su casa, sus enfermos, sus alumnos y sus libros. 


La práctica de ese patriotismo pequeño se considera una insolencia en tiempos de héroes a caballo. El patriotismo peatonal de Gordon lo condenó al olvido. Ya lo dice el Galileo de Brecht: "Dichosa la patria que no necesita héroes". Pero nosotros, bayameses siempre listos para correr —o pedir a otros que corran— al sonido de todos los clarines, jamás nos hemos dado cuenta. 


A la luz decimonónica de una vela, cometí un soneto sobre el penoso destino de Gordon. No pensaba colgarlo aquí, por supuesto, pero considerando que hoy se acaba el mundo, lo publico. En el improbable caso de que sigamos dando vueltas alrededor del Sol mañana, 22 de diciembre, les ruego que se olviden de estos catorce tropiezos.


Antonio de Gordon y de Acosta


El oro y el saber fueron la herencia 

que tu orfandad te deparó al inicio
de una vida perdida en el servicio
de huérfanos de pan y de paciencia.

Tenías en los claustros y la ciencia
tu patria; y en la vanidad tu vicio:
en siete cátedras brilló tu oficio
y habitó siete lenguas tu inocencia.

La ingratitud fue la moneda dura
con que tu patria te pagó, el olvido
tu única estatua en la nación cubana.

Soñaste con el mármol que perdura
en vano, Gordon: te perdió haber sido
un hombre enamorado de La Habana.

Monday, December 17, 2012

"Siempre nos quedará Madrid": el terrible y feliz destierro de Enrique del Risco

Esta semana el New York Times publicó la noticia de que en una subasta alguien había pagado $602,500 por el pequeño piano de la película Casablanca. No es el piano del Rick’s Café Américain donde Sam toca el tema que todo el mundo conoce, sino el otro, el que aparece silencioso y fugaz en la escena que rememora el amor de Ilsa y Rick en París. Esos días parisinos son a la larga la razón de todo lo que sucede en Casablanca. "Siempre nos quedará París", le dice Rick a Ilsa para convencerla de que debe partir al final de la película. Rick sabe que la nostalgia puede ser útil si se usa en dosis prudentes. La prueba de ello es que Ilsa se va en el avión y el capitán Renault ordena arrestar a los sospechosos habituales poco antes de que salga el letrero: The End.

E
sta semana leí Siempre nos quedará Madrid (Sudaquia Editores, New York, 2012), el libro de memorias de Enrique del Risco sobre su vida en España a mediado de los años noventa.


Comencé a leerlo con más temor que esperanza. ¿Por qué se le habría ocurrido a Del Risco contar una historia que comparten —con diferentes matices y la misma esencia— casi dos millones de cubanos? ¿No se daría cuenta de que los cubanos no leen memorias de compatriotas porque nuestro egocentrismo innato nos impide mostrar interés por nadie que tenga un cuento semejante al nuestro? El libro me ha curado de esos temores. A medida que avanzaba en su lectura, fui constatando con creciente alivio que Del Risco, como Rick, sabe dosificar la nostalgia y atrapar al lector con un relato directo... al mentón.

Siempre nos quedará Madrid merece leerse por varias razones, más allá de la muy saludable de poner a un lado nuestro egocentrismo. La primera es la peculiar visión que el autor tiene del destierro. La historia canónica del exilio cubano supone que alguien sale de Cuba y triunfa en el extranjero, pero a pesar del éxito y el nivel de vida alcanzados añora cada día su Isla. Del Risco propone la antítesis de ese canon. Su libro es la historia de dos jóvenes —el autor y su esposa— que llegan a España y "se comen un cable", pero que cada día se sienten dichosos de haber logrado largarse de la Isla.

Esa dicha no es un síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la fe a la desesperación después de visitar el desengaño y naufragar en el aburrimiento. Y ahí está uno de los mayores hallazgos de estas memorias. Del Risco va dibujando —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del "socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia. 

El contrapeso de ese destierro es otro tema recurrente en Siempre nos quedará Madrid: el reencuentro con las tradiciones y costumbres occidentales extirpadas de la Isla en favor de una quimera atea y colectivista. Cada detalle de Madrid, desde la voz que anuncia la próxima parada del metro hasta la celebración de la Navidad, son señales de un mundo largamente perdido, pero con el que hay una relación viceral que sobrevive. En su relato de las procesiones de Semana Santa en Cádiz, una salida al cine, un picnic en el Parque del Retiro o la celebración de la Navidad en Madrid, y en su recurrente evocación de la amistad y la familia, Del Risco perfila de soslayo, metafóricamente, las posibilidades y los límites del reencuentro de Cuba con su propia tradición y esencia. Su libro puede leerse como el retrato de la emigración cubana de los noventa, pero también como un esperanzador atisbo de sobrevida.

Y esas señales vienen administradas con una mezcla de humor y agudeza que no sorprenderá a los lectores de sus libros anteriores o los visitantes habituales de su blog ("Enrisco"), pero que agradecerán todos los que se asomen a este libro. En una historia llena de posibles trampas para el narrador (la reiteración de lo conocido, la exageración cubana, el sentimentalismo del exiliado), Del Risco logra una y otra vez desmentir a Máximo Gómez. No puede uno leer este su relato sin admirar las numerosas ocasiones en que logra combinar las palabras y las cosas en su proporción más natural, llegando —sin pasarse— adonde quiere llevar al lector. Será el sentido del ritmo que tienen los humoristas o será que Del Risco es la excepción que confirma la regla de Gómez, pero en la receta de este libro cada ingrediente está medido con la obsesión por la exactitud de un relojero suizo.

Al final, el héroe convence a la chica de que se vaya en el avión con una versión ibérica de la frase de Bogart: "Siempre nos quedará Madrid'. Pero la chica, que al cabo es la protagonista del libro, se lleva al héroe en el avión con ella. García Márquez dijo alguna vez en una entrevista que él escribía para que sus amigos lo quisieran más. Después de terminar el libro, uno queda con la impresión de que Del Risco escribe también para que sus amigos lo quieran más... y que, con estas memorias, probablemente lo consiga.

