Hoy hace 20 años de la matanza de Tiananmen. Unas 3,000 personas, la mayoría de ellas jóvenes universitarios, fueron asesinadas ese día en Pekín. Otros miles fueron encarcelados, torturados y desterrados por su participación en las protestas de la primavera de 1989. Pero en realidad, nadie sabe nada a ciencia cierta qué pasó. El gobierno chino, que planificó y ejecutó la carnicería, decidió hace mucho tiempo que la manera más conveniente de asumir su responsabilidad era ignorarla. Esta semana la famosa plaza ha estado acordonada por la policía. El gobierno ha bloqueado los sitios y servicio de Internet que pudieran ser utilizados para organizar cualquier conmemoración del suceso. Como la matanza de los obreros bananeros que nos relata García Márquez en Cien años de soledad, los responsables están convencidos que su crimen puede borrarse de la memoria colectiva si nadie habla de él. Suficiente razón para recordar los sucesos.
Eso no es lo más triste del asunto. Aquellos jóvenes salieron a protestar porque sospechaban que el comunismo era un esperpento ideológico que jamás funcionaría ni llevaría al país a ninguna parte. Y los dirigentes comunistas que enviaron los tanques para asesinarlos pensaban exactamente lo mismo. Había sin embargo dos diferencias entre ambos grupos. Los estudiantes pensaban que China debería ser una sociedad abierta, moderna y plural, mientras que los dirigentes comunistas habían decidido que la mejor opción era continuar implantado un régimen fascista. La otra diferencia entre ellos era que unos tenían tanques y los otros un coraje espléndido pero inerme.
Fue así que China siguió su camino al fascismo, es decir, hacia una economía de mercado controlada por un gobierno dictatorial, represivo, unipartidista y con tendencias chovinistas. A los chinos no les ha ido mal con el fascismo, sobre todo si se lo compara con los resultados del período comunista. El fascismo chino, aunque autoritario y en ocasiones sanguinario, carece de la obsesión genocida de Mao y sus seguidores. Y el desarrollo económico de las últimas décadas ha sido espectacular.
La historia china de los últimos treinta años es la mejor prueba del fracaso práctico e intelectual del comunismo. Mientras que en Europa del Este los regímenes del “socialismo real” se derrumbaron de la noche a la mañana, en China los jerarcas comunistas, dándose cuenta del disparate estructural del sistema, decidieron desmontarlo sin abandonar por ello el cómodo asiento del poder. La caída del Muro de Berlín es el símbolo del fin del comunismo, pero la prueba última de su inviabilidad radica en China.
En un interesante artículo del Wall Street Journal hace varios años, Michael A. Ledeen señalaba que China se estaba convirtiendo en algo nunca antes experimentado: un régimen fascista longevo. Y se preguntaba si ese régimen sería viable a largo plazo. Esa interrogante aparece una y otra vez en la prensa, la academia y los círculos del poder. No se trata de un mero ejercicio intelectual o profético. Hace hoy veinte años, tres mil personas murieron tratando de responderla.