[Texto leído en presentación de la antología El compañero que me atiende, de Enrique del Risco, en la Universidad de Nueva York el 4 de mayo de 2018.]
En el año
del Señor de 1486, Pico della Mirandola
escribe el Discurso sobre la dignidad del
hombre, o “el manifiesto del Renacimiento”, como se ha dado en llamar. Al
año siguiente, en 1487, dibuja Leonardo su Hombre de Vitruvio o Estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano. Cualquier
historiador de las ideas diría que “el espíritu del Renacimiento flotaba sobre
las aguas”. Esas aguas a las que se echaría en Moguer cinco años más tarde “el
genovés de los ojos obstinados”.
El optimismo tiende siempre a las
generalizaciones “leibnizianas”. El diablo, sin embargo, está en los detalles,
como dicen los anglosajones.
En aquel mismo
año de 1487, por ejemplo, los monjes dominicos Heinrich Kramer, inquisidor del
Tirol, Salzburgo, Bohemia y Moravia, y Jacobus Sprenger, inquisidor extraordinario
para las provincias de Maguncia, Tréveris y Colina, publican el Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, un manual
destinado a ayudar a sus colegas inquisidores en la ardua labor de buscar,
descubrir y procesar, interrogar y torturar herejes. Dice el Malleus:
Hay que responder que aun hoy existen muchos que se equivocan en
grande en este sentido, que excusan a las brujas y cargan toda la culpa sobre
las artes del demonio, o atribuyen los cambios que aquéllas provocan a alguna
alteración natural. Estos errores pueden aclararse con facilidad, primero, por
la descripción de las brujas que San Isidoro ofrece en su Etimologice, cap. 9: "Las brujas se llaman así
debido a lo negro de su culpa, es decir, que sus actos son más malignos que los
de cualquier otro malhechor". Y continúa: "Agitan y confunden los elementos con la ayuda
del diablo, y crean terribles tormentas de granizo y tempestades". Más
aun, dice que confunden la mente de
los hombres, que los empujan a la locura, a un odio insano y a desmesurados
apetitos.
Y esa
confusión, que los demonios traman sin descanso, y ese desvelo de los
inquisidores por disiparla, son los mismos de los que se ocupa Enrique del
Risco en su prólogo de El compañero que
me atiende:
Lo que intento explicar acá es la
condición profundamente paternalista de cualquier régimen totalitario, su
dedicación profunda a hacer felices a todos los seres humanos, aunque no lo
quieran. De ahí que, una vez superada la dura etapa de la lucha de clases en
general,
la policía secreta, al acercarse a los elementos sospechosos de alguna
deslealtad, insistieran en su bondad intrínseca achacando sus desvaríos a
simple y pura confusión. Explica que
racionalizaran sus acciones como un intento de redimir a sus investigados,
devolverlos a su natural condición de pureza. Incluso en el caso de que hubiese
que castigarlos.
El
optimismo, otra vez, podría hacernos pensar que, después de tanto batallar
contra la confusión, las brujas y los herejes habrían sido confinados ya al
infierno o al basurero de la historia, según el gusto de cada cual. Y cuando digo
“después de tanto de batallar”, el lector es libre de pensar en el año que
prefiera, sea 1497 o 1959, como el del inicio de esa batalla.
Gracias a
Dios, tengo la sana costumbre de leer el Granma
cada mañana, un acto siempre iluminador. Hoy por ejemplo, cuando pensaba en lo
que iba a decir esta noche, abrí la página cultural de Granma y esta era la
noticia que la encabezaba:
Nada hará perder la fe de los artistas en nuestro proceso social,
defensor del arte y la cultura
Con el propósito de rechazar «cualquier intento de entorpecer o
manipular la gestión institucional y los proyectos de artistas de Cuba y otros
países que están en marcha de cara a la XIII Bienal de La Habana», la
Presidencia de la Uneac y la Dirección de la Asociación Hermanos Saíz emitieron
ayer una Declaración en la que se expone la absoluta negativa a que se
desvirtúe el esperado suceso de las artes plásticas en la Isla.
El texto denuncia «la autotitulada Bienal 00, que se enmascara detrás
de una fraseología demagógica y cínica, y se organiza con fondos de la
contrarrevolución mercenaria, cuyo único propósito es descaracterizar al
sistema institucional, confundir a los
artistas y crear un clima propicio para promover los intereses de los
enemigos de la nación y de la obra revolucionaria que ha gestado e impulsado la
Bienal de La Habana y muchos otros eventos de gran arraigo popular».
