El cuerpo de Muamar el Gadafi pasó cuatro días expuesto sobre un
colchón hediondo, en el suelo del frigorífico de un supermercado, después
de haber sido atrapado en una cloaca y linchado en plena calle por
"el pueblo enardecido".
Es un final repugnante. Es lógico que en La Habana la prensa
oficial calificara de asesinato la muerte de Gadafi. Fue, ciertamente, un asesinato. Y
horrendo por demás. No importa que el difunto fuera un sociópata que asesinó a miles de sus
compatriotas, un cleptómano que se robó miles de millones de dólares y un terrorista
que financió y ordenó la voladura de aviones
de pasajeros en pleno vuelo: Uno supone que nadie merece una muerte
así.
Claro está, en La Habana nadie se indignó cuando Gadafi ordenó bombardear a su pueblo con aviones de
guerra (su novedoso método para combatir las manifestaciones populares
contra el régimen), ni nadie parece haber perdido el sueño por los miles
de muertos y desaparecidos que
dejó tras sí en 42 años de dictadura. ¿Será que la amistad, como el amor, es
ciega?
¿Qué quieren decir en realidad los periódicos habaneros cuando hablan del asesinato de Gadafi?
Porque, puestos a ver, esos redactores nunca se referirían al asesinato de Somoza (cualquiera de los dos), ni al intento de asesinar a Pinochet. Cuando lo periódicos
de la Isla dicen "el asesinato
de Gadafi", quieren dejar en claro que el muerto era "uno de los nuestros". A los
amigos los asesinan: a los enemigos los ajustician.
En otros tiempos —allá por los setenta—, sólo a los gobernantes de izquierda se los aceptaba como amigos sin preguntar a cuántos mataban, mientras
que Pinochet o Ströessner, por ejemplo, sí eran vistos como los criminales
que fueron. Entre los líderes revolucionarios que en algún momento disfrutaron de la condición de amigos en el Vedado se podía hallar un colorido desfile de carniceros mesiánicos: Kim Il Sung,
Hafez al-Assad, Pol Pot, Idi Amin Dada, Muamar el Gadafi, Mengistu Haile
Mariam, Nicolae Ceaușescu, Robert Mugabe...
Los sobrevivientes de esa especie —como Mugabe— y los hijos que
heredaron el poder (y la afición por conservarlo) de sus padres —Kim Jong Il y
Bashar al-Assad—, siguen siendo tan amigos como siempre. Pero los
tiempos cambian. Los requisitos ideológicos para ser considerado amigo ya no son ni la sombra de lo que un día fueron. Hoy por hoy, la clave de la amistad parece ser la disposición a mantenerse en
el poder "a la brava", sin que importe mucho la ideología del mandante en cuestión. Si uno revisa la lista de países ex
comunistas o ex soviéticos, por ejemplo, verá rápidamente que los que
eligieron tener un estado de derecho, como Polonia y la
República Checa, tienen relaciones tensas
con el gobierno cubano, mientras que los que siguieron la vía del
autoritarismo, como la Ucrania de Kuchma
y Yanukóvich, el Kazajstán de Nursultán Nazarbáyev y la Belarús de Lukashenko, disfrutan de buenas relaciones con la isla. (Ni siquiera importa ya que Nursultán haya sido uno de los protagonistas de la desintegración de la URSS.)
Esa superación de los prejuicios ideológicos en política externa parece haberse iniciado con China. La época en que los
líderes cubanos hablaban con desprecio de los "mandarines chinos" y
los llamaban "afeminados" públicamente, terminó con la masacre de
Tiananmen. Las relaciones de Beijing y La Habana comenzaron a mejorar en cuanto
se tuvo noticia de que los "mandarines" habían masacrado a centenares de estudiantes en el centro de Beijing. Este año se han multiplicado
los ejemplos de esa tendencia: en Irán, Siria y Libia ocurrieron protestas
populares seguidas de sangrientas represalias gubernamentales sin que se
escuchara una condena en el Granma.
Para citar un ejemplo reciente, este martes 8 noviembre, el Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos anunció que la represión del gobierno sirio contra las manifestaciones populares había alcanzado las 3,500 víctimas. Ese mismo día, la única noticia sobre Siria en el Granma llevaba el siguiente título: Siria acusa a Estados Unidos de incitar a la violencia en ese país árabe. Y, como puede ver el lector curioso que pulse en el enlace, es una repetición de la versión de los hechos preñada de fantasía que difunde el gobierno sirio.
Otro caso singular y reciente es el de Arabia Saudita, país que antes
consideraban en Cuba como un despreciable aliado del imperialismo yanki. Resulta que en los últimos meses los jeques del desierto y los revolucionarios del mar
Caribe han forjado una curiosa amistad. En agosto se abrió la primera embajada saudita en La Habana, noticia
que el periódico Trabajadores encabezó con un titular que no deja
lugar a dudas: Las
relaciones sauditas-cubanas son muy prometedoras. Y ya desde el año pasado se había anunciado que Cuba rehabilitaría sus hospitales maternos con
ayuda de Arabia Saudita.
En La Habana, donde se ha denunciado con fervor la intervención de la OTAN en
Libia, las relaciones con Arabia Saudita no parecen haberse afectado cuando
este país envió sus tropas a reprimir las manifestaciones populares en Baréin
en febrero pasado. Los príncipes sauditas, los peones del
imperialismo, los amigos personales de la familia Bush, los que
intervienen militarmente en países vecinos para mantener en el poder a regímenes
autoritarios y los que prestan sus bases para que
Estados Unidos invada otros países del Golfo, son también los líderes de una sociedad
medieval donde una mujer tiene menos derechos que un camello. ¿Cómo pueden ser
amigos de un gobierno que se dice revolucionario, antiimperialista y defensor
de los oprimidos, como el cubano?
Los príncipes sauditas son un grupo de ancianos aferrados al poder, dispuestos
a cualquier cosa con tal de conservarlo. Andan confundidos porque el heredero
al trono, ¡que tenía 85 años!, se les murió hace un par de semanas. Dicen ser
defensores de una ideología que los hace dueños absolutos de la verdad, de modo
que todo el que discrepa de ellos es considerado un apóstata o un traidor.
Vigilan y reprimen minuciosamente a quienes piensan diferente y hacen todo lo posible por impedir que sus conciudadanos tengan acceso a Internet, ese
artilugio moderno que temen y detestan. Son, al fin y al cabo, un grupo de
vejetes corruptos a los que la historia les pasó por encima, y a los que el
futuro les aterra, porque ni siquiera entienden el mundo del
presente. ¿Cómo habrán convencido a los dirigentes de La
Habana de que podían ser sus amigos?
[Continuará...]