El pasado sábado 22 de junio, Enrique del Risco presentó su libro Siempre nos quedará Madrid en la librería Barco de Papel, de Queens, New York. Del Risco tuvo la amabilidad de pedirme que hiciera la presentación. Como sabrán algunos lectores de este blog, hace unas semanas comenté aquí el libro en un post titulado "Siempre nos quedará Madrid: el terrible y feliz destierro de Enrique del Risco". Este que aparece a continaución es el texto que leí el sábado.
El 17 de enero de 1871 publicó el New York Times una entrevista con Anita Quesada
de Céspedes, la esposa del Padre de la Patria, hecha unos días antes mientras estaba
detenida en La Habana. La Sra. Quesada había sido capturada por los
españoles al intentar salir clandestinamente de Cuba. En su entrevista, la Sra.
Quesada pondera la caballerosidad de los soldados españoles que la habían
apresado en las costas de Camagüey. Cuenta que el general Chinchila esperó bajo
un aguacero mientras la primera dama de la República en Armas se reponía de los
rigores de la manigua en la tienda de campaña del oficial. Incluso, cuenta la
Sra. Quesada, los españoles tuvieron la amabilidad de llevar lejos de su tienda
a los prisioneros que iban a fusilar, para así ahorrarle escuchar el estertor
de muerte de los condenados.
Ese mismo día, por cierto, el Times informaba que Ana de Quesada
acababa de llegar a New York en el vapor Ciudad
de Mérida. Salía así de la prisión y de la guerra de Cuba para entrar en la
guerra sorda que sostendría aquí con la infatigable
Emilia Casanova, esposa de Cirilo Villaverde.
Menos suerte tendría el poeta Juan
Clemente Zenea, capturado con ella y fusilado siete meses más tarde en el Foso
de los Laureles de la Cabaña. Cuenta Enrique Piñeyro que en el momento de
enfrentar las balas, Zenea se quitó sus gafas de miope irredento y las depositó
en el piso a su lado. Quería que los cristales con los que miraba el mundo
llegaran intactos a las manos de la mujer que veinticinco segundos después de
ese gesto sería su viuda. No es improbable que Zenea tuviese una opinión
diferente de la de Anita de Quesada sobre la bondad de los soldados ibéricos. Y
no se trataba simplemente del color del cristal con que los miraba.
La anécdota, en fin, resume varios
destinos típicos de los cubanos que sueñan con probar nuevos aires: la cárcel,
la muerte, Nueva York, las rencillas entre emigrados…
Enrique del Risco y de su esposa
“Cleo”, como Zenea y Anita de Quesada, también cayeron en manos de los
españoles tras un intento de salida de Cuba, aunque este resultara más exitoso
que el de aquellos patriotas. Siempre nos
quedará Madrid es el recuento de su salida azarosa y su vida de exiliados
ilegales en la Madrid de mediados de los noventa. Su experiencia —y los
recuerdos de su aventura— parecen estar entre esos dos extremos que
representarían Zenea y la Sra. Quesada.
Este relato es la crónica de una
vivencia que comparten dos millones de cubanos. Y es un intento de explicar(se)
los sinsabores y las sorpresas de quien decide largarse del lugar donde ha
nacido. El libro —la vida de Enrique y su esposa en Madrid— se va poblando poco
a poco de una fauna que parece destinada a ilustrar el retablo de los milagros.
La generosidad entusiasta que se transforma luego en recelos y malentendidos, la
convivencia con gente con la que nunca se le hubiera a uno ocurrido vivir en su
sano juicio o en su país de origen, la esperanza sin brújula pero sin muerte
del emigrante, la bondad que sorprende a la vuelta de una esquina como un
atracador: esos son los elementos del ajiaco/fabada que Del Risco va cocinando
en estas páginas.
Desde esa descripción del Madrid de
los años noventa, Del Risco —que es miope como Zenea— describe también a Cuba y
describe sobre todo los cristales que le tocaron para mirar al mundo. Cada
quien es miope a su estilo, pero el asunto es saber exactamente qué graduación
necesitamos. La vida cubana es la graduación del cristal con que el autor mira
a Madrid, y ese es uno de los ejes de su relato. Del Risco pesa cada
experiencia madrileña —ir al cine, entrar en un bar, celebrar la Navidad o su
cumpleaños— a partir de la aridez habanera de su vida anterior.
Es ahí donde el libro alcanza su
mayor intensidad. Estas son las memorias de dos jóvenes que llegan a España y pasan
quince meses pagando la imprudencia, pero que cada día se sienten dichosos de
haber logrado largarse de su país. Como he dicho antes, esa dicha no es un
síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la
fe a la desesperación después de visitar el desengaño y llegar al aburrimiento.
Del Risco dibuja —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva
relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del
Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del
"socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez
menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el
autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un
archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables.
El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de
un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad
irremediablemente envenenadas por la historia.
Del Risco viene a recordarnos que el
dolor del exilio a ratos es proporcional a la hospitalidad de la tierra natal.
Cuando el aire patrio se enrarece lo suficiente, exilio puede ser un sinónimo de alivio;
porque la distancia permite saborear la cubanidad con la cucharita del té, y
ponerla bajo llave cuando se salga del plato. Uno lee un libro que nos revela
cosas absolutamente nuevas o que nos hace ver lo conocido con nuevos ojos,
porque el autor tiene una mirada mucho más fina que la nuestra. Mirado así,
este será un libro excelente para dos tipos de cubanos: los que se han ido del
Cuba o el que planifica irse. O para cualquiera que pretenda entenderlos.
Siempre nos quedará
Madrid
es un libro escrito con una buena dosis de ironía. Y la primera víctima de esa
navaja es el propio autor, que nos describe en detalle su casi absoluta
incapacidad de sobrevivir en un país normal o de conseguir un trabajo que no consista
en hablar o escribir. Pero el desfile de personaje incluye hombres crónicamente
infieles, músicos alucinados por el humo de impuros cigarros, mujeres celosas
hasta el crimen o el suicidio, matones cobardes, tacaños incondicionales y
estafadores devotos.
Sin embargo, hay también en el relato
una filigrana más pura: el cultivo de la amistad y la decisión de rescatar
ciertas cosas esenciales son las tablas de salvación a las que recurren los
protagonistas en un momento de sus vidas en que todo parece ir a la deriva. Los
españoles que le tocaron en suerte a Del Risco no le cedieron la tienda de
campaña como el caballeroso general Chinchila haría con Anita de Céspedes, pero
tampoco lo llevaron a pasear junto a los laureles como al pobre Zenea. Su
destino madrileño fue más común, más como el nuestro. Pero su relato tiene la
lucidez y el humor que permite al lector repasar su propia experiencia con una
mirada más aguda y más amable. Y eso basta para darle a Enrique del Risco las
gracias.