José Lezama Lima alcanza hoy su primera secularidad. No es desatinado esperar en este día una sobreabundacia de rapsodias para el mulo de Trocadero. El poeta, que en vida fuera un náufrago del espanto para sus amigos, es hoy un cadáver exquisito, carne de nadie que se disputan tirios y troyanos, muerto propicio para el incienso reverencial con que lo ahúman sus antiguos perseguidores. Extraña mudanza de fortuna para quien tuvo como destino la fijeza —la fijeza pendulante de un sillón habanero. Agreguemos, pues, una serpentina de ocasión al sempiterno carnaval lezamiano.
En el segundo volumen de su obra Scriptores rerum germanicarum* (Leipzig 1728-30), Johann Burchard Mencken recoge el testimonio que dieran ante el Santo Oficio las criadas de la Duquesa de Turingia, a quien el Occidente cristiano llama Santa Isabel de Hungría. Allí se lee que durante el velatorio de la reina —que murió de ayunos y penitencias en 1231 a la edad de 24 años— sus devotos, ansiosos de reliquias, comenzaron por arrancarle el velo, parte del vestido y los cabellos, para después cortarle las orejas y los pezones a su beatífico cuerpo inerme.
Como la reina húngara, Lezama se ha ido convirtiendo entre nosotros en una reliquia de carne disputada. Y en su caso también es difícil saber si los que le arrancan orejas y pezones son devotos enloquecidos, fríos traficantes de reliquias o simplemente sádicos necrófilos. Aunque su canonización fue más lenta, San José del Trocadero está ya entre los bienaventurados del ridículo panteón de nuestra islita. Todo lo que en vida fuera carnada de inquisidores es ahora filigrana de alabastro para los exégetas instalados en las suculentas canongías de la catedral lezamiana. Sus alusiones asirias, sus amores griegos, su gula gala, sus perifollos gongorinos, todas esas cosas que lo condenaban en los años de nuestros zurdos fervores, son ahora motivo de tesis doctorales y estudios de identity politics.
Cierta crítica describe el horror vacui que dejó en las letras yankees el paso acompasado de T.S. Eliot y Ezra Pound por su paisaje. Lezama comentaba el mismo efecto que habría tenido Martí sobre la poesía cubana. Es sospechoso el argumento de que la mediocridad subsiguiente sea parte del mérito de los grandes creadores. Y sin embargo, de ser acertado podría aplicarse, con sobradas razones, a Lezama. Su visitación a nuestro entorno deja detrás una estepa incendiada donde, a treinta y cuatro años de su muerte, aún se ve crecer muy poca obra que deba ser tenida en cuenta. Esa desproporción de su figura tuvo también su precio para el hombre.
Isla chiquita, infierno grande, debería rezar el refrán. La desmesura de su obra y de su persona fueron labrando una bóveda de diminutos odios que terminaría por asfixiarlo más que el asma, la ponzoña de los Lunes o el celo de los insomnes informantes contra el paria. Pero muerto él y sus contemporáneos, Lezama ha sobrevivido a la maldita circunstancia de la envidia por todas partes.
Y en esa veneración hierática que hoy lo rodea hay tanto de hoguera inquisitorial como antes lo hubo en su pasión y muerte en el barrio de (in)tolerancia de Colón. La verdad, como siempre, está en algún lugar entre el inquisidor y las adoratrices. Como creador, Lezama habita permanentemente una provincia de la poiesis que pocos escritores nuestros siquiera visitan. Pero Lezama es también el escriba de esos símiles donde se juntan una criada de Centro Habana con un orfebre de Ur de los Caldeos, y que parecen alardes de niño brillante y ego maltratado.
Pero ya no es de buen gusto comentar que las comas en Paradiso están mal colocadas, que oscurecen el sentido de oraciones innecesariamente largas. Tampoco lo es recordar que Lezama —por descuido o por pereza— repite veintitrés veces la palabra puerta(s) en las dos primeras páginas de séptimo capítulo de la novela. La tea del inquisidor ha dado paso al incensario, pero tanto una como otro generan un humo cegador que precede a la fe sin ojos.