[…] ningún comentario malintencionado ni tergiversación de la política
cultural cubana como tampoco patraña alguna, elaborada por personas sin
escrúpulos, «hará perder la fe de
los artistas en un proceso social que ha defendido el arte y la cultura como
una de las más nobles proezas».
La
confusión —que pone en peligro la fe— y de la que hablan el Malleus, el prólogo de El compañero y el artículo de Granma, supone tres personajes, como el
teatro bufo cubano. En lugar del negrito, el gallego y la mulata, tenemos en
este caso al hereje o contrarrevolucionario que siembra la confusión, el
creyente o artista que se deja confundir, y el inquisidor o insomne centinela
de la patria que nos libera de sus confusiones heréticas.
El
compañero que me atiende es la memoria, escrita a muchas
manos, a muchas voces, de esa ingeniería
del alma que, con paciencia y solicitud paternal, ejercen los dueños de la
verdad para sacar de la niebla de las dudas a sus compatriotas confundidos.
La
antología que Enrique del Risco ha arrebañado me recuerda la anécdota de San
Agustín y el niño ángel que intentaba meter el océano en un hoyo que había
cavado en la arena. Porque aunque esta antología tiene 478 páginas, parece ser
una estratagema de niño ángel. Él mismo lo reconoce en el prólogo cuando dice:
“Lo que intenta este libro es recopilar una mínima parte de las aportaciones
cubanas a un subgénero anunciado ya por Kafka desde las primeras páginas de su
inconclusa novela El proceso.”
“Mínima”, añadiría
yo, porque las aportaciones se pueden hallar también en cuentos y novelas y
poemas y obras de teatro que nada [explícitamente] tienen que ver con este
tema. La santificante influencia de los órganos
está también en las películas, las declaraciones de los deportistas, los libros
de colorear, los anuncios de permutas y los carteles políticos, en las
respuestas que dan los niños en las pruebas de historia, las conversaciones por
teléfono, las consultas con el santero, las cartas oficiales, los mensajes de
correo electrónico, las canciones de los trovadores y los raperos, la sudorosa
promiscuidad de las guaguas, las notas que dejan los devotos a los pies de la
Virgen del Cobre, las declaraciones de amor, las conversaciones con el mecánico
de ventiladores, las homilías dominicales, y lo que susurran las hojas de los
árboles mecidas por los vientos de cuaresma.
Pero a la
misma vez, esa presencia minuciosa y trascendente, se va haciendo parte de la
vida cotidiana hasta confundirse con ella; o más bien, emponzoña la vida diaria
hasta un grado en que ya no podemos sentir más el olor a azufre que su alquimia
rinde. Este libro es eso, es el intento de hacer que no se nos olviden ni el
hedor ni la asfixia.
Escribir
los detalles de esa alquimia es a la vez una venganza y un exorcismo. Hay una
anécdota que cuenta Anna Ajmátova y que
quisiera recordarles esta noche aunque todos ustedes se la sepan de memoria.
Dice la poetisa en Requiem:
En los
terribles años de Yezhov hice cola
Durante
siete meses delante de las cárceles de Leningrado.
Una vez
alguien me reconoció. Entonces
Una mujer
que estaba detrás de mí, con los labios
Azulados,
que naturalmente nunca había oído mi nombre,
Despertó
del entumecimiento que era habitual en todas nosotras
Y me susurró
al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
—¿Y usted
puede describir esto?
Y yo dije:
—Puedo.
Entonces
algo como una sonrisa resbaló
en aquello que una vez había sido su rostro.
en aquello que una vez había sido su rostro.
Se nos ha repetido que “los vencedores escriben la historia”. La anécdota
que cuenta Anna Ajmátova supone una relectura del viejo dicho. A su luz
podríamos decir que la derrota es el destino de quienes no escriben su historia.
Al escuchar la respuesta de Ajmátova —puedo— aquella otra mujer,
adherida de frío y de miedo, sonríe, porque sabe que de alguna manera ha
vencido. Ha vencido, en medio de su espanto, y gracias a un poema todavía
invisible de Anna Ajmátiva, al compañero que la atiende. Y de eso se trata.
Muchas gracias.