Sunday, December 9, 2012

La inutilidad de la inocencia: olvido y muerte de Antonio de Gordon (II)

[Este post es la continuación del anterior, "Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)", que colgué hace casi un mes. Pienso colgar pronto el tercero (y final) sobre este tema.]

La Orden Militar No. 266 del 5 de julio de 1900, dictada por el Gobierno Interventor norteamericano en Cuba, dejó cesante a Antonio de Gordon y de Acosta. El más brillante de los profesores de la Universidad de La Habana, y el hombre que había donado varios de sus laboratorios científicos, quedaba así expulsado de su cátedra. La Orden Militar No. 266 era en realidad la reforma del sistema de educación de Cuba que se conoce como "Plan Varona", por haber sido Enrique José Varona quien lo escribiera e implementara.

Se dice que la causa de la cesantía* de Gordon fue haber brindado sus servicios como médico de un batallón de Voluntarios 25 años antes, en la década de 1870. El dato sugiere dos sospechas. La primera es que difícilmente Gordon podría ser un partidario entusiasta de los Voluntarios. En 1871, ocho de los compañeros de carrera de Gordon habían sido fusilados, como todo el mundo sabe. Y uno de los fusilados, Anacleto Bermúdez, era además cuñado de Gordon. Los tres (Gordon, su esposa y Anacleto Bermúdez) tenían entre 19 y 20 años cuando ocurrió el fusilamiento. Es fácil suponer que siendo cuñados, jóvenes y compañeros de carrera, fueran amigos, y que la esposa de Gordon quedara devastada con la muerte de su hermano. Es fácil suponer que Gordon estaba enamorado de ella: se casaron con 19 años, ella murió cinco años después, y Gordon esperó casi veinte años para volver a casarse. ¿Podía haber sido Gordon un fervoroso partidario de los Voluntarios que provocaron el fusilamiento de los estudiantes de medicina? Es más lógico pensar que Gordon era entonces un joven que ansiaba brillar en la Universidad y en la sociedad habanera (era vanidoso) y que temió negarse a ser médico de los Voluntarios.

Y Varona, ¿habrá expulsado a Gordon (y a otra docena de brillantes profesores) motivado por un ferviente patriotismo? También es de dudar. La Orden Militar No. 266 por la cual se estableció el "Plan Varona" iba firmada por el Gobernador norteamericano, pues Varona era secretario (ministro) del gobierno interventor americano en Cuba. Y Varona apoyó también la segunda intervención americana. (Después se hizo antiimperialista, pero en la época en que expulsó a Gordon de su cátedra era un eficiente servidor del Gobierno Interventor americano.) 


Varona había sido independentista durante la Guerra de los Diez Años antes de convertirse en uno de los líderes del Partido Autonomista durante el período entreguerras, para después volver a ser independentista y llegar a dirigir el periódico "Patria" tras la muerte de Martí. ¿Por qué un hombre que había servido con entusiasmo al gobierno interventor y que había cambiado de ideario y de bandera varias veces no podía perdonar que Gordon hubiese sido médico de un batallón de Voluntarios en su juventud? ¿Habrá sido un arranque de envidia positivista?

Foto tomada de la revista Anales de la 
Academia de Ciencias Médicas, Físicas y
Naturales de La Habana, Tomo LIV, 

1917-1918, pág. 401
La indignación contra el "Plan Varona" —y la subsecuente caza de brujas en la Universidad de La Habana— es evidente en el "Elogio" a Gordon leído por el Dr. Jorge Le-Roy y Cassá, su discípulo y colega, en la sesión de la Academia de Ciencias de La Habana el 8 de febrero de 1918**, a un año exacto de su muerte. Dice Le-Roy:
La dedicación constante a la enseñanza, los méritos adquiridos, los derechos conquistados, los donativos científicos realizados durante aquel cuarto de centuria, se desplomaron ante una Orden Militar, dictada no por el gobernante extranjero sino por un cubano que, en su afán de demoler el secular edificio de nuestra cultura, de trastornar hasta los cimientos nuestra alma mater, ocupando la Secretaría de Instrucción Pública, redactó aquel funesto Plan de enseñanza, conocido con el nombre de su autor, y desterró de aquellas aulas, que quizás casualmente pisara alguna vez, a hombres encanecidos en la enseñanza y a los que acompañaron siempre el respeto, la consideración y el cariño de sus compañeros y discípulos. Los nombres de Hernández Barreiro, de Berriel, de Céspedes, de Campos, de Carbonell, de Rovira, de Vildósola, de Cubas —el defensor de los estudiantes de medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871— de Górdon [sic] y de otros más, son pruebas evidentes de la actuación de aquel Secretario de Instrucción Pública de la primera intervención americana, que no quiero calificar por no hacer estremecer en sus tumbas a muchos de los que acabo de nombrar.
La expulsión de la Universidad fue para Gordon una condena a muerte. Tenía 52 años y siete doctorados, era rico y hablaba media docena de idiomas: podría haberse largado de aquella Habana desagradecida y vengativa. Podría haber sido feliz en París, en Madrid, en Londres, en Berlín o en New York, de cuyas sociedades científicas era miembro. Pero no fue capaz de irse, que es la peor tara con la que alguien pueda nacer en Cuba. Irremedaiblemente enamorado de su ciudad y de su universidad, optó por encerrarse en su casa de la calle San Nicolás #54 para no volver salir de allí nunca más, excepto para atender los negocios de la familia. La última vez que asistió a una sesión de la Academia fue en 1908, para entregar a Le-Roy un premio que desde hacía años financiaba el mismo Gordon. En esa última visita leyó una ponencia titulada "Sobre el suicidio", que podría leerse como un ensayo sobre su decisión de quedarse en La Habana.

