En esta segunda parte del artículo de Winthrop Sargeant —“Cuba’s Tin Pan Alley”—, la más interesante de las tres en las que lo he dividido, el autor describe el mundo habanero donde surge la música que en esa época se hizo universal.
Añado un par de detalles. Sargeant, para ilustrar la cultura mafiosa del mundo musical habanero, habla de "un negro inmenso y vestido con ropas muy llamativas, llamado Chano Pozo". Explica la admiración que gozaba Pozo en La Habana, no solo por su talento musical, sino por vivir al margen de cualquier ley y por su pasmosa habilidad para tentar y burlar la muerte. Un año y dos meses después de publicar su artículo, Chano Pozo moriría en Harlem, baleado en la escalera que llevaba a su apartamento.
Sargeant usa la canción "Penicilina" para ejemplificar el proceso creativo y de comercialización de la música cubana. Es bueno recordar que su autor, Abelardo Valdés, fue también el compositor del famoso danzón "Almendra". La "Penicilina" es una oda a la milagrosa eficacia de ese medicamento para tratar las enfermedades venéreas. El uso masivo de la penicilina era muy reciente: antes de su introducción al mercado en 1942, contraer sífilis o gonorrea era un viaje sin retorno. La penicilina cambió las reglas del juego, y la canción de Abelardo Valdés viene a expresar lo que debió ser un sentimiento de alivio generalizado en el mundo musical habanero de entonces. Al mencionarle la canción al musicólogo Armando López, me recordó enseguida otro dato interesante: la "Penicilina" fue grabada en 1945 por el Conjunto Matamoros, cantando Beny Moré. Es una de las primeras grabaciones que hiciera en Beny en su carrera.
[Revista LIFE, edición del 6 de octubre de 1947. Páginas 145 a 148 y 151 a 157. Esta es la primera parte del ensayo de Winthrop Sargeant. Próximamente colgaré el resto.]
El Tin Pan Alley cubano [segunda parte]
Winthrop Sargeant
Una música que florece entre balas y marihuana
A diferencia del azúcar y el tabaco, la música cubana es cultivada en las calles de La Habana por una masa humana políglota y marginal que canta, bebe y se muere de hambre con una exuberante indiferencia. Nace en los prostíbulos, en las “academias de baile” y en los centros clandestinos de santería, esos que los cubanos de las clases altas siguen acusando de ser escenario de horripilantes sacrificios humanos. Muchas de esas canciones son compuestas en pianos prestados, algunos de ellos con agujeros de balas, por marihuaneros que las venden por el precio de un trago de ron. Las estrenan en los inmundos cabarets de Las Fritas, una calle de pequeños negocios al estilo de Coney Island, cerca de La Playa, donde los negros de La Habana van a pasear en las noches. De la Las Fritas esas canciones pasaban al corazón de La Habana, donde el estruendo de los tambores es atenuado para hacerlo más paladeable para los turistas de los cabarets más caros como el Chanflán y el Faraón. Con un poco de suerte y promoción por parte de los editores de música del caótico Tin Pan Alley de La Habana, podrán llegar a los oídos de directores de orquestas y bandas de Estados Unidos y catapultar a sus autores a la fama internacional. Con mayor frecuencia, se pierden en el enloquecido torbellino de la vida nocturna habanera, descendiendo irremediablemente, como las prostitutas de La Habana, desde los cabarets de lujo hasta los antros de 6¢, muriendo luego para dar paso a otras canciones más nuevas y más frescas.
En Las Fritas uno de los éxitos más recientes es una cancioncita movida conocida como "Penicilina", que celebra las propiedades curativas de lo que, en esa Habana relajada y libertina, es un medicamento particularmente útil. La letra de “Penicilina” automáticamente anula la posibilidad de que se convierta en un éxito internacional:
¡Ay!, ¿qué es esto?
¡Ay, ay, ay!, ¿qué es esto?
Qué malo me siento.
Ay, que si da mal de amor,
ay, que si da mal de amor,
te digo que
la penicilina lo podrá curar.
Pruébela y ya usted verá.
