En un rato, nuevamente, los egipcios saldrán a la calle a decirle a Hosni Mubarak lo que todo el mundo menos él sabe: que están hartos de su gobierno, de la corrupción y la ineptitud de su casta; que es hora de que se vaya al infierno. Saldrán a la calle a decirle que nadie está treinta años en el poder sin ser un tirano; saldrán a gritarle que si tuviera un mínimo de decencia no se atrevería a sacrificar un país entero a los delirios de su egolatría. Saldrán a la calle a explicarle que —más allá de lo que alguna vez pudo haber hecho que fuera útil— hoy no es más que un vejete hijo de puta enganchado a la teta del poder, que se tendría que avergonzar de sí mismo si le quedara un rastro de vergüenza o de lucidez.
Es posible que en diez años estén los egipcios añorando los años de Mubarak. Porque en ese mundo que pudiéramos llamar Islamia no hay happy endings. De Irak a Túnez, y de Libia a Argelia o a Siria, la elección parece ser entre la tiranía secular o el fundamentalismo islámico —o, en el caso saudita, entre el fundamentalismo hipócrita y fundamentalismo idiota. Tomando en cuenta ese contexto, es muy difícil ser optimista cuando se piensa en el futuro de Egipto.
Pero esas preocupaciones tendrán que esperar. En un rato saldrán los egipcios a la calle a pedirle a su tirano que se largue. Y uno no se puede perder ese espectáculo edificante. Ahora mismo, los ministros de ayer estarán haciendo sus maletas, recogiendo todo lo que se puedan robar a última hora. Los "miembros de la seguridad", represores de la semana pasada, ya andarán explicando a sus vecinos que "yo nunca le hecho mal a nadie". Los militares mirarán nerviosos a su alrededor para atisbar el momento preciso para cambiar de bando. En palacio, a Hosni Mubarak le traerá uno de sus edecanes una taza de té que tomará con manos temblorosas.
Es el mismo temblor de Ceauşescu cuando la multitud comenzó a abuchearlo en Bucarest en 1989. Es el temblor en los dedos del borracho Gennady Yanayev en Moscú al anunciar el golpe de estado contra Gorbachov. Hoy se volverá a sentir en el aire el olor inconfundible del miedo de un tirano. Y por ninguna razón debería uno dejar de disfrutarlo.
Muy buena reflexión. Coincido contigo. Un saludo.
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