En los nueve años de vida que le quedaban, nunca más regresó a la Academia de Ciencias. Muy pronto fue olvidado por todos, excepto un pequeño grupo de amigos fieles, como suele suceder en esos casos. Esa muerte y ese olvido los resume Le-Roy en un párrafo de su "Elogio" con el que termino:

Un sello de tristeza, consecuencia de las amargas decepciones sufridas, veló aquella penetrante mirada; su marcha ya no era rápida y si su salud aparentemente no se resentía, sorda dolencia preparaba el súbito ataque de angina de pecho que cortó su existencia en la mañana del 8 de febrero de 1917. Fué dicho ataque el primero y el último y solo le dio tiempo para formular el diagnóstico de su enfermedad y decirle a su esposa que se moría. Momentos después, al acompañar su cadáver, tendido en medio de sus libros, rodeado de sus hijos y de los amigos que le permanecimos fieles, meditaba yo acerca de la inestabilidad de la vida humana y de las injusticias de los hombres, y cuando a la tarde siguiente llevábamos sus inanimados restos sus muchos amigos, sus viejos discípulos y sus compañeros de Universidad y de esta Academia, no pudimos menos que extrañar la ausencia de la juventud escolar que, en tan breve periodo de tiempo, olvidara al profesor que tanto nos enseñara.  
* * *

* La Orden Militar No. 266 no dice explícitamente que se expulsará a nadie de la Universidad por haber sido proespañol, pero todos los comentaristas coinciden en que estaba escrita de modo que quedaran excluidos los profesores a los que se consideraba políticamente inaceptables.

** "Elogio del Dr. Antonio de Gordon y de Acosta", Dr. Jorge Le-Roy y Cassá. Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, Tomo LIV, 1917-1918, págs. 401-420

Tuesday, November 20, 2012

Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)

Antonio de Gordon y de Acosta fue un habanero del siglo XIX, pero su biografía puede leerse como un cuento de Borges. Nació en 1848 en una familia donde sobraba el dinero y no escaseaba el ingenio. Su apellido y sus cabellos rubios delataban antepasados escoceses. Huérfano desde niño, fue criado por sus padrinos, Gonzalo Alfonso y Merced Poey, la hermana de Felipe Poey. 

Estudió en el Colegio El Salvador de José de la Luz y Caballero, donde también fue maestro. Inició sus estudios de medicina en la Universidad de La Habana en 1865. En mayo del 69, con 20 años de edad, se casa con Pilar Bermúdez y González. Obtiene su licenciatura en octubre de 1871, dos meses antes del fusilamiento de sus ocho compañeros de carrera. Uno de ellos, Anacleto Bermúdez, era hermano de su esposa. En 1875 muere Pilar. Antonio, ya viudo y padre de dos hijos, recibe su doctorado en medicina y cirugía al año siguiente.

A partir de esa fecha, Antonio de Gordon se dedicó a coleccionar licenciaturas y doctorados con la furiosa obsesión de un filatelista. Obtuvo sucesivamente todos los títulos que expedía la Universidad de La Habana en esa época: Farmacia (1880); Física (1880); Derecho administrativo (1882); Derecho civil y canónico (1883); Filosofía y letras (1883); Pedagogía (1892). En los ratos libres que le dejaban los estudios de esas disciplinas, la práctica de la medicina y su labor como profesor de Obstetricia, aprendió inglés, francés, alemán, latín, griego, hebreo y sánscrito. 

Llegó a ser miembro de más de cien sociedades científicas de una docena de países, y en la Universidad de La Habana fue un profesor legendario por sus conocimientos y su generosidad. A la universidad, que fue al cabo su única patria, donó de su bolsillo varios laboratorios de ciencias que se llevaron buena parte de su fortuna. Se cuenta —y es fácil creerlo— que tenía una memoria portentosa. Sus clases y conferencias, dictadas sin notas, estaban salpicadas de decenas de citas de diferentes autores y lenguas, cada una recitada de memoria, y con la obra y el número de página donde la había leído. 

Publicó numerosas monografías, cuyos títulos por sí mismos nos sirven para historiar sus obsesión wikipédica por el conocimiento: "El tabaco en Cuba: Apuntes para su historia", "Indicaciones terapéuticas de la música", "Los incendios, los bomberos y la higiene", "La legislation sanitaria escolar en los principales estados de Europa", "Higiene del ciclismo en Cuba", "El azúcar como alimento del hombre", "Medicina indígena de Cuba", "La Iglesia y la cremación", "El primer ruido fisiológico del corazón", "Los loros y la tuberculosis", etc., etc.  

De Gordon, con vanidad infantil, ponía la atiborrada lista de sus títulos y honores en la primera página de sus monografías —como se puede ver en la foto de la derecha. Un superficial examen de algunas de ellas (he leído solo tres, y de pasada) podría sugerir que su voracidad acumulativa iba acompañada de exiguas dotes creadoras. Sus obras parecen a ratos composiciones de un niño prodigio. Cita con soltura a autores clásicos griegos y latinos, enciclopedistas franceses y reinas escandinavas de una manera que parece más encaminada a demostrar sus lecturas que a enriquecer la exposición. La originalidad no abunda en sus páginas, ni tampoco la agudeza para comentar las ideas de los autores que expone. Pero es imposible no admirar el monstruoso conocimiento que demuestra de cada tema, y de la historia y de la bibliografía de cada idea que menciona o explica.  

En el orden personal, los testimonios de sus contemporáneos sugieren que era un hombre feliz y caritativo. Además de sus cuantiosas donaciones a la universidad habanera, en la época de la Reconcentración de Weyler Antonio de Gordon fundó —en colaboración con el Obispo de La Habana— tres dispensarios para niños pobres en la ciudad. Con su dinero ayudaba a pagar los costos, y además brindaba en ellos sus servicios a diario. El primer dispensario fue fundado por De Gordon en noviembre de 1896 en los bajos del propio Palacio Episcopal de monseñor Santader y Frutos, y bajo la advocación de la Virgen de la Caridad. Allí se antendieron y salvaron cientos de víctimas de la Reconcentración. (Esta anécdota podría ayudar a redondear la imagen de un obispo que por otra parte fue fervoroso enemigo de la independencia cubana, y que brindó sus iglesias como cuarteles a las tropas españolas.)

Probablemente no haya habido entre los cubanos nadie que acumulara, y recordara, tantos conocimientos. Alguien que haya tratado de escribir —literalmente— la historia del tabaco, definir los efectos terapéuticos de la música y de la bicicleta, y descubrir la relación entre los loros y la tuberculosis debería tener su lugar asegurado en el panteón disparatado de nuestra historia. A Antonio de Gordon, sin embargo, le estuvieron deparados el oprobio y el olvido. De eso hablaré en el próximo post.



