De visita en casa de un amigo miamense hace un año, MD se dio cuenta de que yo miraba con codicia el Borges de Bioy Casares que el dueño de casa me mostraba. Unos meses después, el Día de los Padres, MD tuvo la grata idea de regalarme el objeto de mis deseos: un libraco de 1663 páginas donde se rebañan las anotaciones que Bioy hiciera durante 55 años (1931-1986) sobre su amigo y concuñado. (Ese regalo del Día de los Padres me parece una razón a favor de la multiplicación de la especie.)
He fatigado sus páginas con alegría, para decirlo al modo de JLB. El libro está repleto de gratas sorpresas, de acotaciones lúcidas y de algunas noticias amargas. Entre esas sorpresas —el lector sabrá si grata, lúcida o amarga— está la constatación de que JLB no estuvo nunca despepitado de amor por la Llave del Golfo. Quién se imaginaría tal cosa de él, que estuvo siempre fascinado con las llaves y los mares. Contrariamente a lo que pueda pensar el lector, el sabor amargo de Cuba no se lo dio a JLB la conga con acompañamiento de balalaica del 59: su disgusto precede a las glaciaciones; es, definitivamente, a.C. Su desaprobación es cultural, no política: el problema no es Marx, sino Martí; no los ñángaras, si no los ñáñigos; no el Manifiesto, si no El Manisero; en fin…
La primera referencia cubana que recoge Bioy es de 1953. Relatando una visita a la casa del escritor Ricardo Rojas, dice JLB: “Había una gran biblioteca y yo pensaba: ‘Tal vez no haya un solo libro que se pueda leer’. Puro Martí…”
Considerando que era el año del centenario, la frase no se excede en el elogio del Apóstol. Los cubanos no leen a Martí ni aunque les paguen, pero estarían dispuestos a abofetear a cualquier ciego por expresar lo que ellos practican. Hay en nosotros esa inclinación perversa a agredir al que exprese algo distinto a lo que pensamos —o de lo que creemos sin pensar. Será que nos criaron recitando aquello de que “al cubano que en ella no crea, se le debe azotar por cobarde”, o que cantábamos alegremente que “el son es lo más sublime para el alma divertir, se debiera de morir, quien por bueno no lo estime”. Siguiendo la lógica de Piñeiro, no quiero imaginar lo que le tendríamos que hacer a JLB por decir que José Julián Martí y Pérez era un plomo como escritor.
[Pensando en el dictum terrible de "Suavecito", recuerdo lo que dice Borges en "El atroz redentor Lazarus Morell". Enumerando las consecuencias de la instauración de la esclavitud en América, menciona "la deplorable rumba El Manisero". "¡Al paredón!", habría gritado el director de nuestro Septeto Nacional al leer semejante dislate.]
Volviendo al juicio sobre Martí, pensé que se trataría de una de las boutades de JLB, sin embargo, el resto del libro me confirmó que casi todas sus (escasas) referencias a nuestra tribu buscan el distanciamiento. (Muchos hemos buscado en la geografía ese distanciamiento que JLB logra con la palabra, no seré yo quien lo condene.)
La segunda mención de los cubanos es más jocosa, pero no más halagadora. Una tarde de 1957 llega Borges a casa de Bioy y declara: “Le oí esta frase a un cubano: ‘Toda la mañana el teléfono estuvo de lo más llamativo’. La verdad es que yo inventé la frase, pero cuando pienso que los cubanos pueden usarla, me enfurezco.”
Por menos que eso a mucha gente las han declarado oficialmente miembros de “la mafia anticubana”. Y sin embargo, me resisto a condenarlo por su frasecita. Habría que saber cuál fue la experiencia de JLB con los cubanos en su Buenos Aires querido de los cuarenta y los cincuenta. ¿Qué bufonadas tendría que aguantar? ¿Tendría algún vecino cubano jacarandoso, fiestero o confianzudo en La Recoleta? Nadie se forja una antipatía así de la nada. O a lo mejor en sus sueños lúcidos Borges pudo presentir las colas de La Habana, las novelas de Cofiño o las mueblerías de Hialeah. Sus motivos tendría.
Y Bioy Casares, siempre discípulo fiel, se muestra aún más implacable. Es curioso que Bioy, que casi nunca es homófobo ni ordinario a lo largo de su largo diario, hace gala de ambos vicios al relatar la visita a su casa de José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera el 18 de junio de 1956:
A la noche comen en casa Borges, Wilcock, Peyrou y dos maricas cubanos, de la revista Ciclón: Rodríguez Feo, el director, y Virgilio Piñera, el secretario de redacción. Rodríguez Feo es rico, buen mozo, menos literario que su amigo, más muchacho de sociedad; físicamente recuerda un poco a Octavio Paz; Piñera es delgado, con cabeza de perro flaco de empuñadora de paraguas; es 'modosito', silencioso, un poco lúgubre, no del todo incapaz de formular en la conversación frases (más o menos) bien construidas. Los dos tienen inconfundible voz y entonación de maricas. Si forman pareja, Piñera ha de sufrir por los éxitos y las infidelidades de Rodríguez Feo.
No hallo en el resto de este libro vasto otra descripción semejante. Me imagino que todos los argentinos de Buenos Aires en esa época eran machos alfa, bien parecidos y de verbo elocuente. O que quizás Bioy tampoco soportaba a los cubanos, quién sabe. Por otra parte, del único cubano de quien Borges habla bien es de Cabrera Infante. Se conocieron en Londres en la primavera de 1971. Nos dice Borges a través de Bioy:
Con Cabrera Infante me sentí tan cómodo, tan persuadido de que era un amigo de toda la vida, que de pronto me sorprendí diciéndole: ‘Pobre Julio César’. Habrá creído que le hablaba del Julio César romano, ¿cómo iba a saber quién era Julio César Dabove? Tal vez influía en esa sensación de amistad cómoda el hecho de que halábamos en español. Cabrera Infante es inteligente, salvo cuando habla de cine. ¿Te acordás de King Kong? Una idiotez. Cabrera afirmó que era una película interesante. Está muy enojado con Cortázar. Dice: ‘¿Cómo no se da cuenta de que Fidel Castro es el Perón de Cuba?’
A lo mejor esa afinidad electiva estuvo signada por el disgusto común con Cortázar o la compartida oposición a los otros dos señores mencionados. Lo cierto es que Cabrera Infante, en sus poses y en su prosa, no parecía un experto en producir “esa sensación de cómoda amistad”. En las fotos quedaba siempre con una cara que hacía sospechar el estreñimiento o la acidez estomacal. Una lectura somera de su obra —como ha sido la de este servidor— lo llevaría a uno a pensar que su cara tenía una expresión de constante resaca. Fuera como fuere, logró encantar a Borges, que de todos modos no le podía ver la cara, y que quizás nunca fatigó sus prosas prosaicas, algo que probablemente el argentino hubiese detestado.