Se lo repetía a todo el mundo de vez en cuando, y me lo repetía a mí mismo más a menudo, con la secreta esperanza de que se cumpliera aquello de que la vida nos sorprende siempre, que nunca sucede lo que esperamos o anunciamos.
Y eso es lo más desolador. Que todo el mundo se sabía de memoria este final, como cuando vamos a ver una de esas películas del Titanic, pero nadie pudo hacer nada por cambiarlo. Porque no hay un negocio más amargo en esta vida que el de tratar de salvar a los otros.
Uno se consuela culpando a las personas que estaban cerca del muerto, uno se dice que cada una de las historias que los tabloides publicaban sobre ella era una crónica de su muerte anunciada, que debieron pensar que Amy tenía 27 años, y que Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Brian Jones y Kurt Cobain murieron a esa edad, y que no todo puede ser causalidad en esta vida. Uno se dice que no la cuidaron los que debieron protegerla, que alguien se equivocó bestialmente. Porque lo único que nos patea el alma de verdad es saber que el hecho de que Amy Winehouse muriera hoy en un apartamento de Londres era tan inevitable como nacer con los ojos negros o ser alérgico a los arándanos. Y por eso tenemos que inventarnos todas esas mentiras piadosas, esas culpas ajenas, esas explicaciones consoladoras como la tisana de tilo de mi abuela, que era una poción mágica contra la ansiedad que produce sabernos cobardes.
Y mucho menos somos capaces de aceptar que en el fondo no tenemos nada que objetar a la muerte de Amy Winehouse; que estamos perfectamente satisfechos con el destino que le tocó a esta inglesita white trash que cantaba como una negra sureña, esta judía drogadicta de Southgate en quien Yahveh decidió poner una bestial sobredosis de talento; una sobredosis capaz de matar a un caballo purasangre, puesta así no más en el cuerpo de una chiquilla de caderas estrechas, tetas de utilería y voz de arcángel nigeriano. Porque al final sabemos que sus ridículas pestañas, su rímel errante, sus tatuajes de marinero borracho, "su neblina y sus anfetaminas", eran el precio que pagaba para poner una detrás de otras aquellas notas y aquellas palabras, para embrujarnos.
Y si Dios, en una de sus bromas, nos hubiese preguntado hace 27 años si preferíamos que naciese en Londres una niña destinada a la feliz mediocridad de una vida anónima o que naciese ese desastre infinitamente hermoso que fue Amy Winehouse, hubiésemos elegido la belleza del desastre... como también lo hubiese elegido ella misma. Pero claro, como Dios no nos preguntó nada, ahora tenemos el derecho de quejarnos, de blasonar nuestra inocencia, de decir —como si no fuera una imbecilidad decirlo— que hubiésemos querido que Amy Winehouse fuera una chica feliz y equilibrada, y que de todos modos cantara así, como alguien que tiene una habitación alquilada en el infierno.