Monday, October 29, 2012

Del ciclón y el otoño

Foto: Tersites Domilo
Habiendo espantado la mula, habiendo renunciado al verde eterno y las demás bendiciones del Caribe, asumen los cubiches de New York y de New Jersey que se han puesto a salvo del huracán y los demás achaques de la zona tórrida. En esa huida de los trópicos hay un pacto tácito, una aceptación de la nieve y las hojas amarillas que cubren de otoño los patios y el alma. El pacto supone también que uno no tendrá que ciclonear ni comprar carne de res de contrabando. Y Sandy ha venido a anular esas certezas. 

Por estos lares uno se va acostumbrando a la elegante, precisa y lenta devastación del otoño. Sales con los niños el Día de las Brujas y comentas: "El año pasado quedaban más hojas en los robles". Tomas fotos del árbol de frente de la casa y compras vino de Borgoña. Te preguntas cuándo será la primera nevada de este año. Porque a estas alturas, a estas latitudes, lo primordial es la certeza y la rutina. O así solía ser hasta hace una semana.

El ciclón fue primero una noticia terrible y cercana por los once muertos y las miles de casas destruidas en Oriente. Ahora es una noticia temible y cercana que podría tumbarte el roble del patio y acabar con tu vida o con tu casa. Un ciclón extraño este Sandy, que perdona a La Habana y a Miami, pero va en busca de "cubanos de provincia" sin importar si es en Union City o en Guantánamo. Que lo mismo arranca las cubanas cupulinas de la Catedral de Santiago que echa a volar las antenas altaneras del Empire State. Este ciclón viene a recordarnos —como si hicera falta— cuán lejos puede perseguir a cualquiera su destino cubano. Si tocan esta noche a la puerte, no me asombraría que fuera alguien que viene a venderme un boliche en bolsa negra. 

Saturday, October 13, 2012

Justicia poética... ¿o pelotera?

Raúl Ibáñez (27) recibido por sus compañeros de equipo
tras su segundo jonrón contra los Orioles.
Foto tomada del periódico Boston Globe.

El miércoles, con un out en la parte baja de la novena entrada, los Yankees perdían 2 a 1 ante los Orioles de Baltimore. El manager Joe Girardi tomó entonces una decisión arriesgada: sentar a Alex Rodríguez, el pelotero mejor pagado de las Grandes Ligas y tercer bate de los Yankees, y enviar al plato como emergente al cubanoamericano Raúl Ibáñez, un jugador de 40 años, con garra pero sin el brillo o el talento de Alex. Al segundo lanzamiento, Ibáñez disparó un jonrón sobre la "cercana cerca" del jardín derecho del Yankee Stadium. La subsiguiente locura en las gradas era también de alivio: la temporada de los Yankees había estado al borde del abismo. 

En el inning 12, con el partido aún empatado a dos, volvió a salir Ibáñez a batear. Le hizo swing al primer lanzamiento y envió la pelota al segundo balcón del jardín derecho. El público volvió a enloquecer, pero esta vez con más alegría. Todo el equipo salió a recibir a Ibáñez. Parecía el final de una Serie Mundial. Por supuesto, Frank Sinatra empezó entonces a cantar "New York, New York", como lo hace cada vez que ganan los Yankees.

Fue una derrota dura para Baltimore, un equipo que llevaba 15 años sin clasificar para la postemporada y que anoche fue finalmente eliminado, gracias a una magnífica labor de C.C. Sabathia... y otra carrera impulsada por Ibáñez. Pero esos dos jonrones del miércoles fueron los que salvaron la temproada de los Yankees. Y deben haber sido muy amargos para Peter Angelos, el archimillonario abogado dueño de los Orioles. A mí los dos jonrones de Ibáñez me supieron a gloria... y no solo por haber salvado a los Yankees.

Desde que en 1947 Jackie Robinson salió a defender la segunda base de los Brooklyn Dodgers, las Grandes Ligas han sido una institución cada vez menos racista y más abierta. Una de las excepciones a esa regla son los Orioles de Baltimore. En mayo del año 2000, a través de su vicegerente de operaciones deportivas Syd Thrift, Peter Angelos declaró  que su equipo jamás contraría a ningún pelotero cubano que lograra llegar a Estados Unidos desde la Isla. El anuncio oficial parecía ser una invitación a los demás dueños a establecer una medida semejante contra los cubanos en todas las Grandes Ligas. El carácter manifiestamente discriminatorio —e implícitamente racista— de semejante decisión provocó un escándalo y una investigación de parte de Major League Baseball. Peter Angelos, que hizo sus millones en demandas legales de todo tipo, olió el peligro enseguida y se retractó dos días más tarde. Pero nunca ha contratado a un pelotero que haya salido de Cuba.

Peter Angelos ha sido un dueño desastroso para los Orioles. Bajo su égida, ese club legendario se ha convertido en el hazmerreír de las Grandes Ligas. En el 2009 la revista Sports Illustrated lo nombró como "el peor dueño de equipo de las Grandes Ligas". En una de sus escasas decisiones acertadas, en el 2010 contrató a Buck Showalter para dirigir el equipo. Este año los Orioles han jugado su mejor temporada de las últimas dos décadas. Parecían destinados a la gloria... hasta que Joe Girardi envió a Raúl Ibáñez, hijo de exiliados cubanos, a batear de emergente por Alex Rodríguez... 

Peter Angelos se ofreció como rancheador voluntario para perseguir a los cimarrones cubanos en las Grandes Ligas hace más de una década. Ahora tendrá todo el invierno para ver una y otra vez el video de los dos jonrones de Ibáñez y la locura absoluta en las gradas del Yankee Stadium, y para escuchar la voz de Frank Sinatra recordándole que New York is a helluva town. Y a lo mejor se dará cuenta que el trabajo de rancheador, además de ser indigno, no siempre reporta ganancias.

