Jorge Valls (1933–2015). Foto: Geandy Pavón. |
Amanecimos con la noticia de la muerte de Jorge Valls. Tengo para mí que era el mejor de los cubanos. (Aunque, pensándolo bien, eso no parece un buen halago.) Su muerte no fue una sorpresa, sino simplemente una noticia terrible. Jorge Valls era una de las pocas personas que realmente me parecieron ‘distintas’ en esta vida. (Y lo digo en pasado no porque asuma que estoy a la puerta del sepulcro, sino porque pienso que las probabilidades de que se repita la experiencia son exiguas.)
Cuando lo veía y escuchaba, siempre pensé que haberlo encontrado me permitió —por primera vez, por única vez— imaginar lo que sentían aquellos cubanos decimonónicos cuando iban al Hardman Hall a escuchar a José Martí. No es una comparación de personajes, es la explicación de una experiencia. Jorge Valls te daba la impresión de que la hombría de bien y el honor —practicados en grado heroico— eran la condición natural del ser humano. (Esto lo ha dicho, en menos palabras y mucho mejor, Enrique del Risco hoy en su blog.)
Los datos de su vida ilustran, pero no muestran, esa fibra que era arrasadoramente evidente al estar con él. Su camisa de pobre, su cuerpo de asceta, sus cabellos de hippie medieval, sus zapatos náufragos, su voz de locutor de radionovelas, su mirada infinita… eran solo el preludio de su palabra, y la palabra se hacía carne, no en sus magros músculos, sino en su gesto, en la coherencia de su vida.
“La gente se entretiene”, me dijo alguna vez, “pero no se tiene”. Había en él la vocación radical de “tenerse” y entregarse, una vocación consciente y explícitamente cristiana, católica. Una vocación en la que se combinaban su intelecto aquinatense con una sencillez, un candor, una voluntad de inocencia que evocaban al Poverello de Asís.
"Yo vivo en Cuba, pero pernocto donde me llegue la noche", me dijo al final de una velada en casa amiga. En cualquier otra boca la frase hubiese sido un disparate o una desfachatez. Pero cuando él lo dijo supe que era tan verdad como el color de sus ojos.
Jorge Valls creyó en la eternidad del alma y en la resurrección del cuerpo —y en la de su patria. Así sea.