José Lezama Lima alcanza hoy su primera secularidad. No es desatinado esperar en este día una sobreabundacia de rapsodias para el mulo de Trocadero. El poeta, que en vida fuera un náufrago del espanto para sus amigos, es hoy un cadáver exquisito, carne de nadie que se disputan tirios y troyanos, muerto propicio para el incienso reverencial con que lo ahúman sus antiguos perseguidores. Extraña mudanza de fortuna para quien tuvo como destino la fijeza —la fijeza pendulante de un sillón habanero. Agreguemos, pues, una serpentina de ocasión al sempiterno carnaval lezamiano.
En el segundo volumen de su obra Scriptores rerum germanicarum* (Leipzig 1728-30), Johann Burchard Mencken recoge el testimonio que dieran ante el Santo Oficio las criadas de la Duquesa de Turingia, a quien el Occidente cristiano llama Santa Isabel de Hungría. Allí se lee que durante el velatorio de la reina —que murió de ayunos y penitencias en 1231 a la edad de 24 años— sus devotos, ansiosos de reliquias, comenzaron por arrancarle el velo, parte del vestido y los cabellos, para después cortarle las orejas y los pezones a su beatífico cuerpo inerme.
Como la reina húngara, Lezama se ha ido convirtiendo entre nosotros en una reliquia de carne disputada. Y en su caso también es difícil saber si los que le arrancan orejas y pezones son devotos enloquecidos, fríos traficantes de reliquias o simplemente sádicos necrófilos. Aunque su canonización fue más lenta, San José del Trocadero está ya entre los bienaventurados del ridículo panteón de nuestra islita. Todo lo que en vida fuera carnada de inquisidores es ahora filigrana de alabastro para los exégetas instalados en las suculentas canongías de la catedral lezamiana. Sus alusiones asirias, sus amores griegos, su gula gala, sus perifollos gongorinos, todas esas cosas que lo condenaban en los años de nuestros zurdos fervores, son ahora motivo de tesis doctorales y estudios de identity politics.
Cierta crítica describe el horror vacui que dejó en las letras yankees el paso acompasado de T.S. Eliot y Ezra Pound por su paisaje. Lezama comentaba el mismo efecto que habría tenido Martí sobre la poesía cubana. Es sospechoso el argumento de que la mediocridad subsiguiente sea parte del mérito de los grandes creadores. Y sin embargo, de ser acertado podría aplicarse, con sobradas razones, a Lezama. Su visitación a nuestro entorno deja detrás una estepa incendiada donde, a treinta y cuatro años de su muerte, aún se ve crecer muy poca obra que deba ser tenida en cuenta. Esa desproporción de su figura tuvo también su precio para el hombre.
Isla chiquita, infierno grande, debería rezar el refrán. La desmesura de su obra y de su persona fueron labrando una bóveda de diminutos odios que terminaría por asfixiarlo más que el asma, la ponzoña de los Lunes o el celo de los insomnes informantes contra el paria. Pero muerto él y sus contemporáneos, Lezama ha sobrevivido a la maldita circunstancia de la envidia por todas partes.
Y en esa veneración hierática que hoy lo rodea hay tanto de hoguera inquisitorial como antes lo hubo en su pasión y muerte en el barrio de (in)tolerancia de Colón. La verdad, como siempre, está en algún lugar entre el inquisidor y las adoratrices. Como creador, Lezama habita permanentemente una provincia de la poiesis que pocos escritores nuestros siquiera visitan. Pero Lezama es también el escriba de esos símiles donde se juntan una criada de Centro Habana con un orfebre de Ur de los Caldeos, y que parecen alardes de niño brillante y ego maltratado.
Pero ya no es de buen gusto comentar que las comas en Paradiso están mal colocadas, que oscurecen el sentido de oraciones innecesariamente largas. Tampoco lo es recordar que Lezama —por descuido o por pereza— repite veintitrés veces la palabra puerta(s) en las dos primeras páginas de séptimo capítulo de la novela. La tea del inquisidor ha dado paso al incensario, pero tanto una como otro generan un humo cegador que precede a la fe sin ojos.
En Lezama Lima tenemos nuestro Pico della Mirandola, que a los veintitrés años se había leído todos los libros del universo y podía defender sus 900 tesis frente a cualquier adversario. Pero tenemos también a Atanasio Kircher, que lo mismo creaba la máquina del movimiento perpetuo que invencionaba toda la sabiduría acumulada en veinte dinastías egipcias sin haber descifrado realmente un solo jeroglífico. Ese contrapunteo cubano del discernimiento y la fábula va marcando el ritmo hesicástico que Lezama adelanta y que —ojalá— nos permita siempre volver a empezar.
