Los padres del nuevo demócrata, allá por los sesenta, eran unos muchachos entusiastas que apoyaban la Revolución. "Estaban con el proceso", vamos, eran de los que gritaban aquello de que "si Fidel es comunista, que me pongan en la lista". Por esa época, el Cardenal —que aún no era cura ni cardenal— estudiaba en un frío seminario canadiense.
En el verano del 64, mientras los padres de nuestro demócrata inauguraban apartamento en el reparto Pastorita y parían a los futuros demócratas, el futuro cardenal regresaba a Cuba y era ordenado sacerdote, o "cura", como ya decían despectivamente los padres de nuestro demócrata de hoy.
El futuro cardenal se fue a trabajar a pueblos ignotos de Matanzas, entre la burla y la persecución de los afiebrados revolucionarios del momento. Nuestro demócrata era muy chiquitico en esa época y no se acuerda, pero sus padres participaban con entusiasmo en los abusos contra el cura y sus feligreses.
Dos años más tarde, en la época en que los padres de nuestro demócrata se hiceron miembros del partido y consiguieron su primer ascenso en el trabajo, el futuro cardenal, que era por entonces el cura más popular de Matanzas, fue enviado a los campos de concentración —sí, los campos de concentración— de la UMAP. Los padres de nuestro demócrata redoblaban mientras tanto su apoyo a la Revolución.
Para 1970 el futuro cardenal había salido del campo de concentración —donde celebraba la misa clandestinamente usando un jarro de aluminio como cáliz— y estaba de vuelta en Matanzas. Ahora celebraba la misa en medio de las congas que organizaban en el parque los padres del futuro demócrata (o sus "compañeros") para impedir a los católicos escuchar la ceremonia. El futuro demócrata comenzaba ya a ir a la escuela. Sus padres le habían advertido que no se juntara con los calambucos (los católicos y los testigos de Jehová), porque esa gente sólo podía traerle problemas.
El consejo tomó especial significado después del Primer Congreso de Educación y Cultura, en la primavera del 71. El futuro demócrata vio como desaparecían de su escuela los maestros que iban a la iglesia o eran "flojitos". Fue una lección que nunca olvidaría. El futuro cardenal, allá en Matanzas, trataba inútilmente de defender a los jóvenes de su parroquia a los que no habían dejado entrar a estudiar psicología, periodismo, filosofía y diez o doce carreras más por el imperdonable pecado de ir a la iglesia los domingos. Los padres de nuestro futuro demócrata, mientras tanto, aplaudían a rabiar cada discurso de Fidel contra esas "lacras sociales" que eran los curas y los católicos. El futuro demócrata recitaba ya en la escuela sus primieros poemas revolucionarios en la Jornada Ideológica Camilo-Che.
En 1980, el futuro demócrata estaba en la secundaria o el preuniversitario, y el futuro cardenal era obispo de Pinar del Río. Cuando llegó el Mariel, nuestro futuro demócrata, siguiendo otra vez los consejos de sus padres, pateó, escupió y persiguió a su mejor amigo que se iba por el Mariel. Se justificó pensando que su (ahora ex) mejor amigo era enemigo del progreso social, no amaba a su pueblo y hasta parecía ser "flojito". "En el fondo —se decía— los compañeros del Minint que han organizado todo esto saben bien por qué lo hacen". El futuro cardenal protegía en su casa a los aspirantes a exiliados que eran pateados por las turbas comunistas en los alrededores de su iglesia.
A principio de los ochenta el futuro cardenal fue nombrado arzobispo de La Habana. El futuro demócrata, gracias a los méritos revolucionarios (la pateadura que le dio a su ex mejor amigo), consiguió irse a estudiar a Moscú, a Praga, al Berlín que tenía un muro para que nadie se escapara. A fines de la década el futuro demócrata —después de regresar a Cuba quizás— se dio cuenta de que el comunismo no tenía futuro y se consiguió un pasaje a Miami, a Barcelona, a New York, a Roma o a Santiago de Chile y en ese vuelo decisivo se hizo un demócrata de pura cepa. El futuro cardenal, a punto ya de ser definitivamente cardenal, recibía en su oficina a los parientes de Fidel que iban a aclararle en esa época que ellos "nunca se habían metido en nada".
A mediados de los noventa, a uno lo hicieron finalmente cardenal, y el otro, finalmente comenzó a "ejercer" como demócrata.
Hoy en día, el Cardenal trata de que le den menos palos a las Damas de Blanco, que Fariñas no se muera, que la madre de Zapata sobreviva. El demócrata, desde New York o Barcelona, Union City o Santiago de Chile, está lívido de indignación. Por eso grita, desde su blog o su periódico, para denunciar a ese horrible Cardenal que no lucha con suficiente gallardía por la libertad de Cuba, que no se enfrenta con verdadera pasión al castrismo que el demócrata denuncia. ¿Por qué el demócrata odia al Cardenal? Por ser un enemigo del progreso social, por no amar a su pueblo, por parecer "flojito". Por los mismos crímenes, en fin, que un día lo hicieron patear, escupir y acosar a su mejor amigo allá en secundaria.
Nuestro demócrata conserva lo mejor de su educación revolucionaria, lo mejor que le enseñaron sus padres: ese fervor que le quema las entrañas cuando se trata de defender lo que más le conviene. Y esos demócratas son numerosos, como numerosas son las razones para confiar en el futuro de su patria...