[Traducción de un fragmento de la edición restaurada de A Moveable Feast de Ernest Hemingway.]
El primer año en Vorarlberg fue el año de la inocencia. El segundo año, el de las avalanchas y la muerte, fue un año muy diferente, y ya empezabas a conocer bien a la gente y los lugares. A alguna gente las conocías demasiado bien, y te ibas aprendiendo los lugares para sobrevivir y por placer. El último año fue una pesadilla y un año asesino disfrazado de la mejor diversión del mundo. Fue el año en que se aparecieron los ricos.
Los ricos siempre tienen una especie de pez piloto que los precede, a veces es medio sordo y a veces medio ciego, pero siempre va husmeando afablemente y con mucha timidez antes que lleguen ellos. El pez piloto dice cosas como: "Bueno… no sé. Por supuesto que no, claro. Pero me caen bien. Los dos me caen bien. Sí, por Dios, Hem; me caen muy bien. Te entiendo (risita) pero de veras me caen de maravillas y hay ella tiene un encanto del carajo". (La llama por su nombre y lo pronuncia afectuosamente.) “No, Hem, no seas tonto y no te pongas pesado. De verdad los quiero. A los dos, te lo juro. Él te va a caer bien (lo nombra por su apodo de niño) cuando lo conozcas. Los dos me encantan, te lo digo en serio”.
Y entonces tienes a los ricos ahí y ya nada es ni volverá a ser jamás como antes. El pez piloto se va, por supuesto. Siempre está yendo a algún lugar, o regresando de Dios sabe dónde, y nunca se queda mucho tiempo… Se mete en política o en el teatro y lo deja de la misma manera que entra y sale de los países y que se mete en la vida de los demás cuando está empezando su carrera. Nunca lo pescan, ni los ricos lo pescan. Nada ni nadie puede pescarlo jamás y sólo los que se fían de él son a los que atrapan y matan. Él tiene el entrenamiento precoz e insustituible del hijo de puta y un amor por el dinero latente y reprimido por mucho tiempo. Termina siendo rico, moviéndose el ancho de un dólar a la derecha por cada dólar que gana.
Aquellos ricos lo querían y confiaban en él porque era tímido, cómico, elusivo, predecible, y como era un pez piloto infalible sabían que, a pesar de su sinceridad de entonces, sus opiniones políticas eran una farsa pasajera y que él era uno de ellos, aunque él mismo no lo supiera aún.
Cuando dos personas se quieren y son felices, y ambos o uno de los dos está trabajando en su obra y le va bien, la gente se siente atraída hacia ellos con la misma fuerza que la luz de un faro atrae a las aves migratorias en medio de la noche. Si esas dos personas tuvieran la experiencia o la solidez del faro, nadie estaría en peligro, excepto los pájaros. Los que atraen a otros por su felicidad o su talento casi siempre son inexpertos, pero en seguida aprenden a evitar ser subyugados y a escapar. Pero aún no saben nada sobre los buenos, los atractivos, los encantadores, los generosos, los comprensivos ricos que no tienen malas cualidades y que le dan a cada día la gracia de un jolgorio y que, después de pasar y devorar cuanto necesitan, lo dejan todo más muerto que la raíz de cualquier hierba jamás arrasada por los cascos de los caballos de Atila.
Ese año los ricos llegaron guiados por el pez piloto. El año anterior jamás se hubiesen aparecido. No tenían certeza de nada. El trabajo iba bien y la felicidad era aun mayor, pero aún no se había publicado ninguna novela, por eso los ricos no estaban seguros de nada. Ellos nunca desperdiciarían su tiempo ni sus encantos en algo que no fuese seguro. ¿Para qué? Picasso era algo seguro y por supuesto que lo era mucho antes de que ellos supieran nada de pintura. Y estaban muy seguros de otro pintor. De muchos otros. Pero éste era el que les gustaba. Era muy bueno, si te gustaba lo que hacía, y no era ningún idiota. Pero este año se sentían seguros gracias al pez piloto, que vino también para que no pensáramos que eran unos intrusos y para que yo fuera amable con ellos. El pez piloto era amigo nuestro, por supuesto.
Me espanta recordar esa época. Entonces yo confiaba en el pez piloto tan ciegamente como en las Instrucciones Hidrográficas de Navegación del Mediterráneo, digamos, o en las tablas del Almanaque Náutico Brown. El encanto de esos ricos me hacía tan confiado y estúpido como un perro de caza dispuesto a salir con cualquiera que tenga una escopeta o un cerdo amaestrado que finalmente encuentra alguien en el circo que lo ama y lo aprecia sólo por ser quien es. La idea de que cada día debía ser una fiesta me pareció un descubrimiento fabuloso. Incluso les leí en voz alta la parte de la novela que había revisado, que es lo más abyecto que puede hacer un escritor y algo mucho más peligroso para su carrera que escalar por un glaciar sin cuerdas antes de que la nieve del invierno se haya congelado sobre los riscos.
