Friday, October 30, 2009
Nota
Requiem in Five Slogans
Kai Chase, Michael Jackson’s chef, recently declared that her boss kept a strict healthy diet. He used to have fruit juice and granola with almond milk for breakfast, spinach salad and chicken for lunch, and seared ahi tuna for dinner. After that, he would go to his bedroom and take enough Zanax pills to kill a midsize buffalo. When it came to food, MJ thought that ‘you are what you eat.’ Regarding Zanax, I guess, he was following another dictum of his generation: ‘If it feels good, do it.’ The end of the King of Rhinoplasty came to prove another 70’s saying—‘Shit happens.’
His peculiar inconsistency reminds me of the Joker in Full Metal Jacket. When they ask him why he has written ‘Born to Kill’ in his helmet while wearing a Peace & Love button in his shirt he answers, "I think I was trying to suggest something about the duality of man, sir." People who grew up with MJ and the Joker believed that incongruence between beliefs and behavior was a byproduct of the repressive morals of a conservative society. The new generation was supposed to be different, less stuffy and hypocritical. They—we—were going to be free, liberated and happy. But shit indeed happens. We replaced old laws and commandments with new ones just to find ourselves as incapable of following the rules as ever.
In the new paradigm the sins of the flesh were replaced with the sins of the meat. Now it was OK to sleep with whomever we fancied. On the other hand, you were supposed to become vegetarians because all those flatulent cows were destroying the environment. It was also understood that ‘if it feels good, do it’ applied to drugs, but not to dispatching three Big Macs for lunch.
This new paradigm, of course, needed a revised eschatology too. Instead of the old rich imaginary of angels with trumpets preceding the Beast, from the 60’s to 80’s the end of the world had the shape of an atomic mushroom cloud. After communism died of cardiac arrest, environmental catastrophe became the metaphor for the Apocalypse. But for one reason or another, the end was always near. How could anybody fail to notice they were talking like Jehovah’s Witnesses?
Of course, the believers of this religion—as usual—were united by a sense of moral superiority and the perceived mission of imposing their opinions on the rest of their fellow human beings. The new zealots looked down on those cheeseburger-eating, overweight philistines who populate the Mid West. And they would become indignant whenever they saw a Mother Earth-killing Hummer burning fossil fuels like there was not tomorrow.
It was not a question of right or wrong. The young apostles wanted many a good thing—maybe too many. They became victims of their own propaganda. ‘Be realistic, demand the impossible’ is not, after all, a realistic proposition. They wanted to end hunger and eat organic food without realizing that you couldn’t feed six billion people by practicing some sort of medieval agriculture. They denounced the risks of using fossil fuels but didn’t want to hear about atomic energy.
Several years ago, in a long article about Leonardo DiCaprio for Time magazine, Joel Stein offered a rather amusing example of these contradictions. Mr. DiCaprio—facing the moral dilemma of ordering lunch—explained to him: "I shouldn't be eating hamburgers, because the methane gas cows release is the No. 1 contributor to the destruction of the ozone layer; and the No. 1 reason they destroy the rain forest is to make grazing ground for cattle. So it's very ironic that I eat beef, being the environmentalist that I am. But then again, if I ordered the tuna sandwich, I would be promoting the fact that they have large tuna nets that capture innocent little dolphins..." And Mr. Stein adds, "This goes on for quite some time.”
Like DiCaprio or the Joker, Michel Jackson was an image of our mutually excluding aspirations. He wanted to live forever and sleep through the night—which at the end became an insolvable contradiction. A freakishly talented man became a freak. He couldn’t see beyond the end of his nose, so he spent millions buying himself four or five noses without bothering to get a replacement heart—the only organ he needed in June 25. To quote another famous phrase from the 60’s, ‘[Wasn't] he a bit like you and me?’
Sunday, October 18, 2009
¿Ahorcamos a Orwell?
