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Wednesday, December 26, 2012

Edgar Lee Masters en La Habana

Este artículo se publicó originalmente en 13 de diciembre de 2012 en el blog Penúltimos Días.


Carta de Edgar Lee Masters a su padre, Hardin Wallace Masters, del 22 de febrero de 1905. 

Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois





Oh yes, the Cuban business started me.

“They’d Never Know Me Now”
Edgar Lee Masters, 1919

Pronto se cumplirá un siglo. En mayo de 1914, el Reedy’s Mirror, un modesto semanario de St. Louis, Missouri, comenzó a publicar cada domingo unos poemas en verso libre, al estilo de los epitafios de la Antología griega, firmados por un poeta que nadie conocía: Webster Ford. Su impacto fue tan inesperado como instantáneo. Muy pronto, numerosos periódicos comenzaron a reproducirlos. En noviembre, a instancias de sus curiosos lectores, William Marion Reedy, director del Mirror, reveló que Webster Ford era el pseudónimo literario de un exitoso abogado de 46 años, residente en Chicago: Edgar Lee Masters.

En la edición de enero de 1915 de The Egoist, desde Londres, Ezra Pound dio su veredicto: “¡Al fin! Al fin América ha descubierto un poeta. Al fin el Oeste ha producido un poeta con la fuerza necesaria para enfrentar ese clima, capaz de describir su entorno directamente, sin frases altisonantes y vacías. […] Capaz de describir Spoon River como Villon describió el París de 1460”.[1] Tres meses después se publicaron los epitafios en forma de libro. Sería el libro de versos de un autor americano más vendido de toda la historia, si hemos de creer a Masters.[2] La Spoon River Anthology daría un vuelco a la vida de su autor, y a la poesía norteamericana.

Probablemente nada de eso habría sucedido si el USS Maine no se hubiera convertido en una orgía de fuegos artificiales en la bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898.


Un antiimperialismo sui generis

A fines de la década de 1890, Edgar Lee Masters no era conocido como poeta, sino como uno de los líderes del Partido Demócrata de Illinois.[3] En esa época cultivaba una estrecha amistad con William Jennings Bryan, el joven populista que había perdido ante McKinley las elecciones presidenciales de 1896 (y que volvería a ser derrotado en 1900 y en 1908). Aunque Bryan había apoyado la guerra contra España, se oponía fervientemente a la anexión de Cuba y Filipinas.[4] Masters también sostenía con fervor esa opinión, y era miembro de la Liga Antiimperialista de Estados Unidos, donde militaban intelectuales como Mark Twain y Henry James. En artículos y ensayos publicados alrededor de 1900 —que reuniría más tarde en un libro [5]—, Masters condenó la tendencia imperial de la política norteamericana y puso en duda la constitucionalidad de la expansión americana allende los mares.

El antiimperialismo de Masters, sin embargo, partía de una peculiar visión de la historia de los Estados Unidos, según la cual la Guerra Civil y la Guerra Hispano-Estadounidense —así como la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial años después— formaban parte de una misma tendencia: la creciente arrogancia del poder de Washington en detrimento de la república jeffersoniana que Masters exaltaría en la Spoon River Anthology.[6] Desde esa visión, la derrota de Douglas ante Lincoln en 1860 y las derrotas de Bryan ante McKinley en 1896 y 1900, habían sido sucesos nefastos para el destino de la nación.

Tras la tercera derrota de Bryan en 1908, Masters se apartó de la política activa para dedicarse a su bufete de abogados. Le fue bien: para 1914 tenía ingresos de unos $20.000 (más de $300.000 al año en dólares de 2012). Pero en 1913 recogería la tempestad de aquellos vientos sembrados una década antes. Tras la elección del demócrata Woodrow Wilson, Bryan propuso a Masters para juez de la Corte Federal de Apelaciones de Chicago. Masters hizo campaña activa por el puesto, y consiguió el apoyo de los jueces de la Corte Suprema de Illinois y de los congresistas federales del estado. Soñaba con los beneficios de la justicia federal: un excelente salario sin las presiones y las largas horas del bufete. Allí, le había asegurado su amigo el juez Landis, tendría tiempo suficiente para “escribir opiniones legales con una mano y poesía con la otra”.[7]

Tras meses de gestiones, cartas al presidente Wilson y falsas esperanzas, el puesto le fue otorgado a otro abogado. Masters rumió largamente las causas de su fracaso. “Yo tenía fama de ser un radical”, diría más tarde para explicarlo, refiriéndose a sus escritos sobre la Guerra Hispano-Estadounidense.[8] Sin ese fracaso, sin embargo, quizás nunca habría escrito el libro por el que hoy se le recuerda. Como diría en su autobiografía, “nombraron a un hombre de unos cincuenta y cinco años, y yo quedé fuera del asunto y libre para escribir Spoon River. […] Sin dudas, hubiese sido inapropiado para un juez federal haber escrito algunos de los textos de Spoon River”.