Cuando me decían, “Genial, Ernest. Es realmente genial. Tú mismo no te das cuenta de lo genial que es”, yo meneaba la cola con placer y me zambullía en su concepto de la vida como una fiesta diaria tratando de traer un palito que les gustara a mis amos en lugar de pensar, “Si les gusta a estos hijos de puta, algo malo debo estar haciendo”. Eso es lo que habría pensado si hubiese sido un profesional, pero si entonces me hubiese portado como un profesional, jamás les habría leído la novela en primer lugar.
Fue un invierno horroroso. Antes de que los ricos llegaran ya se nos había infiltrado otro rico con la trampa más antigua que pudiera existir. Consiste en hacer que una joven soltera se convierta por un tiempo en la mejor amiga de otra mujer joven y casada, se vaya a vivir con el esposo y la esposa y entonces, sin darse cuenta, inocente e implacablemente se dé a la tarea de tratar de casarse con el esposo. Si el esposo es un escritor que está en medio de un libro difícil, al que le dedica todo el tiempo, y no está con su esposa ni comparte con ella la mayor parte del día, la situación tiene sus ventajas, hasta que te das cuenta de cómo va a acabar. Cuando termina de trabajar, el escritor tiene dos mujeres atractivas en su casa. Una es nueva y desconocida y si tiene mala suerte, el escritor termina enamorándose de las dos. Y al final la más implacable gana.
Suena muy tonto, pero amar realmente a dos mujeres al mismo tiempo, amarlas de verdad, es lo más destructivo y terrible que le puede pasar a un hombre cuando la soltera decide casarse. La esposa no lo sabe y confía en su marido. Han vivido juntos tiempos difíciles y los unen esos recuerdos, y se han amado y ella finalmente ha llegado a confiar completamente en su esposo. La otra te dice que no puedes amarla realmente si amas a tu esposa también. No lo dice al principio. Eso viene después, cuando se ha consumado el crimen. Eso viene cuando tú ya le estás mintiendo a todo el mundo y de lo único que estás seguro es de que realmente amas a dos mujeres. Esa es la época en que haces cosas imposibles, y cuando estás con una la amas y cuando estás con la otra la amas y juntas las amas a las dos. Traicionas todas las promesas y haces todas aquellas cosas que sabías que jamás serías capaz de hacer ni querrías hacer. Y la más implacable gana. Pero al final la vencida es la que gana y esa es la dicha más grande que jamás tuve. Así fue el último invierno. Y eso es lo que recuerdo de esos meses.
Lo han compartido todo, jamás se aburren cuando están juntos y tienen algo que es indestructible. Aman a su hijo y aman París, España, algunos lugares de Suiza, los Dolomitas y Vorarlberg. Aman su obra, y ella ha sacrificado la suya por él y jamás se lo echó en cara.
Y entonces, en lugar de ellos dos y el niño, hay tres en casa. Al principio es maravilloso y divertido y todo continúa así por un tiempo. Para que algo sea realmente perverso tiene que brotar de la inocencia. Vives al día y disfrutas lo que tienes y no te preocupas de nada. Las amas a las dos y mientes y te repugna y te destruye y cada día se hace más peligroso y trabajas más duro y cuando terminas de trabajar sabes que lo que está sucediendo es imposible de mantener, pero sigues viviendo día a día como en la guerra. Todo el mundo sigue siendo feliz excepto tú cuando te despiertas en medio de la noche. Ahora las quieres a las dos y estás perdido. Todo está partido en dos en tu interior y ahora amas a dos personas en lugar de una.
Cuando estás con una la quieres a ella y a la otra que no está contigo también. Cuando estás con la otra la quieres y quieres también a la que no está contigo entonces. Cuando estás con las dos las quieres a las dos y lo más extraño es que te sientes feliz. Pero al poco tiempo la nueva ya no es feliz porque se da cuenta de que tú las quieres a las dos, aunque ella por el momento se conforme con eso. Cuando estás a solas con ella se da cuenta de que la amas y cree que cuando alguien ama a alguien, ninguno de los dos puede amar a nadie más y tú nunca hablas de la otra para ayudarla y ayudarte a ti mismo aunque a ti ya no hay nada que pueda servirte de ayuda. Tú nunca sabes y a lo mejor ella no lo sabía cuando tomó la decisión, pero a mitad del invierno comenzó a acariciar constante e implacablemente la idea de casarse; sin jamás romper su amistad con tu mujer, sin perder su ventaja, manteniendo siempre una apariencia de absoluta inocencia, yéndose de vez en cuando premeditadamente, pero sólo por el tiempo necesario para que la extrañaras hasta la desesperación.
El invierno de las avalanchas había sido como un feliz día de la infancia comparado con el último invierno.
La muchacha nueva y desconocida que ahora era dueña de la mitad de ti una vez que decidió casarse —no podrías decir que decidió destruir tu matrimonio porque eso era sólo un paso necesario, un paso desagradable, pero no un fin en sí mismo, probablemente un detalle inadvertido o que había evitado considerar al pensar en el asunto— cometió un solo error grave. No consideró el poder demoledor del remordimiento.