El acertijo
La casualidad y la lectura me han revelado un pequeño secreto literario que hubiese preferido seguir ignorando. El lector está a tiempo de elegir…
A principios del verano, en el número de junio-julio de la revista Policy Review hallé el artículo “Orwell’s Instructive Errors", de Liam Julian, sobre dos colecciones de ensayos de George Orwell (GO) que acaban de publicarse. Como sabrá el lector, las dos novelas que hicieron a Orwell mundialmente famoso —1984 y Rebelión en la granja— también redujeron su figura a esas dos fábulas demoníacas. Sin embargo, el resto de su obra, que ha sido generalmente ignorado fuera del ámbito anglosajón, regala una agudeza y un rigor que no se adivinan en las mencionadas novelas. Me pareció una buena noticia la publicación de aquellos dos libros que me prometí comprar.
Aunque el largo artículo de Liam Julian divaga entre el tema que anuncia y críticas extemporáneas a Barack Obama, casi a la mitad del mismo hallé un párrafo revelador. El autor mencionaba la importancia del ensayo “A Hanging” (Un ahorcamiento) y las dudas que había despertado en varios comentaristas.
“A Hanging” fue publicado en agosto de 1931 en la revista literaria The Adelphi. En esa época su autor aún usaba su nombre de pila, Eric Blair. El breve ensayo es crucial en la biografía política y literaria de GO por varias razones. En primer lugar, fue uno de los primeros textos suyos que tuvo trascendencia (sigue siendo una de sus obras más leídas hasta hoy); además, contribuyó a definir su estilo de ensayista “de primera mano”, testigo presencial de los hechos que narra y analiza; and last but not least, fue una de las primeras señales de su desencanto con la “misión civilizadora” del Imperio Británico.
El párrafo de Liam Julia me pareció inquietante porque, como señala Bernard Crick, su biógrafo y admirador, en “George Orwell o el ensayista perfecto”:
Cuando uno se construye una reputación basada en la honestidad y las narraciones directas, el lector común llegará a admirar lo que lee más por la verdad literal que por el valor artístico y la verdad simbólica, a admirar la honradez del hombre más que la escritura; por lo tanto, quizá sienta después, si resulta que alguna parte de la narración no es cierta (es improbable que Orwell asistiera a un ahorcamiento en Birmania o que estuviera hospitalizado tanto tiempo como parece implicar), que tanto el ensayo, el cuento o el artículo (o lo que sea) como el hombre quedan disminuidos. Y los críticos literarios podrían llegar a subestimar sus poderes imaginativos y su capacidad crítica.
Un intento de investigación
En otras palabras, Bernard Crick insinúa que el pretendido ensayo no es más que un relato cocido con los caldos de la imaginación de GO. Y Liam Julian, citando otras fuentes, elucubraba que el texto de Orwell podía haber sido inspirado o basado en una narración semejante de otro autor. Comencé entonces a buscar las pruebas de los supuestos delitos (fraude y plagio). Hojeé la biografía de Crick y comprobé que, efecto, ponía en duda la veracidad del ensayo. Sin embargo, no daba pruebas de su aseveración: simplemente señalaba que jamás se había podido comprobar por otras fuentes que la anécdota ocurriera como la relata Orwell.
Más tarde fui a dar con los dos ensayos biográficos de Peter Stansky y William Miller Abrahams, reunidos en The unknown Orwell: Orwell, the transformation. En las páginas 268 y 269 se nos cuenta que Orwell supuestamente le habría confesado a Mabel Fierz, amiga de la familia Blair y admiradora de su obra, que “The Hanging” era una obra de ficción. En otras palabras, que el supuesto ensayo era un fraude. Otra vez, no se mencionaban fuentes ni testigos, ni se explicaba cómo ese rumor había llegado a oído de los autores. Comencé a pensar que se trataba de un caso extremo de maledicencia.
Deseoso de despejar mis dudas, busqué también los libros en que según Liam Julian, varios críticos habían señalado como posibles fuentes de inspiración para “The Hanging”. Stephen Ingle afirmaba que el ensayo orwelliano podría estar basado en el cuento “The Vice-Consul” de Somerset Maugham. Como el lector puede comprobar leyendo el relato, este texto no parece tener nada en común con el de Orwell, si se exceptúan el tema y la eficacia con que se presenta.
Según D.J. Taylor, nos dice Liam Julian, “The Hanging” podría estar basado en el relato “Going to See a Man Hanged” de Thackeray. Busqué ese texto farragoso y tampoco le hallé ningún parecido con el ensayo de GO. Me sentí aliviado. Volví a leer las páginas espléndidas de “The Hanging” con renovada admiración.