Monday, September 24, 2012

La trágica historia de Perry Mason y el fin de la inocencia americana

Perry Mason interrogando a una testigo.
(Foto tomada del blog North Texas Negotiations.)
Esta semana tuve que pasar un día en el tribunal supremo de mi condado... para servir de jurado, aclaro. Al llegar, después de atravesar los detectores de metales, nos hicieron pasar a la sala principal del tribunal. Pusieron el video de rigor, nos dijeron las cosas de rigor, y después cada cual se puso a ver su aparatico preferido, mientras esperábamos a que nos llamaran.

Unos minutos más tarde, una señora hispana se acercó a uno de los empleados del juzgado y le dijo en un inglés pedregoso que ella no era ciudadana americana y no sabía por qué había sido citada. El empleado le explicó que en ese caso debía ir a ver a un funcionario para que sacaran su nombre de la lista de posibles jurados. Una joven, tambien hispana, le aclaró la respuesta del funcionario, pues la señora daba muestras de no entender los detalles.

A mi lado estaba un señor con pinta de coach irlandés de pelota infantil: regordete, pero atlético, con las gafas de sol encaramadas en su testa de incipiente calvicie y la piel enrojecida por el sol de los domingos beisboleros... Hasta ese momento había estado inmerso en su iPad jugando solitario... solitario. Pero al escuchar la conversación levantó la vista intrigado.

—¿Y cómo alguien que no es ciudadano americano puede recibir una citacion para servir de jurado? —preguntó en inglés de Long Island y tono levemente enojado. La traductora caritativa se lo explicó enseguida:

—Es que las citaciones las envían usando la base de datos del departmento de tránsito. Basta con tener una licencia de conducción para que te puedan citar.

La expresión del rostro del coach de Little League cambió al instante. La leche de la curiosidad se le cortó en el yogurt de las sospechas. Su cara era ahora la viva estampa del inspector Javert la primera vez que vio a Jean Valjean disfrazado de alcalde.

—¿Y cómo podría nadie obtener una licencia de conducir sin ser ciudadano de los Estados Unidos? —preguntó nuestro Perry Mason seguro de que la testigo había caído en la trampa de su astucia infinita. La monalísica sonrisa que tenía estampada en la jeta era un monumento a la perspicacia gringa.

Esta vez la señora sin ciudadanía sí entendió perfectamente lo que Sherlock Holmes acababa de preguntar. (Será que entiende cuando la acusan de ilegal porque le ha sucedido muchas veces.) De modo que en su inglés de Tamaulipas, le respondió a su inquisidor:

—Para tener licencia de manejar no hay que ser ciudadano de este país, basta con ser residente legal, y yo lo soy.

Johnny Sixpack no lo podía creer, pero el funcionario del jurado le hizo un gesto que confirmaba lo que acaba de decir la señora.

—Wow!!! —dijo el ciudadano modelo devastado por la noticia que acababan de darle—: ¡licencia de conducción sin ser ciudadanos...!

Me pude imaginar aquella misma expresión en aquella misma cara —con más pecas y menos arrugas— el día que le dijeron que Santa Clause no existía. Allí mismo, ante mis ojos, Perry Mason había perdido para siempre el país maravilloso donde vio hasta ese instante: un país donde no se le daba licencia de conducir a los cabrones latinos que no son ciudadanos. 

Me imagino el terror con que habrá manejado a casa el pobre hombre, sabiéndose rodeado de choferes extrajeros en su autopista [hasta entonces] inmaculadamente americana. 

Thursday, September 20, 2012

¡Un cubano en la Luna! (pero la República Española se va a bolina)

En silencio ha tenido que ser, le dijo Pepe a Manolo, pero a la larga todo se sabe. Tan solo unos días después de la muerte de Neil Armstrong, la página de Facebook del Periódico de Mayabeque nos da una noticia que estremecerá al mundo: "Hace 32 años un cubano caminó por vez primera en la Luna". (Y esa aclaración, "por vez primera", podría indicar que desde ese entonces el Mar de la Tranquilidad ha visto pasar más cubanos que el mismísimo Estrecho de la Florida.) 

La noticia es conmovedora no solo por la hazaña que supone, sino por la modestia que hace patente: los mayabequeros esperaron 32 años para revelar la flor de su secreto. Es el cosmos de los colmos: el cosmonauta guajiro guantanamero se le escapó a su hermano soviético Yuri Romanenko, compay, y se apeó a dal una vuelta por ahí, por la luna lunera cacabelera. Calladito se lo tenía Arnaldo que, como sabemos, es un ejemplo de modestia revolucionaria. 

Esa era la buena noticia que tenía para hoy. Pero tengo una mala, pésima diría yo. Resulta que The New York Times, ese bastión de la libertad de expresión y el periodismo serio, ha descubierto que la Segunda República Española no existió. ¿Por quién doblan las campanas, entonces?, preguntarían obedientes mis hijos y Eliseo. Bueno, ya nunca lo vamos a saber. Resulta que Santiago Carrillo se murió por primera vez hace un par de días. (Aclaro lo de "primera vez" porque muchos pensarán que esta tendría que ser al menos la cuarta vez que canta "El manisero". No, señor, el viejo comunista tenía 97 años. Lo cual, por otra parte, impide pensar que haya un error en la nota necrológica por haber sido escrita "de corre corre" ante su nada súbita desaparición.) 

Aunque era ateo, se dice que en su juventud Santiago (¡y cierra España!) ayudó a muchas personas a encontrarse con Dios. De hecho se cuenta que en unos días envió al cielo a 2 500 almas en Paracuellos de Jarana, lo cual no es de jarana, por supuesto.

Santiago Carrillo, la hoz y el martillo.
(Foto tomada del sitio teinteresa.es)
En su momento, los jueces españoles hicieron todo lo posible por encausar a Pinochet, que asesinó a 3 225 personas en 17 años de dictadura. A Carrillo, que según se dice hizo lo mismo en 17 días, los españoles lo hicieron diputado. De lo que se concluye que si uno quiere matar a unos cuantos miles de personas sin buscarse problemas con la justicia española lo que tiene que hacer es apurarse: allí lo que no perdonan es la lentitud.

