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Friday, December 21, 2012

Un soneto para Antonio de Gordon (en el día del fin del mundo)

Los visitantes habituales de este blog habrán visto dos posts que dediqué al Dr. Antonio de Gordon y de Acosta: "La maldición de ser habanero" y "La inutilidad de la inocencia". En las noches de frío y oscuridad que nos dejó Sandy de regalo hace siete semanas, leí yo a la luz de una vela el ensayo de Gordon sobre "Los loros y la tuberculosis". Pensaba en Gordon y en lo que he dado en llamar "el patriotismo pequeño", ese que no abarca las abstracciones, la bandera y una lista de agravios ecuménicos, sino el amor a ciertas calles, al café de la esquina, al sol de la tarde en una pared, a una ciudad quizás. 

Gordon ejerció ese patriotismo con ejemplaridad. Pocos habrán amado La Habana como él. Su obsesión dominante era acumular doctorados, y sin embargo, tres de los que siempre ostentó eran técnicamente falsos: había cursado los estudios y cumplido con todos los requisitos, pero no había hecho los ejercicios de grado. Tales ejercicios se hacían en Madrid, y Gordon se resistía a alejarse de La Habana. Mientras que otros patriotas de sable y sangre fueron razonablemente felices en Costa Rica, España, Jamaica o New York, este patriota trémulo de la calle San Nicolás no podía enfrentar la idea de vivir lejos de su casa, sus enfermos, sus alumnos y sus libros. 


La práctica de ese patriotismo pequeño se considera una insolencia en tiempos de héroes a caballo. El patriotismo peatonal de Gordon lo condenó al olvido. Ya lo dice el Galileo de Brecht: "Dichosa la patria que no necesita héroes". Pero nosotros, bayameses siempre listos para correr —o pedir a otros que corran— al sonido de todos los clarines, jamás nos hemos dado cuenta. 


A la luz decimonónica de una vela, cometí un soneto sobre el penoso destino de Gordon. No pensaba colgarlo aquí, por supuesto, pero considerando que hoy se acaba el mundo, lo publico. En el improbable caso de que sigamos dando vueltas alrededor del Sol mañana, 22 de diciembre, les ruego que se olviden de estos catorce tropiezos.


Antonio de Gordon y de Acosta


El oro y el saber fueron la herencia 

que tu orfandad te deparó al inicio
de una vida perdida en el servicio
de huérfanos de pan y de paciencia.

Tenías en los claustros y la ciencia
tu patria; y en la vanidad tu vicio:
en siete cátedras brilló tu oficio
y habitó siete lenguas tu inocencia.

La ingratitud fue la moneda dura
con que tu patria te pagó, el olvido
tu única estatua en la nación cubana.

Soñaste con el mármol que perdura
en vano, Gordon: te perdió haber sido
un hombre enamorado de La Habana.

Sunday, December 9, 2012

La inutilidad de la inocencia: olvido y muerte de Antonio de Gordon (II)

[Este post es la continuación del anterior, "Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)", que colgué hace casi un mes. Pienso colgar pronto el tercero (y final) sobre este tema.]

La Orden Militar No. 266 del 5 de julio de 1900, dictada por el Gobierno Interventor norteamericano en Cuba, dejó cesante a Antonio de Gordon y de Acosta. El más brillante de los profesores de la Universidad de La Habana, y el hombre que había donado varios de sus laboratorios científicos, quedaba así expulsado de su cátedra. La Orden Militar No. 266 era en realidad la reforma del sistema de educación de Cuba que se conoce como "Plan Varona", por haber sido Enrique José Varona quien lo escribiera e implementara.

Se dice que la causa de la cesantía* de Gordon fue haber brindado sus servicios como médico de un batallón de Voluntarios 25 años antes, en la década de 1870. El dato sugiere dos sospechas. La primera es que difícilmente Gordon podría ser un partidario entusiasta de los Voluntarios. En 1871, ocho de los compañeros de carrera de Gordon habían sido fusilados, como todo el mundo sabe. Y uno de los fusilados, Anacleto Bermúdez, era además cuñado de Gordon. Los tres (Gordon, su esposa y Anacleto Bermúdez) tenían entre 19 y 20 años cuando ocurrió el fusilamiento. Es fácil suponer que siendo cuñados, jóvenes y compañeros de carrera, fueran amigos, y que la esposa de Gordon quedara devastada con la muerte de su hermano. Es fácil suponer que Gordon estaba enamorado de ella: se casaron con 19 años, ella murió cinco años después, y Gordon esperó casi veinte años para volver a casarse. ¿Podía haber sido Gordon un fervoroso partidario de los Voluntarios que provocaron el fusilamiento de los estudiantes de medicina? Es más lógico pensar que Gordon era entonces un joven que ansiaba brillar en la Universidad y en la sociedad habanera (era vanidoso) y que temió negarse a ser médico de los Voluntarios.