Los días propicios del verano me ayudaron a olvidar el asunto. Sin embargo, hace dos semanas, mientras leía el voluminoso Borges (Ediciones Destino, S.A. Barcelona 2006) de Bioy Casares, en la página 1183 hallé esta frase del ciego clarividente sobre Robert Louis Stevenson:
¿Te acordás del episodio de Weir of Hermiston en que el Lord Justice abruma al condenado a muerte? Lo que más conmueve al hijo del terrible juez (que asiste al juicio) es que el pobre condenado a muerte lleve una bufanda, para protegerse la garganta, que le duele.
Inmediatamente recordé la anécdota central de “The Hanging”. Según Orwell, cuando el condenado se hace a un lado para evitar meterse en un charco de agua que halla en su camino, él se da cuenta de la injusticia intrínseca de la pena de muerte. Ese gesto mínimo le revela, como ningún otro, que un hombre, plenamente vivo, va a ser exterminado en unos minutos.
Busqué la novela de Stevenson, Weir of Hermiston, y comprobé que mis sospechas no eran infundadas. (También comprobé que es una lectura memorable.) En ambos textos, el de Stevenson y el de Orwell, el observador cae en cuenta de la injusticia de la pena máxima al observar un acto insignificante del reo (a punto de ser ahorcado en ambos casos) que lo revela en toda su humanidad. Para Stevenson es la bufanda que protege la dolorida garganta del condenado. Para Orwell es ese paso lateral para evitar meterse en el charco. En ambos casos también, es un momento definitorio en la relación del personaje con una autoridad hasta ese momento respetada (el padre para Archie, el Imperio Británico para Orwell).
¿Se trataba de una casualidad o podría afirmarse que Orwell se había inspirado en la escena de Stevenson? ¿Cuán bien conocía Orwell la obra del escocés? Comencé de nuevo la búsqueda. Unos días después había hallado dos pistas. Tanto en el capítulo 4, “Eton: Resting on the Roars, (1917–21)”, de la biografía de Bernard Crick, como en The Unknown Orwell de Peter Stansky y William Miller Abrahams se relataba un episodio clave. Estando en Eton College, en 1921, Orwell fue seleccionado para dar uno de los tradicionales “discursos” (lecturas, en realidad) de la fiesta del 4 de junio, día del cumpleaños del rey Jorge III. ¿Qué texto eligió Orwell para leer en su “día de gloria”? Un fragmento de “The Suicide Club” (El club de los suicidas) de Robert Louis Stevenson, publicado en la London Magazine en 1878. No faltan otros testimonios de que Orwell, para decirlo en el estilo de Borges, profesaba el culto de Stevenson.
¿Quién tiene la última palabra?
Será el lector quien decida si la suma de estas pistas indica que Orwell inventó o no su historia del ahorcamiento inspirándose en Stevenson. Para ayudarlo a responder esa pregunta, adjunto más abajo los dos fragmentos clave a que me refiero (con mis apresuradas traducciones al castellano en letras azules y debajo de cada fragmento original en inglés).
He buscado inútilmente en Internet alguna referencia a la posible influencia de la narración de Stevenson en la de Orwell. Me parece irónico que los estudiosos de la obra de OG, conscientes de su admiración por Stevenson, nunca hallan descubierto la evidente conexión entre los dos relatos. Me parece irónico también que esa revelación me haya llegado por casualidad a mí, que no la busqué ni la hubiese deseado. Y me parece más irónico aún que me la haya regalado Borges, que adoraba a Stevenson y se deleitaba en misterios literarios.
Quisiera creer que Orwell no estaba engañando a sus lectores. Me queda la duda. Me consuela el hecho de que tratando de responder a mis preguntas topé con dos o tres textos admirables de Orwell, Stevenson y Maugham. Ojalá que el lector sea premiado también con esas lecturas que lo aliviarán de mi torpe prosa.
Dos fragmentos (y sus traducciones)
[Este post es una continuación del que aparece más arriba, "¿Ahorcamos a Orwell?". El lector verá aquí un fragmento de Stevenson y otro de Orwell, cada uno de ellos seguido por mi traducción al español en tipografía azul.]