*La anécdota de Santa Isabel de Hungría la encontré —sin aclaración de fuentes— citada por Johan Huizinga y por Will Durant. Después de inútiles investigaciones en Internet sobre su origen, le escribí a Jaime Lara, profesor de Notre Dame, extraordianrio medievalista y amigo, quien diez minutos más tarde me explicó los detalles que menciono.
Sunday, December 19, 2010
Wednesday, December 8, 2010
La muerte de John Lennon en el mar Caribe
El martes 9 de diciembre de 1980, a las 7:30 de la noche, al final de la cena, mi padre sintonizó La Voz de América para escuchar un noticiero que no estuviera redactado por los obedientes escribas de la prensa cubana... Era un ritual que se repetía cada noche en casa. Mi madre comenzó a hacer el café mientras yo conversaba con mis hermanas. La primera noticia leída por el locutor cayó como una piedra en el centro de la mesa: "Anoche, en la ciudad de Nueva York, alrededor de las once de la noche..."
1980 no fue un buen año para ser cubano. Yo andaba por los 16 y mi hermano —con el que había compartido el mismo cuarto desde que nací— se había ido solo por el Mariel en mayo, cuatro meses después de cumplir los 19. Los pogromos organizados para aterrorizar a las personas que deseaban irse del país habían convertido aquella primavera en una estación en el infierno; de esas que uno luego recuerda como “el fin de la inocencia”. Los huevos y tomates podridos, los insultos, las golpizas, los escupitajos y los excrementos lanzados contra los que deseaban escapar del paraíso, habían ido dibujando la esencia misma del destino que nos había tocado en suerte. Con la ingenuidad de la adolescencia, asumí que esa primavera luciferina era toda la desgracia que cabía en un año. Pero se añadía ahora la muerte de Lennon como una injusticia poética que serviría de colofón a nuestro annus terribilis.
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Mi padre, entre impaciente y contrariado, me espetó: "¿No me digas que vas a llorar también?" Para él era inexplicable que llorara por la muerte de un remoto señor nacido en Inglaterra. Quien moría, sin embargo, había sido una compañía tan constante y tangible como la de mi hermano ido. Esa conjugación de violencia inhumana con la súbita ausencia, que había padecido en la primavera en carne propia, se reeditaba ahora a fines del otoño como metáfora en la muerte absurda de John Lennon.
Después del café, mi padre se fue a inyectar a alguno de sus enfermos y yo me hice de la radio. Comenzaron a dar más detalles y anunciaron que iban a poner las canciones del Double Fantasy, el disco que Lennon acababa de grabar. Alcé el volumen del radio Selena, ese portento de la tecnología soviética que nos permitía sintonizar La Voz de América....
Tocaron a la puerta. Mi madre se volteó y me pidió que bajara la radio, "ese es Sergio que viene a arreglar el colchón". Sergio era el secretario de la Juventud Comunista en el trabajo de mi madre. Arreglaba colchones para ganarse un dinerillo extra cada mes. Después de 21 años de matrimonio —mis padres se casaron en diciembre del 59— el colchón donde habían concebido a sus cuatro vástagos estaba necesitado de una reparación —sustituirlo era imposible.
Y por supuesto, aunque mi madre no había tenido reparos en pedirle a su colega que viniera a reparar el colchón —actividad ilegal, como casi
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
todas—, la atemorizaba que el colchonero dialéctico supiera que escuchábamos La Voz de América. De modo que el resto de la noche fue una batalla constante entre el volumen de la radio que a mi madre le parecía prudente y el que a mí me parecía necesario para escuchar "Starting Over", "Woman" o "Watching the Wheels" junto con otros (escasos) detalles de la muerte de Lennon. Mi madre entretenía en la sala al konsomol mientras destripaba el colchón de sus amores y cada vez que discernía el sonido de la radio volvía a la cocina a suplicarme que bajara el volumen. De esa noche recuerdo también la punzada que me produjo escuchar la conocida coda de "The Ballad of John & Yoko", que parecía entonces escrita para anunciar el final, el verdadero final, de la balada de su vida.
Al otro día pude leer la misma noticia, esta vez en la prosa del Granma: En unas cuarenta palabras y una foto diminuta, en la sección Hilo Directo, anunciaban a los lectores que "la irracionalidad de la sociedad capitalista" que lo había hecho famoso, ahora había asesinado a Lennon. Y eso era todo.
El viernes, al entrar a la clase en la mañana, Heredia, mi profesor de Matemáticas, me dijo en voz baja: “Pasa por la cátedra antes de irte”. A la una, tras el quinto turno, fui a verlo. Me entregó un sobre grande. “Mi suegro, que es sobrecargo de Cubana, me trajo esto. Pensé que te iba a interesar. No lo abras ahora ni comentes que te lo he dado”.
