Monday, March 9, 2009
La entrevista de ciudadanía
Ayer, 4 de agosto, fiesta de San Juan María Vianney y cumpleaños de mi suegra, tenía yo la cita para la entrevista de ciudadanía norteña (norteña en este caso hace referencia al “Norte revuelto y brutal”, no a esa bella música al ritmo de la cual nuestros hermanos aztecas bailan “la quebradita”).
Había estado yo por años posponiendo el momento de “plegarle la alianza” a la bandera estrellada y chillar aquello de “Oh, José, can you see…” por tres razones muy poderosas. En primer lugar, porque las gestiones burocráticas me caen como una patada en ese ojo con el cual “Oh, José, you can’t see…”; en segundo lugar, porque no me creo en condiciones de jurarle fidelidad a ninguna bandera, país, ejército o bando cualquiera (a veces, en el dominó, juego la ficha que no va sólo por ver la cara de desesperación de mi compañero de equipo); y en tercer lugar, porque la única denominación con la que me he sentido cómodo en mi vida es la de “apátrida”, con la que me cataloga el gobierno de una isla del Caribe de cuyo nombre quisiera olvidarme.
Me levanté, pues, en esa mañana de lunes (¡para colmo!), dispuesto a cambiar de nacionalidad, con la tímida esperanza de que tener el pasaporte con el pajarraco de patas abiertas me mejore el acento jamaiquino con que hablo (es un decir) el inglés. Después de un café y un purito impuro de desayuno, me coloqué el New York Times bajo el sobaco y me fui a la fábrica de ciudadanos.
El día había comenzado bien. Era una mañana perfecta: 25 grados a la sombra, sol radiante, cielo azul y unas nubecitas pintadas por Carlos Enríquez antes de que empezara a beber. Me alegraba, además, la idea de pensar en mi suegra y en el santo cura de Ars al inicio del día. Soy devoto de los dos. Mi devoción por San Juan María, a diferencia de la de tantas personas, no se inspira en sus dotes extraordinarias de confesor y “cura de almas”, sino en el hecho de que, de joven, haya desertado del ejército —razón por la que siempre he pensado que debería ser declarado Patrón de los Desertores. Jurar defender la Constitución y los Estados Unidos —y tomar las armas si fuese necesario para ello— era una exageración de mi parte, por supuesto, pero me aliviaba la conciencia el hecho de hacerlo el día del santo desertor. De alguna manera, eso me consolaba de la pérdida de mi condición de apátrida. La devoción por mi suegra, por otra parte, tiene su origen en las matemáticas y la geografía: vive a 1303 millas de mi casa (según Google). Las suegras son como Cuba: cuanto más lejos logra uno vivir de ellas, más las quiere, aunque la mía —mi suegra, no mi Cuba— sea una santa comparable al Cura de Ars.
Entré en la sala de espera del paraíso y hacía un frío siberiano. [Como todo cubiche que vive en las cercanías de New York, atribuyo cualquier exceso, señal de mal gusto, falta de prudencia o resabio, a los cubanos de Miami. Por tanto, siempre pensé que esa costumbre de combatir el calentamiento global convirtiendo la sala de la casa en nevera era exclusiva de Hialeah y la Sagüesera.] Miré a mi alrededor, estudié la cara de los “esperadores”, y me senté en el lugar en que me parecía que no habría nadie que quisiera conversar con su vecino de asiento.
Pocos minutos después, una señora de incierta edad con pinta de iraní prooccidental colocó sus nalgas cuneiformes en la silla de al lado. Pensé que tenía la misma expresión de tristeza persa que debió poner Soraya cuando el Sha le dijo que se divorciaba de ella por no ser precisamente una buena “fábrica de ciudadanos”. El hecho es que esta Soraya venida a menos comenzó por preguntarme la hora y después arrancó a hacer comentarios sobre lo mal que pronunciaban los nombres árabes y persas aquellos gringos. Yo le puse cara de ayatolá con acidez estomacal (es una redundancia, los ay atolás siempre tienen cara de estreñidos) y saqué mi New York Times para enterarme de que se había muerto Solzhenitsyn.
Era como si comenzaran a confirmarse las malas premoniciones que adelantaba el viento gélido producido por el maldito acondicionador de aire. Habían pasado 45 minutos y me sentía ya como un prisionero de Vorkuta. Con el corazón encogido por la muerte de Aleksandr Isayevich, y otras partes de la anatomía (que lo menos que necesitarían sería apocamiento) reducidas —aún más— por el frío, leí como si fuera un reproche esta oración del obituario: “In contrast to the rest of his family, he never became an American citizen.”
Terminada la lectura de las noticias del día, miré el reloj, vi que llevaba dos horas en aquel Frigidaire, y recordé la frasecita engañosa de la citación: “Plan to spend two hours...” Me fui a preguntarle a un tipo de cabello y corbata amarillos qué pasaba. Me pidió mi green card, se fue con aire de resolverlo todo en un minuto y regresó al poco rato con una respuesta digna del oráculo de Delfos: “They will call you in a while.”