Robert Louis Stevenson
It chanced in the year 1813 that Archie strayed one day into the Judiciary Court. The macer made room for the son of the presiding judge. In the dock, the centre of men's eyes, there stood a whey-coloured, misbegotten caitiff, Duncan Jopp, on trial for his life. His story, as it was raked out before him in that public scene, was one of disgrace and vice and cowardice, the very nakedness of crime; and the creature heard and it seemed at times as though he understood — as if at times he forgot the horror of the place he stood in, and remembered the shame of what had brought him there. He kept his head bowed and his hands clutched upon the rail; his hair dropped in his eyes and at times he flung it back; and now he glanced about the audience in a sudden fellness of terror, ana now looked in the face of his judge and gulped. There was pinned about his throat a piece of dingy flannel; and this it was perhaps that turned the scale in Archie's mind between disgust and pity. The creature stood in a vanishing point; yet a little while, and he was still a man, and had eyes and apprehension; yet a little longer, and with a last sordid piece of pageantry, he would cease to be. And here, in the meantime, with a trait of human nature that caught at the beholder's breath, he was tending a sore throat.
Fue por azar que en el año 1813 Archie entró un día al Tribunal de Justicia. El ujier hizo pasar al hijo del juez que en ese momento presidía la sesión. En el banquillo, con todas las miradas clavadas en él, estaba un reo de rostro pálido y aspecto despreciable, Duncan Jopp, sometido a un juicio en el que le iba la vida. Su historia personal, como se le echó en cara en frente de la multitud, era una lista de desgracias, vicios y cobardías, una imagen descarnada de la maldad; y el reo escuchaba y a veces parecía entender, como si a ratos olvidara el horror del lugar donde se encontraba, y recordara la vergüenza de los actos que lo habían llevado hasta allí. Mantenía la cabeza baja, sus manos se aferraban a baranda; el pelo le caí sobre los ojos, de cuando en cuando lo echaba hacia atrás; entonces levantó la vista y miró al público como invadido súbitamente por el terror, y miró al juez a los ojos y tragó en seco. Llevaba en el cuello un sucio trapo de franela; y quizás fue ese detalle lo que hizo que la balanza en la mente de Archie se moviera del disgusto a la lástima. El pobre diablo estaba en ese instante en el punto de fuga; por un rato, seguiría siendo un hombre, y tenía ojos y aprehensión; un poco después, sin embargo, y tras una sórdida ceremonia, dejaría de existir. Pero mientras tanto, con un rasgo de humanidad que dejó al observador sin aliento, trataba de aliviar su dolor de garganta.
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George Orwell
It was about forty yards to the gallows. I watched the bare brown back of the prisoner marching in front of me. He walked clumsily with his bound arms, but quite steadily, with that bobbing gait of the Indian who never straightens his knees. At each step his muscles slid neatly into place, the lock of hair on his scalp danced up and down, his feet printed themselves on the wet gravel. And once, in spite of the men who gripped him by each shoulder, he stepped slightly aside to avoid a puddle on the path.
It is curious, but till that moment I had never realized what it means to destroy a healthy, conscious man. When I saw the prisoner step aside to avoid the puddle, I saw the mystery, the unspeakable wrongness, of cutting a life short when it is in full tide. This man was not dying, he was alive just as we were alive. All the organs of his body were working – bowels digesting food, skin renewing itself, nails growing, tissues forming – all toiling away in solemn foolery. His nails would still be growing when he stood on the drop, when he was falling through the air with a tenth of a second to live. His eyes saw the yellow gravel and the grey walls, and his brain still remembered, foresaw, reasoned – reasoned even about puddles. He and we were a party of men walking together, seeing, hearing, feeling, understanding the same world; and in two minutes, with a sudden snap, one of us would be gone – one mind less, one world less.
Estábamos a unas cuarenta yardas de la horca. Observé la espalda desnuda y bronceada del prisionero al pasar delante de mí. Avanzaba torpe pero firmemente con las manos atadas, con el balanceo típico de los indios que nunca enderezan del todo las rodillas. A cada paso sus músculos se movían con perfecta exactitud, su mechón de pelo subía y bajaba al compás, y sus pies se clavaban en la grava mojada. En un momento, y a pesar de que dos hombres lo sujetaban por los hombros, se apartó ligeramente del camino para evitar pisar un charco de agua.