Metí el paquete en la mochila, le di las gracias y me fui a casa. En el ómnibus lo abrí. Era un ejemplar de El País del 10 de diciembre con todos los reportajes del suceso. Un turista lo había dejado en el avión y el suegro de mi profesor —violando las reglas del aeropuerto— lo había llevado a casa. Heredia, que por mis espejuelos marxistas-lennonistas (de Groucho y John) había adivinado mis gustos musicales, tuvo la audaz gentileza de regalarme el periódico. Ese ejemplar de El País se convirtió en un objeto de culto entre mis amigos. Pasó de mano en mano hasta que alguien decidió no devolvérmelo, un robo que perdoné con absoluta comprensión de causa. Lo que más me impactó del reportaje fue la foto de la entrada cochera del edificio Dakota donde habían asesinado a Lennon. Tenía un letrero que decía: “All visitors must be announced” (Todos los visitantes deben tener cita previa). La muerte, sin embargo, había sido un visitante inesperado.
Doce años después, al llegar a New York, una de las primeras cosas que hice fue ir a visitar el edificio Dakota. Desde la muerte de Lennon el mundo había cambiado radicalmente, un electricista y un cura polacos habían clausurado el comunismo, una quincena de países habían nacido de la ruina de un imperio, los mapas habían cambiado de color; pero el letrero de la puerta del Dakota seguía allí, indiferente a los terremotos de la historia y las ocasionales visitas de la muerte: “All visitors must be announced”. Por supuesto…
Friday, December 3, 2010
Arte degenerado
Ayer en la mañana, en el metro camino a Manhattan, abrí The New York Times y me topé con un artículo (que pueden leer aquí) sobre una peculiar exposición de arte. En enero, mientras hacían unas excavaciones en Berlín, los trabajadores descubrieron unas esculturas sepultadas en el subsuelo. Se trataba de un grupo de piezas calificadas durante el nazismo como "arte degenerado" o Entartete Kunst, como diría en sus buenos tiempos el Dr. Goebbels.
Las esculturas, condenadas por el régimen nazi, habían sido posteriormente sepultadas por un bombardeo de los aliados que pulverizó el edificio donde habían sido almacenadas. Particularmente conmovedora es la anécdota que se cuenta sobre el escultor Otto Freundlich. Los nazis confiscaron la obra suya que forma parte de la muestra, Cabeza, en 1937 en un museo de Hamburgo. [Goebbels había tenido la idea de confiscar prácticamente todas las obras de arte moderno o de artistas judíos de los museos alemanes para hacer una exposición que se tituló precisamente Entartete Kunst para mostrar a los buenos germanos la "podredumbre" del arte producido por "las razas inferiores".] Seis años después capturaron al mismo Freundlich en Francia y lo enviaron a un campo de concentración donde fue asesinado al día siguiente de llegar.
Lo cierto es que esas esculturas, condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, sobrevivieron a todo y se exponen hoy en un museo berlinés. El artículo me hizo recordar un disco que mi amigo David Hurwitz (cuya revista de música clásica, Classics Today, recomiendo) me regalara hace doce años, Der Kaiser Von Atlantis, la ópera compuesta por Viktor Ullmann con libreto de Peter Kien estando prisioneros en el campo de concentración de Terezin. (Ambos morirían en Auschwitz-Birkenau, Ullman con 46 años, Kien con sólo 25 de edad.) El disco formaba parte de una serie magnífica titulada, por supuesto, Entartete Musik.
Recomiendo también, a quien tenga entrañas para soportarla, que compre y escuche la ópera de Ullman. La escuché tres veces a solas en mi casa y le regalé el disco a un amigo amante de la ópera y las novedades que vino de visita de La Habana por esa época. Ahora me arrepiento de haber regalado el disco, pero había llegado a temer sus efectos.
En esos recuerdos andaba perdido cuando entró el tren a Manhattan pasando bajo el East River. Aparté la mirada del periódico y noté que la señora que estaba sentada a mi lado había abierto un librito y leía... era un libro de oraciones en hebreo. Recordé entonces que era el primer día de Janucá, la fiesta de las luces, la victoria de los macabeos sobre griegos y sirios, la restauración del Templo, el aceite que se suponía que durara un día y alumbró durante más de una semana...
Y pensé entonces que, como aquellas esculturas condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, aquella señora que leía en hebreo era una prueba de la capacidad de sobreviviencia del pueblo judío, el pueblo elegido... elegido tantas veces para el exterminio.
El racismo es quizás la esencia de la maldad humana, pero el antisemitismo es la expresión más concentrada de esa maldad. Mientras que el racismo contra los africanos, los asiáticos o los latinos generalmente "se conforma" con el desprecio y la discrimanción o la esclavitud, el antisemitismo incuba siempre el deseo diabólico de exterminar al pueblo hebreo. Las esculturas de las que hablaba el artículo, y la señora sentada a mi lado en el tren, fueron ayer, en el tren hacia Manhattan, dos atisbos de esperanza.