Spoon River Anthology

El mejor ejemplo de esos textos “inapropiados para un juez federal” quizás sea “Harry Wilmans”, uno de los poemas más espléndidos de la Spoon River Anthology. En ese epitafio el poeta regresa a su antigua pasión antiimperialista. Según el propio Masters, en el poema se yuxtaponen dos anécdotas y dos guerras: la de Cuba y la de Filipinas. Cuenta en su autobiografía que un día, estando en el cementerio de Lewistown (donde están enterrados muchos de los personajes que describe en los epitafios), escuchó las campanas de las iglesias tocar a rebato y fue hacia el pueblo a averiguar lo que sucedía. “Corrimos hasta la plaza: nos dijeron que se había declarado la guerra contra España; y allí estaba mi padre sobre una caja de embalaje dando un discurso, incitando a los jóvenes para que se enlistaran y fueran a liberar a Cuba del despotismo y la superstición”. La segunda parte del poema recrea el relato que le hizo un soldado que había participado en la invasión de las Filipinas.[9] Esta es mi traducción del poema:


   Harry Wilmans

   Yo acababa de cumplir los veintiuno,
   y Henry Phipps, el director de la escuela dominical,
   dio un discurso en la Ópera de Bindle.
   “El honor de la bandera hay que defenderlo”, dijo,
   “No importa si lo afrenta una tribu de bárbaros tagalos
   o la primera potencia europea”.
   Y nosotros vitoreamos y aplaudimos el discurso y la bandera, 
   él saludaba con la mano mientras nos hablaba.
   Y me fui a la guerra a pesar de los ruegos de mi padre,
   y seguí la bandera hasta que la vi izarse
   junto a nuestro campamento en un campo de arroz cerca de Manila,
   y todos vitoreamos y aplaudimos la bandera.
   Pero había allí moscas y alimañas venenosas;
   y aquella agua letal,
   y el calor inmisericorde,
   y la pútrida comida nauseabunda;
   y el olor de la trinchera que estaba tras las tiendas
   donde los soldados iban a vaciar sus tripas;
   y aquellas putas que nos seguían los pasos, rebosantes de sífilis;
   y los actos abominables de unos con otros o a solas,
   y los abusos, el odio, la degradación entre nosotros,
   y días para aborrecer y noches de espanto
   hasta el instante de la carga a través del pantano humeante,
   siguiendo la bandera,
   hasta caer aullando con una bala en las entrañas.
   ¡Ahora hay una bandera sobre mí en Spoon River!
   ¡Una bandera! ¡Una bandera!

Edgar Lee Masters llega a La Habana

En la biografía de Masters escrita por Herbert K. Russell hay un párrafo donde se enumeran lugares visitados por Masters, y entre ellos se menciona “Cuba”, sin más detalles. Pensé que se trataba del pueblo de Illinois que está en el mismo condado que Lewistown. Fue una intuición prudente pero errónea: Edgar Lee Masters en realidad había visitado la siempre fiel isla de Cuba. Siguiendo la pista que da Russell en las notas de la biografía, comencé a importunar a los amables archiveros de la Edgar Lee Masters Collection en Knox College,[10] la universidad que alguna vez tuvo entre sus alumnos al poeta, para que me ayudaran en mi búsqueda.

Poco después me confirmaron que tenían una carta del 22 de febrero de 1905 donde se mencionaba a Cuba, y dos días después recibí el facsímil prometido. Mientras lo abría pensé que a lo mejor todo era un malentendido. No lo era. La referencia a su viaje en la carta es breve, pero no insignificante. Dice Masters:


   Querido padre:
   Llegué de Cuba el viernes en la noche, tras sufrir retrasos en el barco 
   y en el tren. Tuvimos una tempestuosa travesía en el Golfo, con
   fuertes vientos y olas encrespadas.