Y Varona, ¿habrá expulsado a Gordon (y a otra docena de brillantes profesores) motivado por un ferviente patriotismo? También es de dudar. La Orden Militar No. 266 por la cual se estableció el "Plan Varona" iba firmada por el Gobernador norteamericano, pues Varona era secretario (ministro) del gobierno interventor americano en Cuba. Y Varona apoyó también la segunda intervención americana. (Después se hizo antiimperialista, pero en la época en que expulsó a Gordon de su cátedra era un eficiente servidor del Gobierno Interventor americano.) 


Varona había sido independentista durante la Guerra de los Diez Años antes de convertirse en uno de los líderes del Partido Autonomista durante el período entreguerras, para después volver a ser independentista y llegar a dirigir el periódico "Patria" tras la muerte de Martí. ¿Por qué un hombre que había servido con entusiasmo al gobierno interventor y que había cambiado de ideario y de bandera varias veces no podía perdonar que Gordon hubiese sido médico de un batallón de Voluntarios en su juventud? ¿Habrá sido un arranque de envidia positivista?

Foto tomada de la revista Anales de la 
Academia de Ciencias Médicas, Físicas y
Naturales de La Habana, Tomo LIV, 

1917-1918, pág. 401
La indignación contra el "Plan Varona" —y la subsecuente caza de brujas en la Universidad de La Habana— es evidente en el "Elogio" a Gordon leído por el Dr. Jorge Le-Roy y Cassá, su discípulo y colega, en la sesión de la Academia de Ciencias de La Habana el 8 de febrero de 1918**, a un año exacto de su muerte. Dice Le-Roy:
La dedicación constante a la enseñanza, los méritos adquiridos, los derechos conquistados, los donativos científicos realizados durante aquel cuarto de centuria, se desplomaron ante una Orden Militar, dictada no por el gobernante extranjero sino por un cubano que, en su afán de demoler el secular edificio de nuestra cultura, de trastornar hasta los cimientos nuestra alma mater, ocupando la Secretaría de Instrucción Pública, redactó aquel funesto Plan de enseñanza, conocido con el nombre de su autor, y desterró de aquellas aulas, que quizás casualmente pisara alguna vez, a hombres encanecidos en la enseñanza y a los que acompañaron siempre el respeto, la consideración y el cariño de sus compañeros y discípulos. Los nombres de Hernández Barreiro, de Berriel, de Céspedes, de Campos, de Carbonell, de Rovira, de Vildósola, de Cubas —el defensor de los estudiantes de medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871— de Górdon [sic] y de otros más, son pruebas evidentes de la actuación de aquel Secretario de Instrucción Pública de la primera intervención americana, que no quiero calificar por no hacer estremecer en sus tumbas a muchos de los que acabo de nombrar.
La expulsión de la Universidad fue para Gordon una condena a muerte. Tenía 52 años y siete doctorados, era rico y hablaba media docena de idiomas: podría haberse largado de aquella Habana desagradecida y vengativa. Podría haber sido feliz en París, en Madrid, en Londres, en Berlín o en New York, de cuyas sociedades científicas era miembro. Pero no fue capaz de irse, que es la peor tara con la que alguien pueda nacer en Cuba. Irremedaiblemente enamorado de su ciudad y de su universidad, optó por encerrarse en su casa de la calle San Nicolás #54 para no volver salir de allí nunca más, excepto para atender los negocios de la familia. La última vez que asistió a una sesión de la Academia fue en 1908, para entregar a Le-Roy un premio que desde hacía años financiaba el mismo Gordon. En esa última visita leyó una ponencia titulada "Sobre el suicidio", que podría leerse como un ensayo sobre su decisión de quedarse en La Habana.

En los nueve años de vida que le quedaban, nunca más regresó a la Academia de Ciencias. Muy pronto fue olvidado por todos, excepto un pequeño grupo de amigos fieles, como suele suceder en esos casos. Esa muerte y ese olvido los resume Le-Roy en un párrafo de su "Elogio" con el que termino:

Un sello de tristeza, consecuencia de las amargas decepciones sufridas, veló aquella penetrante mirada; su marcha ya no era rápida y si su salud aparentemente no se resentía, sorda dolencia preparaba el súbito ataque de angina de pecho que cortó su existencia en la mañana del 8 de febrero de 1917. Fué dicho ataque el primero y el último y solo le dio tiempo para formular el diagnóstico de su enfermedad y decirle a su esposa que se moría. Momentos después, al acompañar su cadáver, tendido en medio de sus libros, rodeado de sus hijos y de los amigos que le permanecimos fieles, meditaba yo acerca de la inestabilidad de la vida humana y de las injusticias de los hombres, y cuando a la tarde siguiente llevábamos sus inanimados restos sus muchos amigos, sus viejos discípulos y sus compañeros de Universidad y de esta Academia, no pudimos menos que extrañar la ausencia de la juventud escolar que, en tan breve periodo de tiempo, olvidara al profesor que tanto nos enseñara.  
* * *

* La Orden Militar No. 266 no dice explícitamente que se expulsará a nadie de la Universidad por haber sido proespañol, pero todos los comentaristas coinciden en que estaba escrita de modo que quedaran excluidos los profesores a los que se consideraba políticamente inaceptables.