*1945 PEER INTERNATIONAL CORPORATION (USED BY PERMISSION)
La “Penicilina” tiene varias versiones. La más popular de todas no tiene texto, y es interpretada con ojos ardientes y caderas enloquecidas al compás de una letra reveladora: "Bum-bum, bum, bum-bum, bum". Su repetitiva melodía de seis notas se basa en un acompañamiento punzante, traqueteante, que suena como si se estuviera derrumbando un almacén de cubertería. Cuando invitaron a grabar su canción, el autor, un negro genial llamado Abelardo Valdés, incluyó apenado una estrofa de la “Marcha nupcial” de Mendelssohn para que la canción llegara a tener la duración estándar de los discos. Su popularidad local finalmente llegó a tales proporciones que Valdés se sintió inspirado a componer una segunda canción titulada “Sulfatiasol”. "Mis amigos" anunció Valdés en tono triunfal, "me dicen que debería abrir una botica”.
El problema no es el dinero
La “Penicilina”, obviamente, no fue escrita con ojos sagaces fijos en las posibilidades comerciales en Estados Unidos. El predominio de canciones de este tipo saca de quicio a los editores musicales más emprendedores de Cuba. Aunque los compositores cubanos más conocidos tienen una organización semejante a la ASCAP de Estados Unidos, la realidad es que el saldo de la exuberante producción musical habanera no se crea con el ánimo de ganar dinero, sino por pura diversión, por un ejército de compositores desconocidos e indigentes. Varios intentos de organizarlos en una estructura razonable y profesional han terminado siempre en rotundos fracasos.
Los esfuerzos por lograr mejores condiciones económicas que han surgido en la prevaleciente aura de marihuana e indigencia han sido esporádicos y extremadamente individualistas. Uno de ellos explotó el año pasado cuando un negro inmenso y vestido con ropas muy llamativas, llamado Chano Pozo, se obsesionó con su deseo de tener un Buick convertible nuevo. Pozo, cuya obra maestra es una canción titulada “El Pin Pin”, se había hecho relativamente famoso también como bailador y ejecutante de tumbadora. Un día fue a hablar con su editor, un tal Ernesto Roca, y le exigió mil dólares extras de adelanto por una nueva canción. Roca se negó a darle el dinero y Chano Pozo lo atacó. Como todos los editores de música prudentes de La Habana, Roca tenía un guardaespaldas armado que al instante le depositó cuatro balas en el vientre a Chano Pozo. Ligeramente incomodado, Pozo pasó dos semanas en el hospital, se recuperó y logró reunir el pago parcial para comprar el Buick sin la ayuda de Roca. Unos meses más tarde Pozo volvió a tentar a la muerte, esta vez como el desbocado chofer de su nuevo Buick. El Buick quedó destrozado en el accidente, pero Pozo volvió a burlar la muerte. Aun sigue siendo la estrella mimada de los cabarets y las estaciones de radio de La Habana.
El limbo musical homicida de La Habana flota en algún lugar indeterminado entre dos mundos. Uno es el cielo del éxito internacional, el dinero, los cabarets de New York y la fama de Hollywood, al que los cubanos buenos llegan a veces a pesar de ellos mismos. El otro es el submundo de la Cuba africana. Y la Cuba africana es, tanto desde el punto de vista musical como espiritual, un bastión fronterizo de una civilización selvática cuyo estado mayor sigue estando en las cercanías de los ríos Níger y Congo. En este submundo se mezclan los dialectos tribales africanos con el español mal hablado. Aún hoy se pueden hallar en Cuba negros ancianos que se consideran exiliados temporales y que, cuando se les pregunta por su nacionalidad, no se describen como cubanos, sino como yorubas o ararás transplantados. Sus organizaciones tribales, con sus ritos religiosos, su música, su medicina y su magia, son motivo de moderada preocupación para las autoridades cubanas, quienes los consideran como una posible amenaza política. Durante la dictadura de Machado, que terminó en 1933, las canciones de sátira política de origen negro eran causa frecuente de disturbios, y más de un compositor negro desapareció tras ponérsele precio a su cabeza.
Su ritmo proviene de las selvas africanas
El veinte por ciento de la población cubana es africana, y una buena porción del sector masculino de ese porcentaje está afiliada a una organización poco definida que los cubanos conocen como “los ñáñigos”, que ha existido desde los tiempos de la colonia. Los cubanos de las clases privilegiadas a veces asustan a sus hijos diciéndoles que los ñáñigos se los van a llevar si no se portan buen. La policía cubana mantiene las ceremonias tribales ñáñigas bajo estrecha vigilancia y está lista a lanzarse sobre ellos en el mismo instante en que noten que la inocua brujería puede convertirse en una conspiración política.