   Cuba resultó ser como me la habían pintado. Si hubiese podido 
   quedarme allí dos semanas, sería un hombre nuevo. De todos modos,
   me sentí distinto tras cuatro días de estancia.

   […]
   Tu hijo
   Lee

¿En qué clase de hombre esperaría Masters convertirse tras dos semanas en la isla? En las notas de su biografía, Herbert Russell indica que no se sabe nada de ese viaje. Pero sería extraño, pensé, que un escritor tan prolífico, con más de cincuenta libros publicados y miles de cartas en los archivos de varias universidades, no hubiese dicho nada más de esa visita.



Carta de Edgar Lee Masters a su padre, del 22 de febrero de 1905, donde describe su visita a La Habana. Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois.

La mediocridad de muchos de sus libros le da un sabor de infinito a la vasta obra de Masters. A veces se tiene la impresión de que escribir todos esos tomos desangelados fue el precio fáustico que le tocó pagar por aquella temporada de 1914 y 1915, en la que se le permitió tomar dictado de los ángeles. Con resignación de beduino, comencé a buscar el rastro de Cuba en sus páginas más áridas.


Finalmente hallé una pista. La novela Children of the Market Place relata las aventuras de James Miles, un alter ego del autor, que conoce y se vuelve un ferviente partidario de Stephen Douglas, el rival de Lincoln admirado por Masters. La historia parece una recreación de la amistad de Masters con William Jennings Bryan. En la novela, James Miles, protagonista y narrador, se entera de que poco después de derrotar a Lincoln en la campaña de 1858 para el Senado, Douglas se va a recorrer los estados del Sur y visitar Cuba, lo cual es históricamente cierto. En la novela, James Miles decide ir con su esposa a La Habana para encontrarse allí con Douglas. Al llegar, se entera de que este se ha ido a visitar las cuevas de Bellamar. Miles y su esposa pasan tres días en La Habana esperando por el senador, sin mucho que hacer. Es fácil suponer que el relato de esos días en la novela —breve, soso— debe estar basado en la visita del propio Masters a La Habana en 1905
.


La ciudad se veía tan radiante bajo aquel sol dorado, y el aire era tan propicio, que decidí dedicar aquellas horas maravillosas a conocerla.

La Habana era tan desconocida para mí como para Dorothy. Era una ciudad española, por lo que no se parecía a Londres ni a ninguna otra ciudad inglesa. Tuve la impresión de que era del tamaño de Nueva York en 1833. Pasamos tres días recorriendo en coche el Paseo de Paula, el Malecón, el Prado bordeado de laureles, con sus elegantes casonas y clubes. Visitamos los parques, la Bolsa, las iglesias antiguas, el arsenal, el castillo de La Fuerza, construido por De Soto, las viejas plazas de Colón y Tacón, el Palacio; y vimos en la Catedral el medallón que identifica el sitio donde se colocaron los restos de Colón cuando los trajeron de Santo Domingo en 1796. Íbamos a cenar a los cafés y a los hoteles, fuimos al teatro y salíamos a caminar, cuando Dorothy se sentía con fuerzas, por los parques o a lo largo del muro que bordea el mar desde la Punta.[11]


Es difícil pensar que esa visita que describe pudiera cambiar a nadie. Algo más debió ver o vivir Edgar Lee Masters en La Habana para decir lo que afirma en la carta a su padre. Sea como fuese, al entrar en la bahía de La Habana, Masters tuvo que haber visto algo que de seguro no vio Douglas en 1858: los restos del Maine, un montón de chatarra tenebrosa que se asomaba aún sobre las aguas. No sabía entonces que aquel naufragio de pólvora, que para él representaba el fin de la república jeffersoniana, de alguna manera lo liberaría diez años más tarde para poder cantarla en la Antología de Spoon River.



Notas:

[1] The Letters of Ezra Pound to Margaret Anderson, página 59. New Directions, New York. 1988

[2] “The genesis of Spoon River”. Edgar Lee Masters.
The American Mercury, enero de 1933, páginas 38-55.

[3] Su nombre y biografía aparecen incluidos en el libro
Prominent Democrats of Illinois. Biographical Sketches Of Well Known Democratic Leaders. Democrat Publishing Co., Chicago. 1899.

