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Tuesday, November 20, 2012

Antonio de Gordon: la maldición de ser habanero y querer saberlo todo (I)

Antonio de Gordon y de Acosta fue un habanero del siglo XIX, pero su biografía puede leerse como un cuento de Borges. Nació en 1848 en una familia donde sobraba el dinero y no escaseaba el ingenio. Su apellido y sus cabellos rubios delataban antepasados escoceses. Huérfano desde niño, fue criado por sus padrinos, Gonzalo Alfonso y Merced Poey, la hermana de Felipe Poey. 

Estudió en el Colegio El Salvador de José de la Luz y Caballero, donde también fue maestro. Inició sus estudios de medicina en la Universidad de La Habana en 1865. En mayo del 69, con 20 años de edad, se casa con Pilar Bermúdez y González. Obtiene su licenciatura en octubre de 1871, dos meses antes del fusilamiento de sus ocho compañeros de carrera. Uno de ellos, Anacleto Bermúdez, era hermano de su esposa. En 1875 muere Pilar. Antonio, ya viudo y padre de dos hijos, recibe su doctorado en medicina y cirugía al año siguiente.

A partir de esa fecha, Antonio de Gordon se dedicó a coleccionar licenciaturas y doctorados con la furiosa obsesión de un filatelista. Obtuvo sucesivamente todos los títulos que expedía la Universidad de La Habana en esa época: Farmacia (1880); Física (1880); Derecho administrativo (1882); Derecho civil y canónico (1883); Filosofía y letras (1883); Pedagogía (1892). En los ratos libres que le dejaban los estudios de esas disciplinas, la práctica de la medicina y su labor como profesor de Obstetricia, aprendió inglés, francés, alemán, latín, griego, hebreo y sánscrito. 

Llegó a ser miembro de más de cien sociedades científicas de una docena de países, y en la Universidad de La Habana fue un profesor legendario por sus conocimientos y su generosidad. A la universidad, que fue al cabo su única patria, donó de su bolsillo varios laboratorios de ciencias que se llevaron buena parte de su fortuna. Se cuenta —y es fácil creerlo— que tenía una memoria portentosa. Sus clases y conferencias, dictadas sin notas, estaban salpicadas de decenas de citas de diferentes autores y lenguas, cada una recitada de memoria, y con la obra y el número de página donde la había leído. 

Publicó numerosas monografías, cuyos títulos por sí mismos nos sirven para historiar sus obsesión wikipédica por el conocimiento: "El tabaco en Cuba: Apuntes para su historia", "Indicaciones terapéuticas de la música", "Los incendios, los bomberos y la higiene", "La legislation sanitaria escolar en los principales estados de Europa", "Higiene del ciclismo en Cuba", "El azúcar como alimento del hombre", "Medicina indígena de Cuba", "La Iglesia y la cremación", "El primer ruido fisiológico del corazón", "Los loros y la tuberculosis", etc., etc.  

De Gordon, con vanidad infantil, ponía la atiborrada lista de sus títulos y honores en la primera página de sus monografías —como se puede ver en la foto de la derecha. Un superficial examen de algunas de ellas (he leído solo tres, y de pasada) podría sugerir que su voracidad acumulativa iba acompañada de exiguas dotes creadoras. Sus obras parecen a ratos composiciones de un niño prodigio. Cita con soltura a autores clásicos griegos y latinos, enciclopedistas franceses y reinas escandinavas de una manera que parece más encaminada a demostrar sus lecturas que a enriquecer la exposición. La originalidad no abunda en sus páginas, ni tampoco la agudeza para comentar las ideas de los autores que expone. Pero es imposible no admirar el monstruoso conocimiento que demuestra de cada tema, y de la historia y de la bibliografía de cada idea que menciona o explica.  

En el orden personal, los testimonios de sus contemporáneos sugieren que era un hombre feliz y caritativo. Además de sus cuantiosas donaciones a la universidad habanera, en la época de la Reconcentración de Weyler Antonio de Gordon fundó —en colaboración con el Obispo de La Habana— tres dispensarios para niños pobres en la ciudad. Con su dinero ayudaba a pagar los costos, y además brindaba en ellos sus servicios a diario. El primer dispensario fue fundado por De Gordon en noviembre de 1896 en los bajos del propio Palacio Episcopal de monseñor Santader y Frutos, y bajo la advocación de la Virgen de la Caridad. Allí se antendieron y salvaron cientos de víctimas de la Reconcentración. (Esta anécdota podría ayudar a redondear la imagen de un obispo que por otra parte fue fervoroso enemigo de la independencia cubana, y que brindó sus iglesias como cuarteles a las tropas españolas.)

Probablemente no haya habido entre los cubanos nadie que acumulara, y recordara, tantos conocimientos. Alguien que haya tratado de escribir —literalmente— la historia del tabaco, definir los efectos terapéuticos de la música y de la bicicleta, y descubrir la relación entre los loros y la tuberculosis debería tener su lugar asegurado en el panteón disparatado de nuestra historia. A Antonio de Gordon, sin embargo, le estuvieron deparados el oprobio y el olvido. De eso hablaré en el próximo post.