Es curioso, pero hasta ese instante jamás me di cuenta de lo que significa destruir a un hombre plenamente consciente y saludable. Cuando vi al prisionero apartarse del camino para evitar el charco, se me hizo claro el misterio, vi lo absolutamente injusto que era destruir una vida en su momento de plenitud. Aquel hombre no era un moribundo, estaba tan vivo como cualquiera de nosotros. Todos los órganos de su cuerpo funcionaban a la perfección —su intestino digería los alimentos, la piel se renovaba constantemente, sus uñas seguían creciendo, los tejidos continuaban su formación— todos proseguían su labor con la más solemne estupidez. Sus uñas seguirían creciendo cuando se parara sobre la trampa del cadalso, mientras cayera hacia el vacío una décima de segundo antes de morir. Sus ojos veían la grava amarilla y las paredes grises, y su cerebro aún recordaba, preveía, razonaba… incluso razonaba lo que se debía hacer al encontrar un charco en el camino. Él y nosotros caminábamos juntos, viendo, oyendo, sintiendo, entendiendo el mismo mundo; y dos minutos después, con un súbito chasquido, uno de nosotros cesaría de existir: una mente menos, un mundo menos.
Friday, October 9, 2009
La lista de los blogs
Tuesday, October 6, 2009
Carpentier, bajo las bombas o las sábanas
Me llamó la atención hace unos días el título épico de un artículo de la sección cultural del periódico cubano Granma. “Carpentier bajo las bombas”, rezaba el titular. Al entrar, como puede comprobar el lector, me di cuenta de que era la noticia de un acto de conmemoración de los setenta años de la Guerra Civil española. La autora mencionaba las crónicas de Carpentier sobre el conflicto español, “España bajo las bombas”, y aplicaba el mismo bombardeo a Alejo, para referirse más tarde en términos elogiosos a su conocido compromiso con la causa de la República.
El artículo me hizo recordar una conversación que tuve hace más de veinte años sobre el mismo tema. Frecuentaba yo a mediados de la década del ochenta la casa del poeta Félix Pita Rodríguez, cuya generosidad recuerdo y agradezco siempre. Pues bien, una de aquellas tardes, entre infinitos cigarros y tazas de café —que preparaba él mismo a pesar de su ceguera parcial y su enfisema total— Félix comenzó a rememorar anécdotas del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia, Barcelona y Madrid en julio de 1937.
Según FPR, una madrugada —aunque no me lo dijo, me imagino que sería durante las sesiones que se realizaron en la Madrid sitiada—, escucharon las sirenas que anunciaban un inminente bombardeo. Félix se vistió apresuradamente, buscó sus cigarrillos y bajó al lobby del hotel donde se habían reunido los inquilinos —buena parte de ellos escritores participantes en el congreso. “Y cuando llego al lobby”, me decía Félix, “vi un fantasma de mirada desorbitada… cubierto sólo por una sábana. Resultó ser Alejo, quien no había atinado siquiera a vestirse antes de correr a ponerse a salvo”. Félix contaba la historia con una mezcla de sorna y mal fingida lástima. Por supuesto, no tengo idea de cuánto de verdad haya en el relato. Félix era un fabulador, y le encantaba contar esas historias sobre sus colegas, sobre todos si gozaban de la condición de vacas sagradas.
A Félix le gustaba rememorar también el cuento legendario de la noche en que Carpentier se casó con Eva Fréjaville y Carlos Enríquez les sirvió de taxista para llevarlos al hotel donde pasarían la luna de miel. Mientras Carpentier alquilaba la habitación, cuenta la leyenda, Eva se escapó —como una mulata raptada— con Carlos Enríquez, para iniciar una relación tan colorida y tormentosa como alguno de sus mejores cuadros. Decía Félix que Carlos, por burlarse, contaba que Carpentier se había aparecido a reclamar su hembra pistola en mano unas horas más tarde, pero que después de disparar tres o cuatro veces contra la casa, no se atrevió a entrar.