[4]
Speeches of William Jennings Bryan, Volumen 2. Funk and Wagnalls. New York. 1913. El discurso pronunciado por Bryant en la Convención Demócrata de 1900 se titulaba “The Paralyzing Influence of Imperialism”. Entre otras cosas, afirma Bryan en su discurso: “If elected, I will convene Congress in extraordinary session as soon as inaugurated and recommend an immediate declaration of the nation’s purpose: first, to establish a stable form of government in the Philippine Islands, just as we are now establishing a stable form of government in Cuba; second, to give independence to the Cubans.”

[5]
The New Star Chamber and Other Essays, Edgar Lee Masters. The Hammeesmark Publishing Company. Chicago, 1904.

[6] Los tres extensos (y mediocres) poemas que forman el libro
Gettysburg, Manila, Acoma, de 1930, retratan claramente esta visión revisionista de la historia americana. “Gettysburg”, por ejemplo, es una apología de John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln.

[7]
Across Spoon River (Autobiografía), página 326. Edgar Lee Masters. University of Illinois Press. Chicago, 1991.

[8]
Edgar Lee Masters: A Biography, página 55. Herbert Russell. University of Illinois Press. Chicago, 2001. Russell comenta también que en otras ocasiones Masters, que en este asunto como en tantos otros cambió muchas veces de opinión, achacaba su fracaso a un escándalo en el que estaba envuelto por esa época su socio del bufete. La exhaustiva biografía escrita por Russell ha sido la “hoja de ruta” que he usado para investigar la vida de Edgar Lee Masters y para escribir este artículo. El uso que he hecho de ella no se resume a esta cita.

[9]
Spoon River Anthology. An Annotated Edition, páginas 281 y 417. Edgar Lee Masters, John E. Hallwas. University of Illinois Press. Chicago, 1991. En las notas de esta edición, Hallwas cita parte del párrafo de la autobiografía de Masters que incluyo aquí.

[10] Agradezco a MaryJo A. McAndrew, especialista de los archivos de Knox College, su amabilidad, eficacia y paciencia.


[11]
Children of the Market Place, páginas 296-298. Edgar Lee Masters. The MacMillan Company. New York, 1922.


Ilustración: Facsímil de la carta de Edgar Lee Masters. Special Collections and Archives, Knox College Library, Galesburg, Illinois.

Friday, December 21, 2012

Un soneto para Antonio de Gordon (en el día del fin del mundo)

Los visitantes habituales de este blog habrán visto dos posts que dediqué al Dr. Antonio de Gordon y de Acosta: "La maldición de ser habanero" y "La inutilidad de la inocencia". En las noches de frío y oscuridad que nos dejó Sandy de regalo hace siete semanas, leí yo a la luz de una vela el ensayo de Gordon sobre "Los loros y la tuberculosis". Pensaba en Gordon y en lo que he dado en llamar "el patriotismo pequeño", ese que no abarca las abstracciones, la bandera y una lista de agravios ecuménicos, sino el amor a ciertas calles, al café de la esquina, al sol de la tarde en una pared, a una ciudad quizás. 

Gordon ejerció ese patriotismo con ejemplaridad. Pocos habrán amado La Habana como él. Su obsesión dominante era acumular doctorados, y sin embargo, tres de los que siempre ostentó eran técnicamente falsos: había cursado los estudios y cumplido con todos los requisitos, pero no había hecho los ejercicios de grado. Tales ejercicios se hacían en Madrid, y Gordon se resistía a alejarse de La Habana. Mientras que otros patriotas de sable y sangre fueron razonablemente felices en Costa Rica, España, Jamaica o New York, este patriota trémulo de la calle San Nicolás no podía enfrentar la idea de vivir lejos de su casa, sus enfermos, sus alumnos y sus libros. 


La práctica de ese patriotismo pequeño se considera una insolencia en tiempos de héroes a caballo. El patriotismo peatonal de Gordon lo condenó al olvido. Ya lo dice el Galileo de Brecht: "Dichosa la patria que no necesita héroes". Pero nosotros, bayameses siempre listos para correr —o pedir a otros que corran— al sonido de todos los clarines, jamás nos hemos dado cuenta. 


A la luz decimonónica de una vela, cometí un soneto sobre el penoso destino de Gordon. No pensaba colgarlo aquí, por supuesto, pero considerando que hoy se acaba el mundo, lo publico. En el improbable caso de que sigamos dando vueltas alrededor del Sol mañana, 22 de diciembre, les ruego que se olviden de estos catorce tropiezos.