Goebbels visita la exposición Entartete Kunst, 1937 |
Lo cierto es que esas esculturas, condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, sobrevivieron a todo y se exponen hoy en un museo berlinés. El artículo me hizo recordar un disco que mi amigo David Hurwitz (cuya revista de música clásica, Classics Today, recomiendo) me regalara hace doce años, Der Kaiser Von Atlantis, la ópera compuesta por Viktor Ullmann con libreto de Peter Kien estando prisioneros en el campo de concentración de Terezin. (Ambos morirían en Auschwitz-Birkenau, Ullman con 46 años, Kien con sólo 25 de edad.) El disco formaba parte de una serie magnífica titulada, por supuesto, Entartete Musik.
Recomiendo también, a quien tenga entrañas para soportarla, que compre y escuche la ópera de Ullman. La escuché tres veces a solas en mi casa y le regalé el disco a un amigo amante de la ópera y las novedades que vino de visita de La Habana por esa época. Ahora me arrepiento de haber regalado el disco, pero había llegado a temer sus efectos.
En esos recuerdos andaba perdido cuando entró el tren a Manhattan pasando bajo el East River. Aparté la mirada del periódico y noté que la señora que estaba sentada a mi lado había abierto un librito y leía... era un libro de oraciones en hebreo. Recordé entonces que era el primer día de Janucá, la fiesta de las luces, la victoria de los macabeos sobre griegos y sirios, la restauración del Templo, el aceite que se suponía que durara un día y alumbró durante más de una semana...
Y pensé entonces que, como aquellas esculturas condenadas por los nazis y bombardeadas por los aliados, aquella señora que leía en hebreo era una prueba de la capacidad de sobreviviencia del pueblo judío, el pueblo elegido... elegido tantas veces para el exterminio.
El racismo es quizás la esencia de la maldad humana, pero el antisemitismo es la expresión más concentrada de esa maldad. Mientras que el racismo contra los africanos, los asiáticos o los latinos generalmente "se conforma" con el desprecio y la discrimanción o la esclavitud, el antisemitismo incuba siempre el deseo diabólico de exterminar al pueblo hebreo. Las esculturas de las que hablaba el artículo, y la señora sentada a mi lado en el tren, fueron ayer, en el tren hacia Manhattan, dos atisbos de esperanza.
Sunday, November 21, 2010
El cuento de la renuncia
Esta semana algunos medios de prensa han anunciado que Fidel Castro (FC de aquí en lo adelante) renuncia, o que renunció hace tiempo, o que ha abondonado de facto, el cargo de primer secretario del Comité Central del Partido Comunista. Buscando en Internet, hallé la frase que había desencadenado el cicloncito noticioso de la "renuncia". Decía así:
La frase yel silencio oficial que la acompañó me recuerdan la aclaración de Raúl Castro durante el discurso sobre el caso Ochoa en junio de 1989. Después de apartarse del texto que estaba leyendo y explicarles a los líderes del Ejército cubano que Fidel era su papá, Raúl Castro aclaró que lo que él estaba diciendo en aquel momento no se debía considerar como la versión oficial de su discurso: "...de todo lo que he dicho aquí, lo oficial es lo que salga en el periódico Granma".
En esa práctica de rectificar "las equivocaciones de la realidad", de pulirla y ponerla más presentable para cuando salga mañana en el Granma hay una idea de la relación entre vida y literatura que Borges hallaría interesente.
Y sin embargo, al margen de esos detalles, lo cierto es que la prensa extranjera, y a veces incluso la prensa oficial cubana, no da pie con bola cuando se trata de los cargos de FC y sus supuestas renuncias. Por eso creo que vale la pena hacer algunas aclaraciones:
1. FC nunca renunció a sus cargos de presidente del Consejo de Estado y presidente del Consejo de Ministros. Lo que hizo al enfermarse fue delegar esas responsabilidades temporalmente en su hermano Raúl Castro. Al llegar las siguientes "elecciones" para esos cargos —y en vistas de que seguía enfermo—, FC anunció que no aceptaría su [habitual] reelección.
2. Aún tras declinar la reelección a los dos cargos anteriores, FC, de acuerdo con la Costitución cubana, siguió —y sigue— siendo la máxima figura del país, pues es la cabeza del PCC y, según el quinto artículo de la Constitución, el Partido Comunista de Cuba "es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado".