Una hora después, un tipo que me recordó la foto de Gandhi en sus tiempos de abogado en Johannesburgo, pronunció mi nombre con el acento y la autoridad de un dvijóttama en asuntos inmigratorios. Llevaba una corbata de lástima y una camisa de puños gastados del color del aburrimiento. Su bigotito estrechísimo me hizo imaginar a Jorge Negrete en una película de Bollywood, cantando corridos en sánscrito y con un turbante en la cabeza en lugar del sombrerote de machote que solía llevar.
Al entrar en la oficina tuve la ligera impresión de estar en Cuba con frío (lo que los yankees llaman un air-conditioned hell). Había muebles y papeles amontonados en una esquina como si alguien, con urgencia ciclónica, hubiese quitado del medio las pertenencias del dueño anterior para hacerle espacio al actual ocupante. Por el suelo arrastraban su inutilidad un ventilador mustio y un calefactor portátil que tenían inscritos, con pintura negra y caligrafía criminal, el nombre y apellido de mi brahmán examinador: Adesh Handlal.
Observé después a Mr. Handlal, que andaba ahora sumido en mi expediente, y que lo miraba todo con gesto desaprobatorio. (Nunca ningún burócrata miró mi expediente con otra expresión.) Cada vez que tenía que hacer una anotación, Mr. Handlal sacaba un papel carbón (animal veterotestamentario que yo no veía desde la llegada a Gringolandia) y lo ponía entre el original y una copia. Después perforaba las hojas y las iban poniendo en una carpeta con una de esas grandes grapas o presillas que yo creía especies extintas como el papel carbón.
A medida que avanzaba en el análisis de mi expediente —sin dudas deprimente para él—, mi brahmán comenzó a hacer gestos de coach de béisbol que me hicieron pensar que la lectura mi historia inmigratoria le había causado locura temporal: soplaba el bolsillo de su camisa como si quisiera abrirlo sin tocarlo, palpaba la tela gastada de los puños, se tocaba los codos y los lóbulos de las orejas y, de cuando en cuando, subía el brazo por encima de su frente y se quedaba mirando el reloj por largo rato como si en la esfera tuviera grabados los 700 versos del Bhagavad-Gita y se propusiera leerlos antes hacerme gringo.
“Are you married?” me preguntó finalmente. Ante mi respuesta
—resignadamente afirmativa— se quedó como dudando y volvió a la carga: “How many times have you been married?” No sin cierto pavor, me apresuré a decir que sólo una vez. “Just once?” Su indignación ante mi abulia nupcial era evidente. Siguió por media hora observando el reloj, rascándose los codos, soplando el bolsillo de la camisa y haciendo marcas feroces en las páginas de mi expediente sin volverme a preguntar nada más sobre mi vida marital.
“Are you ready for the test?” me preguntó finalmente, como si esperara que le respondiera con el "Ave Cesar, moriturii te salutam" de los gladiadores. Después de varias preguntas respondidas exitosamente, me sentía yo como si me fueran a dar el Premio Nobel de Historia, de contra, junto con la ciudadanía. “Who said ‘Give me liberty or give me death’?” me espetó Mr. Handlal como sacando su carta de triunfo. “An idiot”, estuve tentado a responderle pero, como siempre, mi cobardía no me falló: pensé en las horas que me tendrían en aquel congelador si tenía que volver y respondí con un sumiso “I don’t remember”. Al Obergruppenführer Handlal se le iluminó el rostro de alegría. “Try, try!”, casi me grita. “I don’t remember, sir”, le dije yo, que ya me iba hastiando de la comedia. Después quiso que le nombrara las 13 colonias. Comencé a recitar como si estuviera en el catecismo y a la octava me callé. “Go on!”, me animó, Mr. Handlal. Lo miré con cara de pocos amigos y le dije que había perdido la cuenta de las que me faltaban. Hizo la siguiente pregunta sobre cuántas veces puede una persona salir electa senador o representante. “As many times as voters vote for him or her”, le respondí. “Without any
limit?!!!”, me dijo con tono de maestro que quiere sorprender a un alumno insoportable. Without limit, sir”, le respondí yo muy seguro de mis conocimientos sobre “The Way Our Democracy Works”.
Se dio por vencido. Me dijo que fuera y le trajera unas fotos de pasaporte y una copia de la green card y me dejó en paz. Salí de allí como mismo salí de la Oficina de Intereses en La Habana quince años antes, otro día de agosto en que me dieron la visa: cayéndome del hambre y con los huesos congelados. Lo única decepción era que esta vez no tenía el consuelo de estarme yendo a Estados Unidos como la vez anterior.
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J. Ignacio:
ReplyDeleteMe daré el gustazo de iniciar los comentarios en tu blog. (Llegué aquí a través de un enlace que puso Ingeborg P. en Facebook).
Pues, nada, te hago esta nota para decirte que he leído y disfrutado tus cinco primeros posts. Se nota y se agradece tu buen oficio. Bienvenido a la blogosfera. Que te sean propicios los vientos que soplan en este éter.
Salud,
Alexis Romay
Gracias a Inge también. Excelente esta entrega. La disfruté tanto que me parecía estar en tu lugar. Saludos,
ReplyDeleteCristina F.
Excelente todo el blog.Lo lei completo sin bostezar.Culto y sabio.Muy entretenido y acertado.Gracias.
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