Pero volviendo a los conejillos de Indias, perdón, al Carrillo de España, The New York Times, en la nota necrológica sobre el personaje, dice: "When the monarchy collapsed in 1931, he enlisted many of the youths to form an antifascist militia that bombed bridges and disrupted Franco’s attempts to organize and rally support." En castellano de Mayabeque y de Paracuellos de Jarama, eso se dice así: "Cuando se derrumbó la monarquía en 1931, reclutó a muchos de aquellos jóvenes para formar una milicia antifascista que dinamitó puentes y saboteó los esfuerzos de Franco por organizar y recabar apoyo."

Así que al caer la monarquía en 1931, Carrillo, que había cumplido 16 años tres meses antes, se puso a dinamitar puentes para combatir a Franco. Queda claro entonces que Franco le dio un golpe de estado al pobre Alfonso Equis Tres Palitos. ¿Y la República? Bueno, me imagino que habrá que hacer una reclamación al departamento de "Lost and Found" del New York Times... allí la deben tener guardada. De hecho, ahora que está de moda promover el intercambio de prisioneros entre Cuba y Estados Unidos, se podría hacer una ronda de negociaciones entre el New York Times y el Periódico de Mayabeque para que el Times mande para Cuba la República Española y los de Mayabeque le manden a la Grey Lady el módulo lunar en el que Tamayo llegó a la inconstante Luna.

Monday, September 17, 2012

Obama y la media luna: es [más] complicado

En dique seco. Foto: Tersites Domilo
Hace unos años, cuando Bush Jr. era presidente, mis amigos republicanos me decían que los árabes odiaban a Estados Unidos por envidia, porque les molestaba la libertad. La explicación me parecía "self-serving", como dicen los gringos. O como decía mi abuela, que "la recomendación venía de muy cerca".

Por suerte tengo amigos demócratas también. Ellos me explicaron que el asunto no tenía nada que ver con la envidia. Bush era un idiota y un prepotente, y los árabes reaccionaban a esa prepotencia. Una vez que tuviéramos un presidente inteligente y sensible, me aseguraban, todo sería mejor.


Hace muchos años me compré The Story of Civilization, una historia universal escrita por Will y Ariel Durant entre 1935 y 1975. Los Durant muestran ese divertido cinismo que es más común entre los italianos que los gringos, y que se adquiere leyendo demasiados libros de historia o viviendo en una civilización muy vieja. Will Durant —él escribió ese tomo— afirma que el mundo musulmán nunca se recuperó de la desoladora visita que Gengis Khan le hizo en Samarcanda en 1220. La civilización de la cimitarra, la filosofía y el álgebra, comenzó a cerrarse al mundo exterior y a recelar de sus propios creadores.


Los primeros 600 años fueron espléndidos para los discípulos de la media luna, dice Durant, pero los últimos ocho siglos han dejado mucho que desear. Quizás parezca un detalle sin importancia, pero a lo mejor (pensaba yo), podría tener algo que ver con el problema. Se los dije a mis amigos demócratas, pero me dijeron que Will Durant era un cabrón reaccionario. 


Recordaba eso en estos días porque se nota ahora cierta renuencia a explicar por qué tantos chicos del Medio Oriente y sus alrededores han decidido visitar las embajadas americanas para explicarles a los gringos su opinión sobre una película que acaban de ver en YuoTube. Ni siquiera la muerte del embajador americano en Libia motiva a los analistas. La sección dominical de opiniones de The New York Times de ayer trae diez sesudos artículos de los mejores opinionantes de la nación, pero ni uno solo de esos textos está dedicado a los sucesos de esta semana en el Medio Oriente. Sólo mencionan la crisis dos veces... para criticar los desaguisados de Romney y Ryan.


De modo que uno no sabe ya qué pensar. ¿Será que esos jóvenes árabes no saben que tenemos un presidente inteligente y sensible, que da unos discursos preciosos en El Cairo? ¿Será que el problema no se resumía a que Bush era brutísimo? ¿Será que Obama, en su estilo, puede ser tan idiota como Bush? ¿Será que las relaciones de un imperio pre[im]potente con una civilización espasmódica son siempre complicadas? ¿Será que Will Durant sabía un par de cosas? No lo sé, mis amigos demócratas y los columnistas del New York Times, usualmente tan locuaces, andan en estos días muy callados... así que estoy más desorientado que un esquimal en el Sahara.

Wednesday, September 12, 2012

Bob Dylan o cómo elegir los recuerdos

Bob Dylan y la niña castigada.
New York City. Foto: Tersites Domilo
Hay fechas en que uno tiene que elegir conscientemente con qué recuerdos va a pasar el día. El 11 de septiembre es una de ellas. Es un recuerdo pesado y sin asas, difícil de llevar. Probablemente Bob Dylan lo sabe: el 11 de septiembre de 2001 salió al mercado su disco Love and Theft, un título desgraciadamente apropiado. Me imagino que él también estaba tratando de exorcizar ese recuerdo cuando decidió que este 11 de septiembre saliera su nuevo disco: Tempest. Habrá que agradecérselo, como tantas otras cosas.

Por eso en la mañana pasé a comprar el disco, como si fuera un talismán para el día de las maldiciones y los malos presagios. Jon Pereles en el New York Times dijo ya en dos frases lo que hay que decir de este disco. Su crítica comienza diciendo: "Bob Dylan’s voice isn’t getting any prettier.
" Y cierra con esta oración: "Battered and unforgiving, he’s still Bob Dylan, answerable to no one but himself." ("Maltrecho e impacable, sigue siendo Bob Dylan, y no le rinde cuentas a nadie más que a sí mismo.")

Se podría agregar quizás que hay momentos en que Tempest parece un "remake" de Modern Times, su disco del 2006: "Soon After Midnight" recuerda su canción "When the Deal Goes Down", y "Narrow Way" remeda "The Levee's Gonna Break
". Dylan, que fue del folk al rock en tres discos al inicio de su carrera, se ha pasado la última década revistando cada uno de los capítulos de la historia musical americana. Ahora vive —musicalmente hablando— entre los años treinta y cincuenta. 