3. FC podría renunciar formalmente al cargo de primer secretario del Comité Central del PCC y seguir siendo, en la práctica, el líder del país. El antecedente más similar sería el de Deng Xiaoping. Deng, desde el oscuro puesto de presidente de la Comisión Militar Central, fue el "líder supremo" de China por una década. En 1989 renunció también a ese cargo, pero de todos modos siguió siendo "el hombre". En 1992, tras tres años de "retiro" de todos su cargos oficilaes, anunció que se retiraba también de la vida pública. No fue una sorpresa: estaba enfermo y tenía 88 años años. Aún así, siguió rigiendo los destinos de China desde la cama hasta su muerte a la edad de 92 años.
Así que los chismes de esta semana, las teorías de los cubanólogos y los reportes de prensa sobre la supuesta renuncia de FC parecen ser un cuento chino.
Yo no estoy hablando como primer secretario. Yo me enfermé e hice lo que debía hacer: delegar mis atribuciones. No puedo hacer algo que no estoy en condiciones de dedicarle todo el tiempo. Si yo mismo no sabía si iba a salir de aquello.Como pueden ver aquí, 179 sitios web citaron la frase clave (Yo no estoy hablando como primer secretario). Busqué entonces en los sitios radicados en Cuba (los del dominio .cu), pensando que hallaría más información. Resulta que la frase no ha sido citada por ningún sitio web de la Isla, como pueden ver pulsando aquí. En el relato del Granma sobre la reunión donde habló FC, se hace una paráfrasis de su intervención:
Fidel aclara que él no asiste a este encuentro en calidad de Primer Secretario. "Yo me enfermé e hice lo que debía hacer: delegué mis atribuciones. No puedo hacer algo que no estoy en condiciones de dedicarle todo el tiempo. Si yo mismo no sabía si iba a salir de aquello", y añade: "Lo hice por disciplina y por los médicos".De modo que Granma evita repetir la frase que los medios extranjeron comentaron y reduce su trascendencia al explicarla. ¿Qué habrá pasado? ¿Olvidó FC que sigue siendo Primer Secretario del Comité Central? ¿Confundió sus cargos al hablar? ¿Se expresó mal?
La frase yel silencio oficial que la acompañó me recuerdan la aclaración de Raúl Castro durante el discurso sobre el caso Ochoa en junio de 1989. Después de apartarse del texto que estaba leyendo y explicarles a los líderes del Ejército cubano que Fidel era su papá, Raúl Castro aclaró que lo que él estaba diciendo en aquel momento no se debía considerar como la versión oficial de su discurso: "...de todo lo que he dicho aquí, lo oficial es lo que salga en el periódico Granma".
En esa práctica de rectificar "las equivocaciones de la realidad", de pulirla y ponerla más presentable para cuando salga mañana en el Granma hay una idea de la relación entre vida y literatura que Borges hallaría interesente.
Y sin embargo, al margen de esos detalles, lo cierto es que la prensa extranjera, y a veces incluso la prensa oficial cubana, no da pie con bola cuando se trata de los cargos de FC y sus supuestas renuncias. Por eso creo que vale la pena hacer algunas aclaraciones:
1. FC nunca renunció a sus cargos de presidente del Consejo de Estado y presidente del Consejo de Ministros. Lo que hizo al enfermarse fue delegar esas responsabilidades temporalmente en su hermano Raúl Castro. Al llegar las siguientes "elecciones" para esos cargos —y en vistas de que seguía enfermo—, FC anunció que no aceptaría su [habitual] reelección.
2. Aún tras declinar la reelección a los dos cargos anteriores, FC, de acuerdo con la Costitución cubana, siguió —y sigue— siendo la máxima figura del país, pues es la cabeza del PCC y, según el quinto artículo de la Constitución, el Partido Comunista de Cuba "es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado".
3. FC podría renunciar formalmente al cargo de primer secretario del Comité Central del PCC y seguir siendo, en la práctica, el líder del país. El antecedente más similar sería el de Deng Xiaoping. Deng, desde el oscuro puesto de presidente de la Comisión Militar Central, fue el "líder supremo" de China por una década. En 1989 renunció también a ese cargo, pero de todos modos siguió siendo "el hombre". En 1992, tras tres años de "retiro" de todos su cargos oficilaes, anunció que se retiraba también de la vida pública. No fue una sorpresa: estaba enfermo y tenía 88 años años. Aún así, siguió rigiendo los destinos de China desde la cama hasta su muerte a la edad de 92 años.
Así que los chismes de esta semana, las teorías de los cubanólogos y los reportes de prensa sobre la supuesta renuncia de FC parecen ser un cuento chino.
