El 3 de marzo de 1994 abrí el New York Times y vi el nombre de Eliseo Diego en la sección de obituarios: "Eliseo Diego; Cuban Poet, 73". Ese mismo día escribí el artículo que aparece más abajo. Lo reproduzco conservando esas frases que el lector hallará inadecuadas. A mí también me lo parecen.
Envié las tres cuartillas mecanografiadas a la "Columna del lector", una sección que por entonces tenía El Nuevo Herald. Unas semanas después supe que mis padres, mientras escuchaban Radio Martí una noche de la dura primavera cubana de 1994, habían oído la lectura de mi artículo en la sección "Lo mejor de la prensa".
Lo reproduzco ahora más convencido que entonces de que Eliseo Diego, quien declaró su apoyo al gobierno instaurado en La Habana en 1959, es quizás el poeta más consustancial con la República.
Es una ironía que se repite en nuestras letras: Carpentier, funcionario fiel de Fidel Castro, escribió dos de las novelas más contrarrevolucionarias de nuestra literatura; Cabrera Infante, comunista de cuna, escribió el mejor retrato de La Habana capitalista; Lezama, mirando hacia Europa, definió el criollismo culterano; Hernández Catá, siendo español y habiendo vivido apenas en la Isla, quiso ser en su obra más cubano que las palmas; Guillén, que era minucioso conocedor del Siglo de Oro español y a ratos émulo de Lorca, escribió —y predicó— la mejor poesía negra del siglo XX cubano.
A Eliseo Diego no le ha ido bien después de la muerte. Su religiosidad y sus preferencias políticas se consideran de mal gusto en este milenio nuevo. Pero en sus versos vive la República más que el mohoso mármol de los zapatos huérfanos de Estrada Palma o en el remozado Capitolio. Ojalá algún día queramos verlo.
Aquí les dejo el artículo de marras:
Eliseo Diego: poesía y penumbra
Se nos ha muerto Eliseo Diego y tal parece que la poesía también se nos va muriendo con su sombra. Definitivamente se adentra en la penumbra, la materia fundamental de su poética. Y como si no tuviéramos ya suficientes carencias, desde ahora también nos falta Eliseo.
Para algunos, que aún creemos en la utilidad de la poesía, la obra de Eliseo fue un modo privilegiado de ir poco a poco redescubriendo el valor esencial de los infinitos tonos del verde que la Isla depara, fue saborear el inefable laberinto de la Calzada de Jesús del Monte, la magia de los portales, las casas, las familias, las costumbres y una interminable “conversación en la penumbra del horno viejo, cuando ya todos se han ido”, que se iban resumiendo en el poema.
Urdió la astucia de legarnos el tiempo, cuando ya antes había testificado su derrota ante la arrasadora luz de nuestros campos. Era, como todos los poetas de su ámbito, un mago pueril que no se resiste a revelarnos las trampas del oficio. A ese hábito suyo debemos la noción de que “la poesía es acto de atender en toda su pureza”; y por ello, el hecho de que muchos, a partir de entonces, comenzaran a leer y escribir versos con la esperanza de que aguzar la atención hasta el cansancio produciría la dicha de algún descubrimiento.
Sería un ejercicio arduo, y por demás inútil, intentar mirar a Cuba con los mismos ojos después de haberla contemplado a través del prisma de la poética de Eliseo. De él pudiera decirse en propiedad que ha levantado la Isla en peso, no como un alarde de fuerza, sino con un susurro de su verso que nos invitó a mirar el otro lado de las cosas, quizás más sorprendido él mismo por nuestra ignorancia que por su descubrimiento.
Y para el poeta, Cuba no significa sino un acento especial de la existencia, un modo particular de vivir en un mundo en que la mayoría de las cosas nos son comunes. De ahí su potencialidad de comunicación más allá de la frontera del agua; de ahí también la imposibilidad de confundir su cubanía raigal con el mero provincianismo.
María Zambrano concedía a la generación de Orígenes un carácter fundacional en la cultura cubana; Lezama, entretanto, apuntaba hacia una teleología insular. Esa tensión entre el origen y el destino no nacía de una fanfarronada ni al despistado orgullo del aldeano. Más bien apunta a que la poesía resume en sí el oficio que le atribuye Homero de ser el fin de la experiencia humana, y a la vez la idea lezamiana de la imagen como origen de la historia. La poesía de Eliseo es ejemplo de esa dualidad de funciones. Mucho hay en el paisaje cubano, en su gente y en su historia que no cobra toda su significación hasta pasar por el crisol de su verso; y a la vez esa obra va proyectando su fuerza de tal modo que ha hecho, y continuará haciendo, que se enriquezca y modifique la manera en que pensamos los versos y la patria.
Los cubanos deberíamos saber que con la muerte de Eliseo Diego, como él mismo escribió, se acaba una forma de ver, de sentir y de comunicar las cosas. Y la suya, por demás, fue una de las más hermosas que nunca hemos tenido.
Tinta sobrará en estos días para loar sus habilidades de escriba, para historiar su amistad con Lezama y deplorar sus desdichadas preferencias políticas. Me basta, entre tanto, testimoniar la tarde ya lejana en que un amigo me leyó en voz alta un largo y hermoso poema de Eliseo Diego (entonces para mí un desconocido) y cambió para siempre el modo en que experimentaba la emoción de la poesía y los colores de mi patria.