Una vez al año, durante el carnaval, los ñáñigos salen a la calle para celebrar el gran evento: las comparsas cubanas. Su valor como atracción turística es innegable. En las noches de cinco sábados consecutivos las calles de La Habana se inundan de una alegre muchedumbre de negros en trajes fantásticos que van pavoneándose al compás de los tambores y cantando canciones que parecen haber salido del mismo corazón de África. Pero cuando terminan las comparsas, los ñáñigos regresan a los barrios pobres y sus campos de cultivo. Las grandes tumbadoras, que aparecen ocasionalmente durante el carnaval, vuelven a su condición de instrumento ilegal. Su uso ha sido prohibido excepto durante las fiestas, y hay una buena razón para ello: ese instrumento se usaba como un telégrafo de la selva, y su poderoso repique servía para enviar mensajes secretos de un pueblo a otro a través de los campos cubanos, y de un barrio a otro en La Habana.
Con escasas excepciones, los instrumentos de la música cubana se construyen a partir de modelos originarios de África y son sin dudas los más primitivos que se hayan usado jamás en la música civilizada. Los cubanos negros los fabrican a partir de güiras secas, hojas de guatacas, cuchillos viejos, huesos de animales, troncos de árboles, cencerros inservibles y cueros de chivo. Pero su manufactura para la exportación ha llegado a convertirse en una industria bien regulada. Incluso la exótica quijada, que se hace con la mandíbula del caballo, ahora se manufactura de acuerdo a normas estrictas. La firma habanera de instrumentos musicales de José A. Solís, que suministra instrumentos a la mayoría de los virtuosos de la quijada en todo el mundo, ofrece dicho instrumento acompañado de la siguiente explicación: “[La quijada] se hace con el maxilar inferior de un caballo criollo de unos 2 años de edad, y se prepara de manera tal que cuando se la golpea con el puño produce una peculiar vibración, muy original y exclusiva de este instrumento. Dimensiones: 14 pulgadas de largo. Peso: 1,250 gramos”.
El componente indispensable de toda agrupación de rumba es, por supuesto, un par de maracas, las cuales agita con incesante entusiasmo un músico que dedica toda su carrera al dominio de ese instrumento. Otro instrumento muy relacionado con las maracas es el güiro, que se hace de una güira más larga, de superficie corrugada, que se toca rayando un clavo o un pedazo de madera sobre él, produciendo así un sonido similar al de un motor fuera de borda. Otro elemento básico es un par de bongós, o tambores grandes hechos con troncos de árbol huecos y cuero de becerro, y que se hacen sonar golpeándolos con las manos.
Una banda de rumba grande no estaría completa sin al menos una tumbadora, que se hace del tronco hueco de un árbol o de un barril viejo. Y las orquestas de rumba de más categoría pueden tener también una marímbula, un instrumento grande, en forma de caja con una serie de hojas de metal sujetas a su superficie. Cuando se pulsan con los dedos, como se hace con el harpa de boca, esas tiras de metal producen un poderoso sonido que recuerda al del contrabajo. La marímbula es un instrumento muy común en el Congo belga. Los ñáñigos lo fabrican con cajas o maletas viejas y flejes de relojes de cuerda desechados. Las orquestas también pueden tener cencerro y claves. E incluso pueden incluir una vasija grande de barro llamada botija, que es precisamente el mismo instrumento que usaban las antiguas “jug bands” de los negros de Estados Unidos. Una de las características más notables de todos estos instrumentos es que ninguno de ellos, excepto quizás la marímbula, es capaz de emitir una melodía. En las primitivas ceremonias de los negros cubanos esta deficiencia se suple, cuando se suple, con la voz humana. En los remilgados danzones de La Habana, las flautas y las guitarras generalmente proveen la melodía. Pero en la rumba, como la conocen los americanos, la sinfonía de percusión de los cubanos primitivos queda sumergida en una orquestación tradicional con violines, pianos, acordión, saxofón, trompetas, etc.
Esos refinamientos son el precio que pagan por la civilización. Los ñáñigos primitivos pueden hacer música con prácticamente cualquier cosa. Uno de sus instrumentos preferidos que, hasta ahora, no ha llegado a las orquestas que tocan en los cabarets, es la puerta. Para usar la puerta como instrumento musical, se quita de las bisagras, el ejecutante apoya uno de los extremos en sus rodillas, y la golpea furiosamente con ambos puños. El resultado es extremadamente sonoro.