Todo pudiera no ser más que una fabulación de Félix Pita: ninguno de esos rumores ha sido comprobado (ni Carpentier podía desmentirlos desde la tumba). Pero ese artículo que habla de Alejo “bajo las bombas” me hizo recordar a FPR y su historia de la sábana. Carpentier tuvo el don de crear —o de que se creara— una imagen personal que a veces se correspondía más con las conveniencias que con la realidad. No sería imposible entonces que una carrera en medio de la madrugada, envuelto tan solo en una sábana, deviniera años después en la imagen un hombre que escribía serenamente bajo las bombas y las balas. Si no fuera real, podría al menos ser "maravilloso".
Friday, October 2, 2009
Gorki Águila: ¿Aquí se puede decir pinga?
Gorki Águila entró en el auditórium del Centro Rey Juan Carlos I de la Universidad de New York a las 6:40 de la tarde de ayer para presentar el más reciente disco de su banda: “Porno para Ricardo” o el “Álbum Rojo (Desteñido)”. El teatro aún estaba casi vacío. Gorki se sentó solo en la mesa que había en el pequeño escenario. A pesar de su nombre, no parecía ni águila ni amargo. Más bien daba la impresión de ser un tipo tímido y nervioso, que miraba alrededor con cierto dejo de tristeza.
La gente entró hasta llenar la sala. Enrisco, organizador del evento, hizo la presentación. GA comentó con sorna que Enrisco había escrito aquel texto en cinco minutos… lo cual explicaba todos sus errores. La gente se rió —sobre todo Enrisco—, y a partir de ahí el personaje de la noche pareció sentirse más cómodo en su piel. Uno de los primeros inquisidores le preguntó a GA que cómo era posible que no lo hubiesen fusilado por escribir “la canción esa del comandante”. “¿Aquí se puede decir pinga?”, preguntó GA, antes de proceder a responderle. Y, extrañamente, con esa grosería se adueñó de un público que en su mayoría jamás había escuchado música punk ni a Porno para Ricardo.
Cuando se refiere a algo agradable, como visitar el MOMA o entrar en las tiendas de instrumentos musicales de New York a manosear cada guitarra, Gorki adopta un tono serio, casi solemne. Sin embargo, cuando habla de sus dos años de prisión, los interrogatorios y la minuciosa vigilancia que le regalan, se ríe constantemente y parece un chico travieso que te cuenta cómo lo llevaron a la dirección por lanzarle un piropo a la maestra.
Los espectadores habíamos ido a ver quién era ese payaso que insiste en meterse en la jaula del león para salir sangriento y sonriente. Como los espectadores del poema de Eliseo, queríamos ver al equilibrista que se juega la vida en el abismo mientras nosotros nos recostábamos cómodamente en las butacas. Pues bien, GA demostró ser un tipo lúcido y serio que despacha ideas excelentes con palabras impublicables, y que puede ser irreverente in extremis sin derivar en la arrogancia. En menos de una hora, entre bromas y palabrotas, dejó claro que sabe exactamente lo que quiere y lo que hace.
La gente se queja de la simpleza escolar de sus canciones, de lo imperfecto de su ejecución. Pero para GA sería una concesión abominable aprender a tocar la guitarra como un virtuoso o convertirse en un músico de rock sinfónico. La clave es precisamente expresar una verdad desgarradora por el método más democrático posible: el punk, una música para los que nada saben de música.
GA no condesciende tampoco a la metáfora. Lo que tiene que decir lo dice con las mismas palabras que usa la gente “en su cuarto y a puertas cerradas”, como él mismo explicó. La alusión, el disfraz de las convenciones, “el valor artístico”, toda esa parafernalia no sería más que un estorbo. El objetivo es precisamente lo contrario: ejercer el derecho a decir tu verdad tan descarnadamente como sea posible. Y mostrar que tienes ese derecho no por escribir las mejores canciones de la historia del rock ni por tener la voz de Freddy Mercury, sino porque eres un ser humano.
Decir que GA canta mal o que toca canciones de tres acordes es tan improcedente como descubrir que Tristan Tzara tenía faltas de ortografía o que Jackson Pollock no sabía mucho de perspectiva. Hay una verdad que trasciende la ortografía o el solfeo, y GA la grita y paga el precio por gritarla. Y lo hace de un modo perfectamente coherente y más divertido de lo que nadie podría imaginar. El resto es selva o, como diría Gorki, lo demás le importa un carajo.
Algunas fotos de esa noche. Pinche en cada foto para verla ampliada.