Friday, November 12, 2010
Grammy Latino: versiones una noticia
©2010 Tersites Domilo |
Entre los muchos premios que se entregan en la ceremonia, los cuatro premios más importantes son los de Grabación del Año, Álbum del Año, Canción del Año y Mejor Artista Nuevo. Por supuesto, para los cubanos, la gran noticia fue que Alex Cuba se llevó el premio al Mejor Artista Nuevo". Además, él es el compositor de la mayoría de los temas de "Mi plan", el primer disco en castellano de la cantante lusocanadiense Nelly Furtado, que ganó el premio a la Mejor Interpretación Vocal Pop Femenina. Los lectores de este blog, que eran tres antes de que dos de ellos desertaran, recordarán el post de junio pasado sobre este músico: ¡Viva [Alex] Cuba libre!
Arturo Sandoval ganó el premio al Mejor Álbum Instrumental por “A Time for Love”. Ese mismo disco de Sandoval les sirvió a Jorge Calandrelli y Gregg Field para ganar el premio al Productor del Año.
Otro cubano premiado fue el legendario Leo Brouwer, que ganó el premio al Mejor Álbum de Música Clásica por “Integral cuartetos de cuerda”, compartido con Fernando Otero y su álbum "Vital".
Chucho Valdés resultó premiado —aunque no fue incluido en la lista oficial de los premios— por su colaboración en el álbum “El Último Trago", de la cantante española Buika, que fue considerado el "Mejor Álbum de Música Tropical Tradicional".
Como era de esperar, el cubano del que más ha
hablado la prensa hoy es de Alex Cuba, como
pueden ver el los reportajes de The New York Times,
Los Angeles Times y El Nuevo Herald. El Herald
menciona también el premio a Sandoval. Ninguno
de los tres periódicos mencionó los premios
compartidos de Brouwer y de Chucho Valdés,
como tampoco mencionaban a otros ganadores
de premios considerados menos importantes.
En Encuentro en la Red, la noticia, más que sobre los Premios Grammy, es sobre los cubanos premiados, y mencionaron en términos elogiosos los nombres de los cuatro ganadores. El resto de los premios y detalles no se mencionan. El artículo sobre el tema en Diario de Cuba es más amplio y abarcador, pero reconoce también los premios de los cuatro cubanos. Además, aclara que la Academia no incluyó el nombre de Chucho Valdés en el premio concedido a Buika por el disco que hicieron juntos.
En el Granma, por su parte, sólo menciona el premio compartido de Leo Brouwer y se indica la decisión injusta de la Academia de no incluir el nombre de Chucho Valdés en el premio al álbum de Buika. Del mismo modo, los premios recibidos por Alex Cuba y Arturo Sandoval no se mencionan "ni para bien ni para mal", como diría mi abuela. Una prueba más, señoras y señores, de que la cultura cubana es una sola, una solita...
Sunday, October 31, 2010
Halloween es el martes... para los demócratas
Los demócratas van a recibir una soberana zurra en las elecciones del martes. Se sabe desde hace meses, pero los demócratas, hasta hace tres días, se resistían a aceptarlo. No es sólo que lo digan las encuestas, hay otras señales más confiables. Por ejemplo, Maureen Dowd, tan interesante habitualmente, ahora anda diciendo idioteces. Jura que los demócratas van a perder por una decisión de la Corte Suprema ("In Citizens United, the court may return Republicans to control of Congress"). Y el Huffington Post se ha divorciado de la realidad y solo habla del vaudeville de Stewart y Colbert en Washington: ni se acuerdan ya de la debacle que amenaza. Acabo de ver la primera media hora de Saturday Night Live y sólo hubo un chiste político. Si eso sucede tres días antes de unas elecciones, usted sabe que los demócratas van a amanecer el miércoles con las nalgas coloradas...
El miércoles, los demócratas amanecerán diciendo que perdieron porque los ricos les dieron muchísimo dinero a los republicanos (no importa que en realidad los demócratas hayan recaudado y gastado más que sus adversarios); o dirán que perdieron porque el pueblo americano es idiota (como los demócratas "saben" que sus ideas son mejores, cuando alguien vota en contra de ellos lo toman como una señal de idiotez). El asunto en realidad es más sencillo. Van a perder porque cuando los políticos están en la oposición les aseguran a los electores que todos los problemas son culpa de la incapacidad o la maldad de los que gobiernan; y cuando están en el gobierno se dan cuenta que las cosas son más complicadas. A ver...