Antonio de Gordon y de Acosta


El oro y el saber fueron la herencia 

que tu orfandad te deparó al inicio
de una vida perdida en el servicio
de huérfanos de pan y de paciencia.

Tenías en los claustros y la ciencia
tu patria; y en la vanidad tu vicio:
en siete cátedras brilló tu oficio
y habitó siete lenguas tu inocencia.

La ingratitud fue la moneda dura
con que tu patria te pagó, el olvido
tu única estatua en la nación cubana.

Soñaste con el mármol que perdura
en vano, Gordon: te perdió haber sido
un hombre enamorado de La Habana.

Monday, December 17, 2012

"Siempre nos quedará Madrid": el terrible y feliz destierro de Enrique del Risco

Esta semana el New York Times publicó la noticia de que en una subasta alguien había pagado $602,500 por el pequeño piano de la película Casablanca. No es el piano del Rick’s Café Américain donde Sam toca el tema que todo el mundo conoce, sino el otro, el que aparece silencioso y fugaz en la escena que rememora el amor de Ilsa y Rick en París. Esos días parisinos son a la larga la razón de todo lo que sucede en Casablanca. "Siempre nos quedará París", le dice Rick a Ilsa para convencerla de que debe partir al final de la película. Rick sabe que la nostalgia puede ser útil si se usa en dosis prudentes. La prueba de ello es que Ilsa se va en el avión y el capitán Renault ordena arrestar a los sospechosos habituales poco antes de que salga el letrero: The End.

E
sta semana leí Siempre nos quedará Madrid (Sudaquia Editores, New York, 2012), el libro de memorias de Enrique del Risco sobre su vida en España a mediado de los años noventa.


Comencé a leerlo con más temor que esperanza. ¿Por qué se le habría ocurrido a Del Risco contar una historia que comparten —con diferentes matices y la misma esencia— casi dos millones de cubanos? ¿No se daría cuenta de que los cubanos no leen memorias de compatriotas porque nuestro egocentrismo innato nos impide mostrar interés por nadie que tenga un cuento semejante al nuestro? El libro me ha curado de esos temores. A medida que avanzaba en su lectura, fui constatando con creciente alivio que Del Risco, como Rick, sabe dosificar la nostalgia y atrapar al lector con un relato directo... al mentón.

Siempre nos quedará Madrid merece leerse por varias razones, más allá de la muy saludable de poner a un lado nuestro egocentrismo. La primera es la peculiar visión que el autor tiene del destierro. La historia canónica del exilio cubano supone que alguien sale de Cuba y triunfa en el extranjero, pero a pesar del éxito y el nivel de vida alcanzados añora cada día su Isla. Del Risco propone la antítesis de ese canon. Su libro es la historia de dos jóvenes —el autor y su esposa— que llegan a España y "se comen un cable", pero que cada día se sienten dichosos de haber logrado largarse de la Isla.

Esa dicha no es un síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la fe a la desesperación después de visitar el desengaño y naufragar en el aburrimiento. Y ahí está uno de los mayores hallazgos de estas memorias. Del Risco va dibujando —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del "socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia. 

El contrapeso de ese destierro es otro tema recurrente en Siempre nos quedará Madrid: el reencuentro con las tradiciones y costumbres occidentales extirpadas de la Isla en favor de una quimera atea y colectivista. Cada detalle de Madrid, desde la voz que anuncia la próxima parada del metro hasta la celebración de la Navidad, son señales de un mundo largamente perdido, pero con el que hay una relación viceral que sobrevive. En su relato de las procesiones de Semana Santa en Cádiz, una salida al cine, un picnic en el Parque del Retiro o la celebración de la Navidad en Madrid, y en su recurrente evocación de la amistad y la familia, Del Risco perfila de soslayo, metafóricamente, las posibilidades y los límites del reencuentro de Cuba con su propia tradición y esencia. Su libro puede leerse como el retrato de la emigración cubana de los noventa, pero también como un esperanzador atisbo de sobrevida.