** "Elogio del Dr. Antonio de Gordon y de Acosta", Dr. Jorge Le-Roy y Cassá. Anales de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, Tomo LIV, 1917-1918, págs. 401-420

Tuesday, November 20, 2012

Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)

Antonio de Gordon y de Acosta fue un habanero del siglo XIX, pero su biografía puede leerse como un cuento de Borges. Nació en 1848 en una familia donde sobraba el dinero y no escaseaba el ingenio. Su apellido y sus cabellos rubios delataban antepasados escoceses. Huérfano desde niño, fue criado por sus padrinos, Gonzalo Alfonso y Merced Poey, la hermana de Felipe Poey. 

Estudió en el Colegio El Salvador de José de la Luz y Caballero, donde también fue maestro. Inició sus estudios de medicina en la Universidad de La Habana en 1865. En mayo del 69, con 20 años de edad, se casa con Pilar Bermúdez y González. Obtiene su licenciatura en octubre de 1871, dos meses antes del fusilamiento de sus ocho compañeros de carrera. Uno de ellos, Anacleto Bermúdez, era hermano de su esposa. En 1875 muere Pilar. Antonio, ya viudo y padre de dos hijos, recibe su doctorado en medicina y cirugía al año siguiente.

A partir de esa fecha, Antonio de Gordon se dedicó a coleccionar licenciaturas y doctorados con la furiosa obsesión de un filatelista. Obtuvo sucesivamente todos los títulos que expedía la Universidad de La Habana en esa época: Farmacia (1880); Física (1880); Derecho administrativo (1882); Derecho civil y canónico (1883); Filosofía y letras (1883); Pedagogía (1892). En los ratos libres que le dejaban los estudios de esas disciplinas, la práctica de la medicina y su labor como profesor de Obstetricia, aprendió inglés, francés, alemán, latín, griego, hebreo y sánscrito. 

Llegó a ser miembro de más de cien sociedades científicas de una docena de países, y en la Universidad de La Habana fue un profesor legendario por sus conocimientos y su generosidad. A la universidad, que fue al cabo su única patria, donó de su bolsillo varios laboratorios de ciencias que se llevaron buena parte de su fortuna. Se cuenta —y es fácil creerlo— que tenía una memoria portentosa. Sus clases y conferencias, dictadas sin notas, estaban salpicadas de decenas de citas de diferentes autores y lenguas, cada una recitada de memoria, y con la obra y el número de página donde la había leído. 

Publicó numerosas monografías, cuyos títulos por sí mismos nos sirven para historiar sus obsesión wikipédica por el conocimiento: "El tabaco en Cuba: Apuntes para su historia", "Indicaciones terapéuticas de la música", "Los incendios, los bomberos y la higiene", "La legislation sanitaria escolar en los principales estados de Europa", "Higiene del ciclismo en Cuba", "El azúcar como alimento del hombre", "Medicina indígena de Cuba", "La Iglesia y la cremación", "El primer ruido fisiológico del corazón", "Los loros y la tuberculosis", etc., etc.  

De Gordon, con vanidad infantil, ponía la atiborrada lista de sus títulos y honores en la primera página de sus monografías —como se puede ver en la foto de la derecha. Un superficial examen de algunas de ellas (he leído solo tres, y de pasada) podría sugerir que su voracidad acumulativa iba acompañada de exiguas dotes creadoras. Sus obras parecen a ratos composiciones de un niño prodigio. Cita con soltura a autores clásicos griegos y latinos, enciclopedistas franceses y reinas escandinavas de una manera que parece más encaminada a demostrar sus lecturas que a enriquecer la exposición. La originalidad no abunda en sus páginas, ni tampoco la agudeza para comentar las ideas de los autores que expone. Pero es imposible no admirar el monstruoso conocimiento que demuestra de cada tema, y de la historia y de la bibliografía de cada idea que menciona o explica.  

En el orden personal, los testimonios de sus contemporáneos sugieren que era un hombre feliz y caritativo. Además de sus cuantiosas donaciones a la universidad habanera, en la época de la Reconcentración de Weyler Antonio de Gordon fundó —en colaboración con el Obispo de La Habana— tres dispensarios para niños pobres en la ciudad. Con su dinero ayudaba a pagar los costos, y además brindaba en ellos sus servicios a diario. El primer dispensario fue fundado por De Gordon en noviembre de 1896 en los bajos del propio Palacio Episcopal de monseñor Santader y Frutos, y bajo la advocación de la Virgen de la Caridad. Allí se antendieron y salvaron cientos de víctimas de la Reconcentración. (Esta anécdota podría ayudar a redondear la imagen de un obispo que por otra parte fue fervoroso enemigo de la independencia cubana, y que brindó sus iglesias como cuarteles a las tropas españolas.)

Probablemente no haya habido entre los cubanos nadie que acumulara, y recordara, tantos conocimientos. Alguien que haya tratado de escribir —literalmente— la historia del tabaco, definir los efectos terapéuticos de la música y de la bicicleta, y descubrir la relación entre los loros y la tuberculosis debería tener su lugar asegurado en el panteón disparatado de nuestra historia. A Antonio de Gordon, sin embargo, le estuvieron deparados el oprobio y el olvido. De eso hablaré en el próximo post.