Obama nos dijo hace dos años que Guantánamo era un infierno innecesario, un síntoma del sadismo de Bush, y que él lo cerraría en cuanto llegara a la Casa Blanca. Dos años después, la prisión de Guantánamo sigue ahí. Obama dijo que el desastre de Katrina era el resultado de la incompetencia infinita del idiota de Bush. Después explotó la plataforma Deepwater Horizon y la respuesta de la Adminstración Obama fue tan inepta como la de Bush ante el ciclón. Obama dijo que si le dábamos otros 700 mil millones el desempleo no subiría del 8%, pero dos años después el desempleo sigue en 10%. Obama dijo, con razón, que hacer permanentes los recortes de impuestos de Bush era una locura, pero sus partidarios del Congreso y el Senado decidieron posponer la votación sobre el asunto para después de las elecciones para no buscarse problemas. (Una decisión que The New York Times comentó en un editorial titulado "Perfiles de timidez" que comenzaba diciendo: "Comenzamos a preguntarnos si los demócratas del Congreso carecen del valor para ser coherentes con sus convicciones o si simplemente carecen de convicciones").
Obama llegó a la Casa Blanca pensando que si uno se mostraba un poco más diplomático que Bush, China dejaría fluctuar el valor del yuan, los norcoreanos dejarían de estar locos de remate y los talibanes se harían feministas. La mayoría de las personas sospecha que ninguna de esas cosas ha sucedido, a pesar de las genuflexiones, reales y simbólicas, a las que nuestro presidente es tan aficionado. Y esa distancia entre las promesas y los resultados es la cuenta que van a pagar el martes.
En otras palabras, el problema de Obama no es que no tenga poderes mágicos... el problema es que alguna gente le creyó ese cuento cuando él se los hizo hace dos años, y ahora se sienten decepcionados.
Después de la zurra del martes, los demócratas se pasarán dos semanas tirados a morir. Si uno se considera inteligente, bueno y cool, y en unas elecciones lo derrota un grupo de personas a las que uno considera imbéciles, malas y ridículas, el resultado no puede ser otro que la depresión.
Y sin embargo, los demócratas deberían estar felices. En realidad, para ellos ha sido una tortura tener por dos años la presidencia, el Senado y el Congreso en sus manos. Eso les imponía la responsabilidad de gobernar, algo que a ellos les parece repelente. Como los adolescentes díscolos, ellos lo que quieren es escaparse de la clase, burlarse de la profesora de historia y meterse en el baño a fumar marihuana. Haberlos puesto a cargo de la escuela no puede ser para ellos otra cosa que un castigo.
Esperen tres meses y los verán a todos felices. Se dedicarán a burlarse de las tonterías que dice Sarah Palin, a culpar al Congreso republicano por el fracaso de su genial presidente, y a denunciar a esos republicanos tan brutos y tan malos que les ganaron las elecciones. Eso se les hace más llevadero que asumir los riesgos y la responsabilidad de gobernar un país. La noche del martes les traerá al final un alivio... pero va a ser larga como una noche de Halloween con muchas brujas y sustos, pero sin caramelos.
Sunday, October 24, 2010
De memoria: la bella durmiente y las putas tristes
Uno vive con la ilusión de que elige sus recuerdos mientras que la memoria se encarga de dictarnos —sin contar con nosotros— lo que salvaremos del moridero del olvido. Ahí tenemos a Keith Richards hoy en The New York Times, diciendo que "no ha olvidado nada" después de pasarse buena parte de las últimas cinco décadas, como Lucy, en cielo con los diamantes. De algún modo tiene razón. Siempre recordamos "todo", porque lo demás no existe. "Todo" es lo que logramos robarle a nuestra amnesia.
Pero habría que saber quién elige ese "todo" por nosotros. Porque hay detalles que pudieran hacer más llevadera la vida y se pierden, mientras que otros recuerdos nos torturan para siempre, como si estuvieran vacunados contra el olvido. Cada recuerdo grato es un golpe de suerte.
Una de esas victorias diminutas me fue deparada esta semana. Leyendo un artículo que hablaba de un vuelo trasatlántico, recordé una columna de García Márquez, "El avión de la bella durmiente", que había leído hace más de veinticinco años.
Resulta que a principios de los años ochenta el periódico habanero Juventud Rebelde reproducía semanalmente un texto que García Márquez escribía para otros periódicos que sí pagaban. En las mañanas de domingo, me sentaba en el parque del pueblo con un par de amigos a esperar que un señor de tristeza sonámbula abriera el estanquillo y nos vendiera el periódico. Leíamos entonces la columna de García Márquez, la comentábamos, y yo me iba a misa. A la misa seguía el almuerzo ritual y exquisito de los domingos, que mi madre y mi abuela preparaban con más artes que carnes. Al rayar el mediodía podía ya vanagloriarme de haber alimentado el estómago, el corazón y el alma en una sola mañana.
Siempre que la gente critica a García Márquez por sus tiránicas amistades políticas, recuerdo con vergüenza las miles de veces en que le di gracias a Dios porque Gabo no se anduviese con remilgos democráticos. De tenerlos, habría ido a dar a la misma lista que Vargas Llosa, Cabrera Infante, Arenas y todos los otros escritores prohibidos; y a los pobres lectores cubanos nos hubiese tocado una dieta que asustaría a un benedictino en cuaresma: Barnet, Benedetti y Cofiño. [Por otra parte, habría sido un placer aún mayor leer El otoño del patriarca si hubiese estado prohibido en Cuba.]