Y esas señales vienen administradas con una mezcla de humor y agudeza que no sorprenderá a los lectores de sus libros anteriores o los visitantes habituales de su blog ("Enrisco"), pero que agradecerán todos los que se asomen a este libro. En una historia llena de posibles trampas para el narrador (la reiteración de lo conocido, la exageración cubana, el sentimentalismo del exiliado), Del Risco logra una y otra vez desmentir a Máximo Gómez. No puede uno leer este su relato sin admirar las numerosas ocasiones en que logra combinar las palabras y las cosas en su proporción más natural, llegando —sin pasarse— adonde quiere llevar al lector. Será el sentido del ritmo que tienen los humoristas o será que Del Risco es la excepción que confirma la regla de Gómez, pero en la receta de este libro cada ingrediente está medido con la obsesión por la exactitud de un relojero suizo.

Al final, el héroe convence a la chica de que se vaya en el avión con una versión ibérica de la frase de Bogart: "Siempre nos quedará Madrid'. Pero la chica, que al cabo es la protagonista del libro, se lleva al héroe en el avión con ella. García Márquez dijo alguna vez en una entrevista que él escribía para que sus amigos lo quisieran más. Después de terminar el libro, uno queda con la impresión de que Del Risco escribe también para que sus amigos lo quieran más... y que, con estas memorias, probablemente lo consiga.

Sunday, December 9, 2012

La inutilidad de la inocencia: olvido y muerte de Antonio de Gordon (II)

[Este post es la continuación del anterior, "Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)", que colgué hace casi un mes. Pienso colgar pronto el tercero (y final) sobre este tema.]

La Orden Militar No. 266 del 5 de julio de 1900, dictada por el Gobierno Interventor norteamericano en Cuba, dejó cesante a Antonio de Gordon y de Acosta. El más brillante de los profesores de la Universidad de La Habana, y el hombre que había donado varios de sus laboratorios científicos, quedaba así expulsado de su cátedra. La Orden Militar No. 266 era en realidad la reforma del sistema de educación de Cuba que se conoce como "Plan Varona", por haber sido Enrique José Varona quien lo escribiera e implementara.

Se dice que la causa de la cesantía* de Gordon fue haber brindado sus servicios como médico de un batallón de Voluntarios 25 años antes, en la década de 1870. El dato sugiere dos sospechas. La primera es que difícilmente Gordon podría ser un partidario entusiasta de los Voluntarios. En 1871, ocho de los compañeros de carrera de Gordon habían sido fusilados, como todo el mundo sabe. Y uno de los fusilados, Anacleto Bermúdez, era además cuñado de Gordon. Los tres (Gordon, su esposa y Anacleto Bermúdez) tenían entre 19 y 20 años cuando ocurrió el fusilamiento. Es fácil suponer que siendo cuñados, jóvenes y compañeros de carrera, fueran amigos, y que la esposa de Gordon quedara devastada con la muerte de su hermano. Es fácil suponer que Gordon estaba enamorado de ella: se casaron con 19 años, ella murió cinco años después, y Gordon esperó casi veinte años para volver a casarse. ¿Podía haber sido Gordon un fervoroso partidario de los Voluntarios que provocaron el fusilamiento de los estudiantes de medicina? Es más lógico pensar que Gordon era entonces un joven que ansiaba brillar en la Universidad y en la sociedad habanera (era vanidoso) y que temió negarse a ser médico de los Voluntarios.

Y Varona, ¿habrá expulsado a Gordon (y a otra docena de brillantes profesores) motivado por un ferviente patriotismo? También es de dudar. La Orden Militar No. 266 por la cual se estableció el "Plan Varona" iba firmada por el Gobernador norteamericano, pues Varona era secretario (ministro) del gobierno interventor americano en Cuba. Y Varona apoyó también la segunda intervención americana. (Después se hizo antiimperialista, pero en la época en que expulsó a Gordon de su cátedra era un eficiente servidor del Gobierno Interventor americano.) 


Varona había sido independentista durante la Guerra de los Diez Años antes de convertirse en uno de los líderes del Partido Autonomista durante el período entreguerras, para después volver a ser independentista y llegar a dirigir el periódico "Patria" tras la muerte de Martí. ¿Por qué un hombre que había servido con entusiasmo al gobierno interventor y que había cambiado de ideario y de bandera varias veces no podía perdonar que Gordon hubiese sido médico de un batallón de Voluntarios en su juventud? ¿Habrá sido un arranque de envidia positivista?