En Lezama Lima tenemos nuestro Pico della Mirandola, que a los veintitrés años se había leído todos los libros del universo y podía defender sus 900 tesis frente a cualquier adversario. Pero tenemos también a Atanasio Kircher, que lo mismo creaba la máquina del movimiento perpetuo que invencionaba toda la sabiduría acumulada en veinte dinastías egipcias sin haber descifrado realmente un solo jeroglífico. Ese contrapunteo cubano del discernimiento y la fábula va marcando el ritmo hesicástico que Lezama adelanta y que —ojalá— nos permita siempre volver a empezar.
*La anécdota de Santa Isabel de Hungría la encontré —sin aclaración de fuentes— citada por Johan Huizinga y por Will Durant. Después de inútiles investigaciones en Internet sobre su origen, le escribí a Jaime Lara, profesor de Notre Dame, extraordianrio medievalista y amigo, quien diez minutos más tarde me explicó los detalles que menciono.
Sunday, December 19, 2010
Wednesday, December 8, 2010
La muerte de John Lennon en el mar Caribe
El martes 9 de diciembre de 1980, a las 7:30 de la noche, al final de la cena, mi padre sintonizó La Voz de América para escuchar un noticiero que no estuviera redactado por los obedientes escribas de la prensa cubana... Era un ritual que se repetía cada noche en casa. Mi madre comenzó a hacer el café mientras yo conversaba con mis hermanas. La primera noticia leída por el locutor cayó como una piedra en el centro de la mesa: "Anoche, en la ciudad de Nueva York, alrededor de las once de la noche..."
1980 no fue un buen año para ser cubano. Yo andaba por los 16 y mi hermano —con el que había compartido el mismo cuarto desde que nací— se había ido solo por el Mariel en mayo, cuatro meses después de cumplir los 19. Los pogromos organizados para aterrorizar a las personas que deseaban irse del país habían convertido aquella primavera en una estación en el infierno; de esas que uno luego recuerda como “el fin de la inocencia”. Los huevos y tomates podridos, los insultos, las golpizas, los escupitajos y los excrementos lanzados contra los que deseaban escapar del paraíso, habían ido dibujando la esencia misma del destino que nos había tocado en suerte. Con la ingenuidad de la adolescencia, asumí que esa primavera luciferina era toda la desgracia que cabía en un año. Pero se añadía ahora la muerte de Lennon como una injusticia poética que serviría de colofón a nuestro annus terribilis.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Mi padre, entre impaciente y contrariado, me espetó: "¿No me digas que vas a llorar también?" Para él era inexplicable que llorara por la muerte de un remoto señor nacido en Inglaterra. Quien moría, sin embargo, había sido una compañía tan constante y tangible como la de mi hermano ido. Esa conjugación de violencia inhumana con la súbita ausencia, que había padecido en la primavera en carne propia, se reeditaba ahora a fines del otoño como metáfora en la muerte absurda de John Lennon.
Después del café, mi padre se fue a inyectar a alguno de sus enfermos y yo me hice de la radio. Comenzaron a dar más detalles y anunciaron que iban a poner las canciones del Double Fantasy, el disco que Lennon acababa de grabar. Alcé el volumen del radio Selena, ese portento de la tecnología soviética que nos permitía sintonizar La Voz de América....
Tocaron a la puerta. Mi madre se volteó y me pidió que bajara la radio, "ese es Sergio que viene a arreglar el colchón". Sergio era el secretario de la Juventud Comunista en el trabajo de mi madre. Arreglaba colchones para ganarse un dinerillo extra cada mes. Después de 21 años de matrimonio —mis padres se casaron en diciembre del 59— el colchón donde habían concebido a sus cuatro vástagos estaba necesitado de una reparación —sustituirlo era imposible.