Fue necesario que me ausentara de Schruns y fuera a New York para poner en claro con quién publicaría mi obra después del libro de cuentos. Fue un invierno duro en la zona norte del Atlántico y en New York la nieve llegaba a la rodilla y cuando regresé a París debí haber tomado el primer tren que saliera de la Gare de l'Est para Austria. Pero la muchacha de la que estaba enamorado estaba en París ahora, desde donde continuaba escribiéndose con mi mujer, y lo que hicimos entonces, adonde fuimos, y la increíble, desgarradora, brutal felicidad de todo lo que hicimos, el egoísmo y la traición que consumábamos, me producían tal felicidad, una felicidad tan terrible e imposible de matar, que provocó el más negro remordimiento y horror del pecado, pero no el arrepentimiento, sólo un remordimiento horrible.
Cuando vi a mi mujer de nuevo parada en el andén mientras el tren se acercaba entre los troncos apilados junto a la estación, deseé haber muerto antes que haberme enamorado jamás de ninguna otra mujer. Me esperaba sonriendo, con su cara preciosa bronceada por la nieve y el sol, perfectamente delineada, su pelo dorado rojizo bajo el sol, más bello e indomable que antes del invierno, y Mr. Bumby esperándome con ella, rubio y gordito, con las mejillas coloradas por el frío con un niño bueno de Vorarlberg.
—Oh, Tatie —me dijo cuando la abracé — que bueno que ya regreste y que todo haya salido tan bien. Te amo tanto, y te hemos extrañado tanto.
Y yo la amaba y no amaba a nadie más, y tuvimos una temporada mágica y encantadora mientras estuvimos solos. Yo escribía y el trabajo iba bien, y hacíamos grandes excursiones, y no fue hasta que volvimos de las montañas a París a fines de la primavera que lo otro comenzó de nuevo. El remordimiento fue bueno y útil, y con un poco de suerte, y si yo hubiese sido un mejor hombre, me hubiese podido salvar para terminar quizás en algo peor, en lugar de convertirse en mi constante y fiel compañero por los tres años siguientes.
Quizás los ricos era buenos y el pez piloto era mi amigo. Lo cierto era que los ricos nunca hacían nada con un fin determinado. En ese entonces coleccionaban personas de la misma manera que algunos coleccionan cuadros y otros crían caballos, y lo único que hicieron fue apoyarme en cada una de las crueles y nefastas decisiones que tomé, y todas las decisiones parecían tan inevitables y lógicas y buenas, aunque todo aquello era el resultado de vivir en la mentira. No era que todas las decisiones fueran malas, es que todas resultaron desastrosas al final a causa de la misma falta de carácter que me llevó a tomarlas. Si conspiras con una persona para traicionar y engañar a otra, más tarde lo volverás a hacer. Si una persona es capaz de hacértelo a ti una vez, otra lo hará también. Yo había odiado a aquellos ricos porque me habían apoyado y animado cuando lo que estaba haciendo era imperdonable. ¿Pero cómo podían ellos saberlo y saber que todo acabaría mal cuando jamás conocieron todos los detalles? No era culpa suya. Su única culpa era meterse en la vida de la gente. Les traían mala suerte a la gente, pero atraían sobre ellos mismos una suerte aún peor, y vivieron para tener toda su mala suerte hasta el peor final que toda la mala suerte del mundo podía deparar.
Que la muchacha traicionara a su amiga había sido algo horrible, pero fue culpa mía y de mi ceguera que algo así no me repugnara. Me metí en aquel lío y me enamoré, por eso acepté la culpa de lo que pasó y me resigné a vivir con el remordimiento.
El remordimiento nunca me dejó tranquilo, ni de día ni de noche, hasta que mi esposa se casó con un hombre mucho mejor de lo que yo había sido o podría llegar a ser jamás y supe que ella era feliz.
Pero ese invierno, antes de que me diera cuenta de que regresaría a la maldad, pasamos una temporada encantadora en Schruns y recuerdo todos los detalles de aquellos días y la llegada de la primavera en las montañas y cómo mi esposa y yo nos amábamos y confiábamos uno en otro y lo feliz que estábamos de que se hubiesen ido los ricos y cómo llegué a creer que habíamos vuelto a ser invulnerables. Pero no éramos invulnerables y ese fue el final de la primera época en París, y París nunca fue lo mismo aunque siempre siguió siendo París y tú ibas cambiando con la ciudad. Nunca más regresamos a Vorarlberg, ni tampoco regresaron los ricos. Creo que ni siquiera el pez piloto regresó por allí. Tenía otros lugares que descubrir para los ricos y finalmente él se hizo rico también. Pero antes recibió su dosis de mala suerte, y la suya fue peor que la de nadie.
Ya nadie escala en esquíes y casi todo el mundo se rompe las piernas pero quizás en el fondo sea más llevadero romperte las piernas que romperte el corazón aunque dicen que ahora todo se rompe y que a veces, después de la fractura, muchos descubren que tienen más fuertes los órganos que un día se quebraron. No estoy seguro de eso, pero así era París al principio, cuando éramos muy pobres y muy felices.
From A MOVEABLE FEAST: The Restored Edition by Ernest Hemingway.