La primera vez que vi "Desayuno en Tiffany's" no sabía que estaba basada en una novela, ni que el libro era de Truman Capote, ni quién era Audrey Hepburn ni qué se vendía en Tiffany's. Tenía once años, y el único recuerdo que me quedó de esas dos horas en el cine fue la bañera cortada a la mitad que servía a Holly Golightly de sofá en su apartamento del Upper East Side. (No, tampoco sabía qué demonios era el Upper East Side.)
Como todo el mundo, después he visto y leído varias veces la película y la novela, ambas espléndidas. Los otros días, MD tuvo la bendita idea de alquilar "Breakfast at Tiffany's" para verla con la involuntaria receptora de nuestros genes y nuestros gustos fílmicos: PZ. (Otra razón que justifica el "Creced y multiplicaos": Cuando los hijos se vuelven seres pensantes, uno tiene una razón para volver a ver ciertas películas con ellos.)
Este nuevo repaso me hizo recordar que la primera escena de "Breakfast at Tiffany's" es de las más bellas que he visto. Es una toma de la Quinta Avenida, desde la Calle 57, al amanecer, con los primeros acordes de "Moon River" como complemento. A la izquierda se ve el antiguo edificio de la tienda Bonwit Teller, que sería demolido en los ochenta para construir Trump Tower, con sus acres de mármol rosado Breccia Pernice y su dorado chillón. A esa hora, la Quinta Avenida tiene el mismo aire de todas las ciudades en mañana de domingo: parece una puta hermosa, pero cansada. El alumbrado público aún está encendido, pero ya es de día, y uno tiene esa impresión de haberse levantado en casa después de una larga fiesta para darse cuenta de que ha dejado las luces encendidas al irse borracho a la cama.
Después se acerca un taxi por la avenida desierta, la cámara retrocede y aparece el edificio de la joyería Tiffany & Co. El amarillo del taxi es el único color discernible en la escena. Se detiene ante la puerta de la joyería y de él baja, como una aparición, Holly Golightly (Audrey Hepburn) en su vestido Givenchy negro. La vemos de espalda, y a continuación vemos, poco a poco, su reflejo en la ventana de Tiffany. Finalmente aparece su rostro claramente, pero está oculto detrás de una gafas inmensas y el espectador no sabe si está viendo a la persona o su reflejo en el cristal. En esa breve sucesión de imágenes se resume el personaje: un bellísimo juego de espejos que se oculta o se revela en medias verdades. Holly Golightly dobla en la esquina de la 57 hacia el East River y echa los restos de su desayuno en un latón de basura. La vemos llegando a su apartamento del Upper East Side unos minutos después, pero ya con toda la luz de la mañana.
La combinación de New York y una mujer hermosa, que siempre es amable, alcanza en esta escena un estado muy parecido a la perfección.
A ese recuerdo que describo puedo añadir una nueva idea que me regaló esta vez la película. Las locaciones son reconocibles para cualquier neoyorkino: el Upper West Side, la Quinta Avenida a la altura de la calle 57, Park Avenue en las inmediaciones del Seagram Building de Mies van der Rohe, el anfiteatro Naumburg Bandshell del Central Park. Uno se asombra de cómo, en una ciudad donde todo parece cambiar a diario, esos lugares se mantienen prácticamente idénticos. Sólo los modelos de los carros nos revelan la época de la película. (Aunque la historia original de Capote se desarrolla en los cuarenta, la película se cuenta como una historia contemporánea a su filmación, es decir, de 1962.)
La superposción de edificios idénticos y autos diferentes me hizo pensar en La Habana, y en las películas cubanas de los sesenta. Cuando uno ve ahora, por ejemplo, "Las doce sillas" —la versión cubiche que hizo, también en 1962, Gutiérez Alea de la novela de Iliá Ilf y Yevgeni Petrov—, el efecto es contrario: el entorno, los edificios, las calles han cambiado, han sido vapuleados por cinco décadas de olvido. Lo único que parece igual son los modelos de los carros: los habaneros, de un modo u otro, siguen viajando en cacharros de los años cincuenta.
Esa doble impresión, la de una ciudad detenida en el tiempo por una parte, y a la que el tiempo derrumba por la otra, podría ser un resumen del último medio siglo en La Habana. Enrique Santiesteban, por cierto, usa en la película unas gafas muy parecidas a las Audrey Hepburn.