Por pura pereza imaginativa decidí ayer matar los diez minutos que quedaban para el tren de las cinco en la Borders de Penn Station (“And lead us not into Penn Station”, como diría David Foster Wallace antes de caer en una tentación peor). Me fui a la sección de poesía buscando a Yeats pero me encontré a Edgar Lee Masters, en la edición de John E. Hallwas, vivo en el cementerio de su Spoon River Anthology, cuyos poemas, traducidos (¿o transmigrados?) al español me citaba incesantemente mi amigo José Mederos Sigler hace más de veinte años. Ese grano de nostalgia y quince dólares pusieron en mi mochila todas las habladoras tumbas de Lee Masters.
Como acabo de cancelar mi suscripción al New York Times (tough times) y los últimos ejemplares llegarán este fin de semana, comencé mi entrenamiento en la lectura de noticias remotas hojeando a la deriva mi Spoon River en el tren.
Al llegar a casa encontré en el buzón La vida de los otros, cortesía de Netflix. Después de la cena, me senté con MD a ver esa película “que hizo nuestras delicias el verano pasado”, ¿o sería el anterior?
El libro y la película, que el azar dispuso en la misma tarde, se asoman a dos estancias del mismo misterio: la curiosidad humana por la vida ajena. Esa afición atávica, como tantas cosas, puede servir de ungüento y de veneno. Los espléndidos versos de Edgar Lee Master son una suerte de redención del cotilleo. Ese mismo cotilleo que la Stasi podía convertir en una sustancia infernal.
De ese mejunje diabólico estuvo hecho el socialismo que, con involuntario sarcasmo, algunos llamaron real. Esa fue la esencia del sistema. Los que propusieron la disolución de la privacidad (el derecho a nuestros pequeños secretos, sean estos vergonzantes o no) en nombre de la solidaridad, en realidad no eran otra cosa que una banda de fisgones sádicos que convirtieron la invasión del espacio personal y la destrucción del alma en una vocación y un deporte. Esa, y ninguna otra, fue la esencia de cada uno de los regímenes totalitarios que en el mundo fueron. Lo demás fue propaganda, de una parte, e ingenuidad (si es que la ingenuidad puede ser cómplice y elegida) de la otra.
Al final de la película, el ingenuo —otra vez la ingenuidad— dramaturgo Georg Dreyman le dice al ex ministro Hempf: “¿Cómo es posible que gente como ustedes gobernaran un país?” Lo cual es una manera generosa de hacer la pregunta que a muchos nos toca: “¿Cómo fui capaz de obedecer a gente como tú?”
Ya en la cama, tras la película, leí el poema “Ollie McGee” de Edgar Lee Masters. Desde la tumba, la mujer abusada termina el relato de su horror doméstico con estos versos:
The face of what I was, the face of what he made me!
These are driving him to the place where I lie.
In death, therefore, I am avenged.
Ese anatema, sin embargo, supone en el hacedor del agravio un remanente de ética que lo condena. No creo que podamos esperar semejante destino —o semejante justicia— en el caso de los “ingenieros de alma” que implementaron ese error antropológico que fue el comunismo.
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