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Wednesday, June 29, 2011

Un extraño harakiri

Esta mañana salí del metro y caminé tres cuadras por la Tercera Avenida camino a mi oficina. Manhattan tenía hoy ese aire virginal, filtrado y puro, esa luz inmaculada que uno casi puede oler al inicio de la película "Breakfast at Tiffany's" cuando Holly Golightly regresa en la mañana a casa tras una noche de viajecitos al powder room con billetes de $50 como viático.
 

Pero en mi Manhattan de las nueve de la mañana uno no se encuentra a Holly
 regresando de la fiesta sino a muchos hijos de vecinos que van a morir ocho horas frente a una computadora para seguir viviendo... igual que este amanuense. Bajo esa luz hollywoodense y el cielo sin nubes, la gente se apresuraba, con el bagel y el café en la mano, para llegar al sitio donde sudan —donde teclean— su salobre salario.

Al llegar a la esquina de la Tercera Avenida y la calle 49, me llamó la atención una señora asiática, probablemente japonesa, de mediana edad. Llevaba una pamela enorme de pajilla y lazo blanco, una vaporosa falda blanca de verano por debajo de la rodilla, una blusa floreada por Renoir y una gafas de sol que hubiesen podido ser muy bien las de la Srta. 
Golightly.

De pronto, se apartó del río de transeúntes y depositó su cartera en el suelo, junto a la primera columna del 
único edificio de esa manzana. A continuación se levantó lentamente su elegante falda blanca hasta revelar unas bragas de flores que hubiesen podido hacer juego con su blusa. Con la sincronización de un samurai que se dispone a ejecutar el seppuku, se agachó mientras se bajaba las bragas. Quedó en cuclillas: al instante una dorada lluvia asiática comenzó a formar a sus pies un lago amarillo, un remanso de paz líquida, tibia y maloliente en medio de la premura mañanera de los oficinistas.

Los involuntarios espectadores de este harakiri del pudor simulamos no haber visto nada. Pensé que el acto era tan sorprendente, si no tan trágico, como el harakiri físico, real, de Yukio Mishima. Me pregunté si la dama de los rubios efluvios habría compuesto un
jisei esa mañana como preparación para la micción ritual. Acaso a ella tampoco la había querido escuchar nadie, como al pobre Mishima. Nuestra reacción natural ante el excéntrico —sobre todo en una ciudad de locos como ésta— es ignorarlo.
 

Pero era imposible obviar lo sucedido: acababa de ver a una elegante señora mear en medio de la Tercera Avenida en una mañana radiante de Midtown. Carlos Enríquez comienza su novela Tilín García con aquella escena del guajiro que se siente secretamente conmovido por las flores del campo, por el aroma arrollador de las flores silvestres, y se saca allí mismo su hombría elemental y mea sobre los pétalos cubiertos de rocío. Quizás fue eso, quizás fue la belleza febrilmente civilizada de esta mañana en New York lo que llevó a esa hija de Mishima a hacerse el harakiri del decoro en una transitada acera de Manhattan.

Monday, June 13, 2011

Mi verdadero exilio

Expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal.
Masaccio. Fresco. Capilla Brancacci de la iglesia
de Santa María del Carmine de Florencia, Italia
"Tu verdadero exilio comenzará cuando te mudes a New York, cubiche", me dijo una amiga en Miami en el verano de 1994. Nunca nadie estuvo más equivocado. Viví un año en la Ciudad del Sol como si estuviera en la película Groundhog Day, de Bill Murray y Andie MacDowell, que se había estrenado unos meses antes. Porque mientras viví en Miami era como si cada día tuviera que repetir, de punta a cabo, el día en que llegué de Cuba. Uno vive allí anclado para siempre en ese Leteo tropical que es el ancho Estrecho de la Florida.

En cuanto puse un pie en New York me di cuenta de que el tiempo comenzaba de nuevo a fluir, como el río de Heráclito, y que ya no era jueves cada día —como me sucedía en Miami—, sino que la vida había recuperado ese carácter lineal que antes tuvo siempre, y que se me descompuso una tarde de otoño de 1992 en el aeropuerto de Miami. El asunto, contrariamente a las predicciones de mi amiga, se volvió mucho más llevadero, por no decir amable. Lo menos que yo me imaginaba entonces era que mi verdadero exilio comenzaría el 13 (tenía que ser trece) de junio de 2010, es decir, hoy mismo.

Hay americanos que dicen que la civilización occidental se reduce a la Isla de Manhattan. Por supuesto que esa es una idea arrogante y superficial. Hay muchas regiones de la Isla que tienen un ineludible aire provinciano. Tras un prolijo estudio que me ha tomado los últimos dieciséis años de mi vida, puedo afirmar con certeza que esa imagen que se produce en el cerebro cuando uno dice "Occidente" con mayúscula corresponde en realidad a un cuadrilátero irregular cuyos límites son los siguientes: Columbus Circus al noroeste, el Seagram Building al noreste, Bryant Park al suroeste, y el Chrysler Building al sureste. En cuanto uno pone un pie fuera de ese perímetro, puede notar una precipitada deriva a la barbarie provinciana.

Durante doce los últimos dieciséis años he producido mi plusvalía en dos edificios que se hayan al centro de ese espacio que llamo, en propiedad, Occidente. Son los dos rascacielos "nuevos" (1970) del Rockefeller Center. A algún iluminado —deseoso de ahorrarse cuatro o cinco milloncejos al años— se le ocurrió la idea de mudar la empresa para la que trabajo desde ese sitio amable a los arrabales de la Tercera Avenida y la calle 49, a cinco cuadras de la sede actual. Cinco cuadras. Cinco cuadras que son cinco mil millas. ¿Qué diferencia hay entre la Tercera Avenida y Siberia? Nimiedades serán, si es que pueden hallarse. Y allá voy en unas horas.

Se acabaron las escapadas al MoMA a la hora de almuerzo, las visitas al rink y al árbol de Navidad del Rockefeller Center, las andanzas por Times Square, el trío del placer de la calle 49: el ramen especial del restaurante Sapporo, los espaguetis con crema de salmón de Pasta Lovers (que ya no están el menú, pero que te preparan si los pides), y el tandoori del Bombay Masala ("el restaurante indio más antiguo de EE.UU.", dicen los dueños). Un poco más al oeste, digamos también adiós la mousaka y el pulpo de Uncle Nick's, y a las innumerables delicias de los otros cuarenta restaurantes baratos de cuarenta países diferentes que hay en la Novena Avenida. 

El exilio no es la salida del país propio para ir a otro ajeno, como dicen los diccionarios. Ese viaje, más que exilio, es casi siempre un alivio. El exilio, el verdadero exilio, supone siempre viajes más cortos. El exilio más radical es cuando uno se va a dormir a la habitación de al lado en la propia casa. El que le sigue en intensidad es mudarse a tres cuadras de distancia, desde Occidente hasta un páramo de la Tercera Avenida, para no estar más en Rockefeller Center. Es un desastre que acaba de ocurrirme. Hoy, finalmente, soy un desterrado.