Y por supuesto, aunque mi madre no había tenido reparos en pedirle a su colega que viniera a reparar el colchón —actividad ilegal, como casi
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
Al otro día pude leer la misma noticia, esta vez en la prosa del Granma: En unas cuarenta palabras y una foto diminuta, en la sección Hilo Directo, anunciaban a los lectores que "la irracionalidad de la sociedad capitalista" que lo había hecho famoso, ahora había asesinado a Lennon. Y eso era todo.
El viernes, al entrar a la clase en la mañana, Heredia, mi profesor de Matemáticas, me dijo en voz baja: “Pasa por la cátedra antes de irte”. A la una, tras el quinto turno, fui a verlo. Me entregó un sobre grande. “Mi suegro, que es sobrecargo de Cubana, me trajo esto. Pensé que te iba a interesar. No lo abras ahora ni comentes que te lo he dado”.
Metí el paquete en la mochila, le di las gracias y me fui a casa. En el ómnibus lo abrí. Era un ejemplar de El País del 10 de diciembre con todos los reportajes del suceso. Un turista lo había dejado en el avión y el suegro de mi profesor —violando las reglas del aeropuerto— lo había llevado a casa. Heredia, que por mis espejuelos marxistas-lennonistas (de Groucho y John) había adivinado mis gustos musicales, tuvo la audaz gentileza de regalarme el periódico. Ese ejemplar de El País se convirtió en un objeto de culto entre mis amigos. Pasó de mano en mano hasta que alguien decidió no devolvérmelo, un robo que perdoné con absoluta comprensión de causa. Lo que más me impactó del reportaje fue la foto de la entrada cochera del edificio Dakota donde habían asesinado a Lennon. Tenía un letrero que decía: “All visitors must be announced” (Todos los visitantes deben tener cita previa). La muerte, sin embargo, había sido un visitante inesperado.
Doce años después, al llegar a New York, una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar el edificio Dakota. Desde la muerte de Lennon el mundo había cambiado radicalmente, un electricista y un cura polacos habían clausurado el comunismo, una quincena de países habían nacido de la ruina de un imperio, los mapas habían cambiado de color; pero el letrero de la puerta del Dakota seguía allí, indiferente a los terremotos de la historia y las ocasionales visitas de la muerte: “All visitors must be announced”. Por supuesto…
Friday, December 3, 2010
Arte degenerado
Ayer en la mañana, en el metro camino a Manhattan, abrí The New York Times y me topé con un artículo (que pueden leer aquí) sobre una peculiar exposición de arte. En enero, mientras hacían unas excavaciones en Berlín, los trabajadores descubrieron unas esculturas sepultadas en el subsuelo. Se trataba de un grupo de piezas calificadas durante el nazismo como "arte degenerado" o Entartete Kunst, como diría en sus buenos tiempos el Dr. Goebbels.
Las esculturas, condenadas por el régimen nazi, habían sido posteriormente sepultadas por un bombardeo de los aliados que pulverizó el edificio donde habían sido almacenadas. Particularmente conmovedora es la anécdota que se cuenta sobre el escultor Otto Freundlich. Los nazis confiscaron la obra suya que forma parte de la muestra, Cabeza, en 1937 en un museo de Hamburgo. [Goebbels había tenido la idea de confiscar prácticamente todas las obras de arte moderno o de artistas judíos de los museos alemanes para hacer una exposición que se tituló precisamente Entartete Kunst para mostrar a los buenos germanos la "podredumbre" del arte producido por "las razas inferiores".] Seis años después capturaron al mismo Freundlich en Francia y lo enviaron a un campo de concentración donde fue asesinado al día siguiente de llegar.
Lo cierto es que esas esculturas, condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, sobrevivieron a todo y se exponen hoy en un museo berlinés. El artículo me hizo recordar un disco que mi amigo David Hurwitz (cuya revista de música clásica, Classics Today, recomiendo) me regalara hace doce años, Der Kaiser Von Atlantis, la ópera compuesta por Viktor Ullmann con libreto de Peter Kien estando prisioneros en el campo de concentración de Terezin. (Ambos morirían en Auschwitz-Birkenau, Ullman con 46 años, Kien con sólo 25 de edad.) El disco formaba parte de una serie magnífica titulada, por supuesto, Entartete Musik.
