Gordon ejerció ese patriotismo con ejemplaridad. Pocos habrán amado La Habana como él. Su obsesión dominante era acumular doctorados, y sin embargo, tres de los que siempre ostentó eran técnicamente falsos: había cursado los estudios y cumplido con todos los requisitos, pero no había hecho los ejercicios de grado. Tales ejercicios se hacían en Madrid, y Gordon se resistía a alejarse de La Habana. Mientras que otros patriotas de sable y sangre fueron razonablemente felices en Costa Rica, España, Jamaica o New York, este patriota trémulo de la calle San Nicolás no podía enfrentar la idea de vivir lejos de su casa, sus enfermos, sus alumnos y sus libros.
La práctica de ese patriotismo pequeño se considera una insolencia en tiempos de héroes a caballo. El patriotismo peatonal de Gordon lo condenó al olvido. Ya lo dice el Galileo de Brecht: "Dichosa la patria que no necesita héroes". Pero nosotros, bayameses siempre listos para correr —o pedir a otros que corran— al sonido de todos los clarines, jamás nos hemos dado cuenta.
A la luz decimonónica de una vela, cometí un soneto sobre el penoso destino de Gordon. No pensaba colgarlo aquí, por supuesto, pero considerando que hoy se acaba el mundo, lo publico. En el improbable caso de que sigamos dando vueltas alrededor del Sol mañana, 22 de diciembre, les ruego que se olviden de estos catorce tropiezos.
Antonio de Gordon y de Acosta
El oro y el saber fueron la herencia
que tu orfandad te deparó al inicio
de una vida perdida en el servicio
de huérfanos de pan y de paciencia.
Tenías en los claustros y la ciencia
tu patria; y en la vanidad tu vicio:
en siete cátedras brilló tu oficio
y habitó siete lenguas tu inocencia.
La ingratitud fue la moneda dura
con que tu patria te pagó, el olvido
tu única estatua en la nación cubana.
Soñaste con el mármol que perdura
en vano, Gordon: te perdió haber sido
un hombre enamorado de La Habana.