Foto tomada de la revista Anales de la 
Academia de Ciencias Médicas, Físicas y
Naturales de La Habana, Tomo LIV, 

1917-1918, pág. 401
La indignación contra el "Plan Varona" —y la subsecuente caza de brujas en la Universidad de La Habana— es evidente en el "Elogio" a Gordon leído por el Dr. Jorge Le-Roy y Cassá, su discípulo y colega, en la sesión de la Academia de Ciencias de La Habana el 8 de febrero de 1918**, a un año exacto de su muerte. Dice Le-Roy:
La dedicación constante a la enseñanza, los méritos adquiridos, los derechos conquistados, los donativos científicos realizados durante aquel cuarto de centuria, se desplomaron ante una Orden Militar, dictada no por el gobernante extranjero sino por un cubano que, en su afán de demoler el secular edificio de nuestra cultura, de trastornar hasta los cimientos nuestra alma mater, ocupando la Secretaría de Instrucción Pública, redactó aquel funesto Plan de enseñanza, conocido con el nombre de su autor, y desterró de aquellas aulas, que quizás casualmente pisara alguna vez, a hombres encanecidos en la enseñanza y a los que acompañaron siempre el respeto, la consideración y el cariño de sus compañeros y discípulos. Los nombres de Hernández Barreiro, de Berriel, de Céspedes, de Campos, de Carbonell, de Rovira, de Vildósola, de Cubas —el defensor de los estudiantes de medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871— de Górdon [sic] y de otros más, son pruebas evidentes de la actuación de aquel Secretario de Instrucción Pública de la primera intervención americana, que no quiero calificar por no hacer estremecer en sus tumbas a muchos de los que acabo de nombrar.
La expulsión de la Universidad fue para Gordon una condena a muerte. Tenía 52 años y siete doctorados, era rico y hablaba media docena de idiomas: podría haberse largado de aquella Habana desagradecida y vengativa. Podría haber sido feliz en París, en Madrid, en Londres, en Berlín o en New York, de cuyas sociedades científicas era miembro. Pero no fue capaz de irse, que es la peor tara con la que alguien pueda nacer en Cuba. Irremedaiblemente enamorado de su ciudad y de su universidad, optó por encerrarse en su casa de la calle San Nicolás #54 para no volver salir de allí nunca más, excepto para atender los negocios de la familia. La última vez que asistió a una sesión de la Academia fue en 1908, para entregar a Le-Roy un premio que desde hacía años financiaba el mismo Gordon. En esa última visita leyó una ponencia titulada "Sobre el suicidio", que podría leerse como un ensayo sobre su decisión de quedarse en La Habana.

En los nueve años de vida que le quedaban, nunca más regresó a la Academia de Ciencias. Muy pronto fue olvidado por todos, excepto un pequeño grupo de amigos fieles, como suele suceder en esos casos. Esa muerte y ese olvido los resume Le-Roy en un párrafo de su "Elogio" con el que termino:

Un sello de tristeza, consecuencia de las amargas decepciones sufridas, veló aquella penetrante mirada; su marcha ya no era rápida y si su salud aparentemente no se resentía, sorda dolencia preparaba el súbito ataque de angina de pecho que cortó su existencia en la mañana del 8 de febrero de 1917. Fué dicho ataque el primero y el último y solo le dio tiempo para formular el diagnóstico de su enfermedad y decirle a su esposa que se moría. Momentos después, al acompañar su cadáver, tendido en medio de sus libros, rodeado de sus hijos y de los amigos que le permanecimos fieles, meditaba yo acerca de la inestabilidad de la vida humana y de las injusticias de los hombres, y cuando a la tarde siguiente llevábamos sus inanimados restos sus muchos amigos, sus viejos discípulos y sus compañeros de Universidad y de esta Academia, no pudimos menos que extrañar la ausencia de la juventud escolar que, en tan breve periodo de tiempo, olvidara al profesor que tanto nos enseñara.  
* * *

* La Orden Militar No. 266 no dice explícitamente que se expulsará a nadie de la Universidad por haber sido proespañol, pero todos los comentaristas coinciden en que estaba escrita de modo que quedaran excluidos los profesores a los que se consideraba políticamente inaceptables.

** "Elogio del Dr. Antonio de Gordon y de Acosta", Dr. Jorge Le-Roy y Cassá. Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, Tomo LIV, 1917-1918, págs. 401-420