El hecho es que cincuenta años después de su primer disco (Bob Dylan, 1962) este judío errante sigue con su gira interminable, sus canciones nuevas, sus preguntas viejas, sus eternas trampas de palabras. Tiene 71 años, su voz es una ruina babilónica, sabe que su leyenda es de mármol, pero insiste en hacer 80 conciertos al año, cambiando una y otra vez las ochocientas canciones que lleva a cuestas, y sacando un nuevo disco cada tres años.

Por eso uno se levanta en la mañana y va y compra el CD. Y porque piensa que mientras repitamos ciertos gestos él va a estar ahí. (Iba a decir "como si fuera parte del paisaje", pero siendo 11 de septiembre uno sabe que el paisaje también puede ser súbitamente modificable.) Será esa también la razón por la que él sigue tosiendo canciones. Será por eso que cada noche se pone su traje de cowboy enlutado y se recorta el bigotio de Jorge Negrete, para que la película no termine antes que el héroe bese a la muchacha. 

En la foto que ilustra el reverso de este disco que acaba de salir al mercado, Bob Dylan exhibe la pose de alguien a punto de marcharse a algún lugar. Y hay que rogar que sea solo al próximo concierto.

[Hace tres años, cuando salió al mercado Together Through Life, escribí este post: "En acción de gracias".]

"Duquesne Whistle" es la primera canción del disco Tempest:   


Saturday, September 8, 2012

La Virgen de la Caridad: cuatro siglos de malas compañías


[Este artículo se publicó originalmente en Diario de Cuba]

Nuestra Señora de la Caridad. 1920. Talla en
madera del escultor catalán Ramón Mateu
que se conserva en la iglesia de
Our Lady of Esperanza, en Manhattan.
Foto: Tersites Domilo. Sept. 8, 2012
Muchos cronistas creen —sin que se pueda confirmar— que la imagen que se venera hoy en el Cobre es la misma que llevaba Francisco de Ojeda cuando naufragó en 1510 en la Bahía de Jagua, y que lo acompañó en su penoso recorrido hasta Maisí. Lo cierto es que la imagen es de origen español, y desde los inicios de su devoción fue reverenciada por muchos peninsulares. Como la lengua en que escribieron el himno y las proclamas, y como las armas con las que pelearon los mambises, la Virgen de la Caridad fue una herencia compartida que durante el siglo XIX, y en el crisol de tres guerras, se convertiría en un símbolo esencial de la identidad cubana.

En la edición del domingo 22 de septiembre de 1895, la revista madrileña La Semana Católica1 reprodujo esta noticia tomada del Diario de la Marina:

En uno de los campamentos ocupado [sic] por la columna del teniente coronel Palanca, fué encontrado colgado, dentro de un bohío, un cuadro con la imagen de la Virgen del Cobre.

Un soldado, al ver el cuadro, dijo: “Esta me la llevo yo, porque es una irreverencia que esta Señora esté en compañía de tan mala gente”. Y como lo dijo lo hizo.

No es de extrañar que el soldado español considerara suya a la Caridad. La devoción a la Virgen del Cobre no era coto exclusivo de los criollos independentistas. En 1859, por ejemplo, el periódico La Verdad Católica2 informaba “la aclamación de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre por Patrona del cuarto batallón de Voluntarios”.

Casi una década antes había llegado a Cuba San Antonio María Claret, tras ser nombrado arzobispo de Santiago. Al arribar a su diócesis el 18 de febrero de 1851, uno de sus primeros actos públicos fue hacer una visita a la Virgen del Cobre3. Sabía que en Cuba necesitaría toda la ayuda que pudiera encontrar, y había comenzado por el sitio donde más devotos la hallaban: en el Cobre.

El nuevo Arzobispo habrá recordado el destino de uno de sus predecesores, el obispo Manuel Montiel, llegado a Cuba casi doscientos años antes, en 1657, con sus mismos anhelos reformadores4. Enterado monseñor Montiel de que una buena parte de los sacerdotes de la isla eran más aficionados a los prostíbulos que a las procesiones, anunció su propósito de reformar las costumbres de su clero. Tres meses después murió envenenado, se dice, víctima de una conjura de sus curas5.

La Virgen del Cobre no salvaría tampoco a San Antonio María Claret de su destino cubano. Cinco años exactos después de su visita al Cobre, tras celebrar una misa en Holguín, se acercaron los fieles a saludarlo. Uno de ellos, sin embargo, en lugar de besarle el anillo, sacó una navaja de afeitar y abrió un surco en su rostro, desde la oreja hasta el mentón, que dejó a la vista hasta los huesos de la mandíbula episcopal6.

Los testimonios de la época aseguran que el matón isleño que lo atacó había sido pagado por un sacerdote. El obispo había hecho una campaña de denuncia contra los curas que se amancebaban con sus feligresas. Uno de ellos pensó que San Antonio se había referido a él con detalles tan exactos que cualquiera podría identificarlo a él y a su amante, y decidió entonces contratar los servicios del navajero isleño. Un año después, el obispo regresó a España. La horrible cicatriz del rostro le impediría olvidar jamás su temporada en nuestro infierno. El atacante isleño murió unos años después desterrado en Ceuta. Del cura que lo contrató y de su amante no se tiene noticia alguna: probablemente se hicieron viejos fatigando las camas de la parroquia con su pecado horizontal.

Si bien parecía imposible reformar las costumbres de los cubanos, la devoción a la Virgen de la Caridad siguió en aumento. El domingo 7 de julio de 1861, el periódico La Verdad Católica7 informaba a los devotos que unos fotógrafos de Trinidad habían logrado sacar una reproducción fiel de la imagen, cuyas copias vendían en su estudio fotográfico. Cada impresión se vendía acompañada del relato de un milagroso suceso ocurrido al revelar la foto de la Santísima Virgen. El estudio fotográfico donde ocurrió el portento, según el artículo, estaba en la calle del Desengaño, detalle que habrá sido un indicio revelador para muchos lectores.

Ya en 1870, en los inicios de la Guerra Grande, las ofrendas dejadas en El Cobre ascendían a $30 000.00 anuales (equivalentes a más de medio millón de dólares de 2012), y fue entonces que se decidió construir un nuevo santuario8.

