Bárbara María Barrientos. Foto: Tersites Domilo |
En Ayestarán en 1991, La cuarta pared fue para mí la expresión
inquietante y desgarrada de la soledad del individuo ante el poder totalitario.
El proyecto de sociedad que nos fue destinado se había quedado sin libreto, como los personajes de la obra: los
gemidos y gruñidos de los cinco actores parecían un eco amplificado de los
nuestros. Éramos, en el teatro y en el teatro de la vida, espectadores
abrumados con la añoranza de ser sujetos. Y La cuarta pared fue entonces la sublimación de esa
pesadilla y de ese anhelo.
Ya he comentado también la experiencia de
verla en Brooklyn hace un año. Esta vez, otra vez, fue diferente. Era Sábado
Santo, ese momento del año litúrgico católico en que más cerca estamos de la
muerte de Dios. Recordé, camino al teatro, cuando iba cada año a la iglesia de
mi pueblo en la mañana del Sábado Santo a rezar y "acompañar a Virgen en
su soledad", en ese día árido en que su hijo, mi Dios, estaba muerto.
Podríamos decir que desde la conocida sentencia de Nietzsche, hemos vivido más de un siglo en esa soledad. La cuarta pared trata, entre otras cosas, de la
relación de la creatura con su hacedor: el personaje ha sido desechado por el
autor, y tiene que inventar una dolorosa autonomía, porque está solo.
Sola también, como la Virgen del Sábado Santo,
estaba Bárbara María Barrientos sobre el escenario árido y negro del Symphony
Space. Sola y muda, pues la obra no tiene parlamentos. Desde la segunda fila,
la vimos nacer, aprender a andar, a caminar, a reír y gemir, a ser humana, en
poco menos de una hora. Lo sabía desde 1991: esta mujer
pequeña y delicada puede dominar a los espectadores como por arte de
encantamiento. Esta vez tuve una prueba más tangible.
Detrás de nosotros, en la tercera fila, se
sentaron dos señoras cuyo acento revelaba que eran madrileñas, cuyos rostros
indicaban que estaban un poco más allá de los cincuenta, y cuya conducta dejaba
en claro que la cena había sido rociada con tres copas de más. Poco después de
sentase, comenzaron a pedir a gritos que comenzara la función. Al apagarse las
luces empezaron a reír sin parar, como se ríe uno en un velorio de puro
nerviosismo. Pensé que iban a arruinar la puesta, pero los primeros gemidos
agónicos de Bárbara Barrientos les hicieron recuperar la cordura. No se volvió
a saber de ellas hasta el final, en que escaparon de sala después de los aplausos.
Víctor Varela durante el conversatorio con el
público tras la puesta de La cuarta pared
en Symphony Space. Foto: Tersites Domilo
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Nota: Recomiendo también la lectura del artículo
"Víctor Varela: un teatro amable
con el espectador" que ha publicado esta semana la crítica Rosa Ileana
Boudet en su blog Lanzar la
flecha bien lejos y la entrevista que ha publicado hoy Diario de Cuba con Alcibiades Zaldívar, uno de los actores de la puesta original.
Gracias Tersites por tu trabajo inteligente y desinteresado. Me ha gustado tu coautoria y contribucion al lado espiritual de la obra, el cual existe para creyentes y ateos. Ademas de la resurreccion en una de las posibles lecturas se puede ver en la obra una preocupacion del personaje por el SER en oposicion a ese TENER hoy globalizado que a muchos aplasta e identifica desde la cultura y fuera de ella. Todo comenzo cuando Barbarita pregunto: Y Tersites? Queriamos saber que ibas a decir esta vez. Hermoso y personal, como debe ser. Te felicito.
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