Recomiendo también, a quien tenga entrañas para soportarla, que compre y escuche la ópera de Ullman. La escuché tres veces a solas en mi casa y le regalé el disco a un amigo amante de la ópera y las novedades que vino de visita de La Habana por esa época. Ahora me arrepiento de haber regalado el disco, pero había llegado a temer sus efectos.
En esos recuerdos andaba perdido cuando entró el tren a Manhattan pasando bajo el East River. Aparté la mirada del periódico y noté que la señora que estaba sentada a mi lado había abierto un librito y leía... era un libro de oraciones en hebreo. Recordé entonces que era el primer día de Janucá, la fiesta de las luces, la victoria de los macabeos sobre griegos y sirios, la restauración del Templo, el aceite que se suponía que durara un día y alumbró durante más de una semana...
Y pensé entonces que, como aquellas esculturas condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, aquella señora que leía en hebreo era una prueba de la capacidad de sobreviviencia del pueblo judío, el pueblo elegido... elegido tantas veces para el exterminio.
El racismo es quizás la esencia de la maldad humana, pero el antisemitismo es la expresión más concentrada de esa maldad. Mientras que el racismo contra los africanos, los asiáticos o los latinos generalmente "se conforma" con el desprecio y la discrimanción o la esclavitud, el antisemitismo incuba siempre el deseo diabólico de exterminar al pueblo hebreo. Las esculturas de las que hablaba el artículo, y la señora sentada a mi lado en el tren, fueron ayer, en el tren hacia Manhattan, dos atisbos de esperanza.
Goebbels visita la exposición Entartete Kunst, 1937 |
Lo cierto es que esas esculturas, condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, sobrevivieron a todo y se exponen hoy en un museo berlinés. El artículo me hizo recordar un disco que mi amigo David Hurwitz (cuya revista de música clásica, Classics Today, recomiendo) me regalara hace doce años, Der Kaiser Von Atlantis, la ópera compuesta por Viktor Ullmann con libreto de Peter Kien estando prisioneros en el campo de concentración de Terezin. (Ambos morirían en Auschwitz-Birkenau, Ullman con 46 años, Kien con sólo 25 de edad.) El disco formaba parte de una serie magnífica titulada, por supuesto, Entartete Musik.
Recomiendo también, a quien tenga entrañas para soportarla, que compre y escuche la ópera de Ullman. La escuché tres veces a solas en mi casa y le regalé el disco a un amigo amante de la ópera y las novedades que vino de visita de La Habana por esa época. Ahora me arrepiento de haber regalado el disco, pero había llegado a temer sus efectos.
En esos recuerdos andaba perdido cuando entró el tren a Manhattan pasando bajo el East River. Aparté la mirada del periódico y noté que la señora que estaba sentada a mi lado había abierto un librito y leía... era un libro de oraciones en hebreo. Recordé entonces que era el primer día de Janucá, la fiesta de las luces, la victoria de los macabeos sobre griegos y sirios, la restauración del Templo, el aceite que se suponía que durara un día y alumbró durante más de una semana...
Y pensé entonces que, como aquellas esculturas condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, aquella señora que leía en hebreo era una prueba de la capacidad de sobreviviencia del pueblo judío, el pueblo elegido... elegido tantas veces para el exterminio.
El racismo es quizás la esencia de la maldad humana, pero el antisemitismo es la expresión más concentrada de esa maldad. Mientras que el racismo contra los africanos, los asiáticos o los latinos generalmente "se conforma" con el desprecio y la discrimanción o la esclavitud, el antisemitismo incuba siempre el deseo diabólico de exterminar al pueblo hebreo. Las esculturas de las que hablaba el artículo, y la señora sentada a mi lado en el tren, fueron ayer, en el tren hacia Manhattan, dos atisbos de esperanza.
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