La Guerra del 95 haría difícil para los cubanos ser independentistas y estar al mismo tiempo en buenos términos con la jerarquía católica. En la misma época en que se encontró el cuadro de la Virgen del Cobre en el campamento mambí, el papa León XIII enviaba sus bendiciones a las tropas españolas, y su nuncio en España, hablando en nombre del Sumo Pontífice, los animaba “a pelear contra los que han levantado el estandarte de la ingratitud y la traición”; y se refería a los mambises como “parricidas que han olvidado los deberes contraídos con España”9.

Eran los tiempos en que el obispo de La Habana, monseñor Santander y Frutos, decidió celebrar un Te Deum de acción de gracias al enterarse de la muerte de Martí. Poco después brindaría las iglesias para que sirvieran de barracas a las tropas españolas de paso. A la larga, sería la Virgen del Cobre el puente que salvaría esa grieta… Y no solo la Virgen: también los sacerdotes que se pusieron del lado de los mambises, como el legendario padre Arocha, párroco de Artemisa, que al ocupar las tropas españolas su iglesia les envió parte de sus armas y municiones, escondidas en un féretro, a los guerreros del Ejército Libertador; y los sacerdotes cubanos de La Habana, que publicaron un manifiesto a favor de la independencia, para infinito disgusto de su obispo. Al entrar Gómez a La Habana con sus mambises, tres sacerdotes católicos cabalgaban junto a ellos10.

Por su parte, monseñor Santander, temiendo lo peor, se largó a España con las tropas derrotadas y no se atrevió a regresar jamás. La Habana se quedaría sin obispo hasta su renuncia, desde la Península, en noviembre del 1899. Roma nombraría entonces a Donato Sbarretti como obispo de La Habana. Sbarretti era un diplomático italiano destinado en Washington, que jamás había mostrado interés en los asuntos de Cuba, pero que tenía el don de ser amigo personal del presidente de Estados Unidos11.

Un milagro de la Virgen sería entonces que, dieciséis años después, los veteranos del Ejército Libertador le pidieran al Papa que declarara a la Caridad del Cobre como Patrona de Cuba. Se consumaba así un reencuentro que pocos hubiesen podido atisbar 21 años antes, cuando monseñor Santander celebró su Te Deum por la muerte de José Martí.

Como tantas historias cubanas, esta tiene su coda en New York. En 1906, Manuela de Laverrerie de Barril, esposa del antiguo cónsul de España, persuadió a su amigo el magnate Archer Huntington para que donara terrenos y dineros para hacer una “iglesia española” en el Alto Manhattan. En 1912 se inauguró la Iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza, en un bello edificio que aún se contempla en la calle 156. La lámpara del Santísimo fue una donación del rey Alfonso XIII de España12.

Cuatro años más tarde, en 1916, Leoncio Serpa, quien poco después sería el presidente del Comité Pro-Cuba de New York, le propuso al párroco de la “iglesia española” que su templo fuera presidido por una imagen de la Virgen de la Caridad, que donaría el pueblo cubano. Al párroco, el francés-español Adrian Buisson, le pareció buena su idea. Serpa viajó a La Habana y se entrevistó con Nicolás Rivero, el director del Diario de la Marina, para recaudar los fondos necesarios. Fue en ese periódico donde se promovió la idea y se pidieron las donaciones, siendo la de Rivero la primera y más sustancial. Era el mismo periódico —y el mismo hombre— que había publicado la anécdota con la que comienza este texto.

El 6 de junio de 1920 se colocó la imagen, tallada en madera cubana por un escultor catalán, en la iglesia neoyorquina. Ese día el templo lucía en su portal una inmensa bandera cubana; y de uno de los candelabros colgaba el banderín que usara el general Mayía Rodríguez durante la guerra13.

Ese mismo año, el 20 de octubre, se celebraría en la Iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza la “Fiesta de las Banderas”. En presencia del cónsul cubano, del cónsul español y de los representantes del gobernador de New York, se llevaron ante la Virgen de la Caridad las banderas de Cuba, España y Estados Unidos, y se pidió por la paz y la reconciliación entre las tres naciones que dos décadas antes habían librado una sangrienta contienda.

Quién sabe si un día nos será dado ver a cubanos y yanquis, rusos y españoles, negros y blancos, católicos, santeros y ateos, reunidos otra vez junto a la Virgen del Cobre, con los mismos deseos que tuvieron aquellos ex enemigos en 1920, cuando decidieron poner a un lado sus diferencias y plantar sus banderas a los pies de una Virgen sospechosamente morena y rodeada desde siempre de “malas compañías”.




[1] La Semana Católica, Volumen 14, página 377 (Madrid, 1895)
[2] La Verdad Católica, Volumen 3, página 471 (Imprenta del Tiempo, La Habana, 1859)
[3] Vida del Excmo. é Illmo. Sr. Antonio Maria Claret, del presbítero Francisco de Asís Aguilar, página 148 (Madrid, 1871)
[4] Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba, de Jacobo de la Pezuela, página 183 (La Habana, 1863)
[5] La prostitución en la ciudad de la Habana, de Benjamín de Céspedes y Santa Cruz, página 66 (La Habana, 1888)
[6] Vida del Excmo. é Illmo. Sr. Antonio Maria Claret, del presbítero Francisco de Asís Aguilar, páginas 22-227 (Madrid, 1871)
[7] La Verdad Católica, Volumen 7, página 231 (Imprenta del Tiempo, La Habana, 1861)
[8] Cuba with Pen and Pencil, de Samuel Hazard, página 456 (Hartford Publishing Company, Hartford, 1871)
[9] La Ciudad de Dios, revista religiosa científica y literaria, Volumen XXXVII, página 627, edición del 20 de agosto de 1895 (Madrid, 1895)
[10] To-morrow in Cuba, de Charles Melville Pepper, páginas 255-265 (Harpers & Brothers, New York, 1899)
[11] The Conservative review, Volume 3, marzo-junio de 1900, página 208 (Washington, EE.UU., 1900)
[12] Church of Our Lady of Esperanza, del padre Crescent Armanet (New York, 1921)
[13] Apuntes históricos, de Leoncio Serpa (New York, 1921)