En fin, los demás artículos dominicales de Juventud Rebelde eran el resultado predecible de esa técnica que consiste en escribir prescindiendo al mismo tiempo de la realidad y de la imaginación. Leer, en medio de aquel cementerio de palabras, una columna de García Márquez, era como encontrar a Scarlett Johansson en medio de un leprosorio. Porque en su prosa una anécdota cualquiera se convertía en un texto glorioso lleno de frases felices y observaciones desoladoras en su lucidez que al resto de los mortales nos llevaría una vida hilvanar.
No es extraño entonces que, muchos años después, ante la pantalla de la computadora, recordara de un golpe el título, el tema y muchas frases de aquella memorable columna garciamarquiana. Es el relato de un viaje que hizo de París a New York sentando junto a una mujer de desalmada belleza que se pasó el vuelo dormida y sin dirigirle la palabra.
Lo que había olvidado, sin embargo, es que en el artículo García Márquez dice que ese viaje en avión le había hecho recordar el relato "La Casa de las Bellas Durmientes", de Yasunari Kawabata, sobre una posada a la que los ancianos van para pasar la noche junto a una jovencita profundamente dormida a la que no les es permitido tocar.
Veinte años después, el relato de Kawabata y, quizás, la hermosa joven dormida en el avión, servirían a García Márquez de punto de partida para su breve novela Memoria de mis putas tristes. Después de leer "La Casa de las Bellas Durmientes", me doy cuenta de que lo que sucede en Las putas tristes por azar caribe, en el relato de Kawabata es producto de una exquisita planificación japonesa. Lo que no acabo de saber es si sería mejor considerar nuestra memoria como una mujer bella e inalcanzable en su silencio o como una pobre puta triste.
Friday, October 8, 2010
Alfred Nobel recibe el premio Vargas Llosa
La Academia Sueca es una pandilla canonizada de dieciocho escribanos nórdicos de nalgas pálidas que se creen los porteros del cielo. Me imagino que esos melancólicos señores se fueron esta noche a la cama muy contentos de sí mismos. Sus razones tenían. Al menos este año no se robaron el millón y medio de dólares del premio como hicieron en 1974, cuando le entregaron el botín a dos compinches que eran parte del jurado, Eyvind Johnson y Harry Martinson, y a los que nadie jamás ha leído. Ni siquiera los ruborizó el detalle de que dos de los favoritos ese año fuesen Graham Greene y Vladimir Nabokov.
Pues bien, resulta que este otoño los príncipes electores de Estocolmo no encontraron un comunista mediocre (Dario Fo) ni un antiimperialista gris (Harold Pinter) a quien encasquetarle el premio y se lo tuvieron que dar a un escritor de verdad. La gente está feliz de que los académicos escandinavos hayan tropezado ayer con la honestidad. Es algo que no sucede a menudo.
Siempre que alguien dice que a Borges no le dieron el Nobel, respondo: "Bueno, a Nobel no le dieron el Borges". Porque lo cierto es que en la conjunción de Nobel y Borges, el argentino no tenía nada que ganar. El mismo caso se repite hoy. La obra de Vargas Llosa es tan jodidamente deslumbrante que nada pueden agregar a ella dieciocho escandinavos miopes. Son ellos, los miembros de la Academia, quienes salen honrados al otorgar el premio a un escritor de semejante estirpe.
Cuando a Borges le mencionaban en las entrevistas que no le habían dado el Nobel, respondía con una sonrisa: "Bueno, che, tampoco se lo dieron a Homero". Y tampoco se lo dieron, podríamos agregar, a Tolstoi ni a Ibsen, ni a Proust ni a Pound, ni a James Joyce nuestro que estás en los cielos. Algunas de esas injusticias parecen haber sido fruto del mal gusto literario, otras fueron mera mezquindad política.
Y es que esos académicos, y el resto del mundo, sabían, por ejemplo, que Borges se merecía más el premio que todos los que lo recibieron durante los últimos veinte o treinta años de su vida. Pero los mismos señores que le dieron el millón de dólares a Neruda —que escribía odas a Stalin en medio del genocidio del 36— y a Sholojov —que escribía las mismas odas y plagiaba novelas mediocres— no pudieron perdonarle a Borges un par de declaraciones políticamente incorrectas.
La obra de Vargas Llosa, por su parte, regala una técnica narrativa que hace ver a los ciegos. Quien se haya asomado al diamante de La ciudad y los perros o a la imposible arquitectura de La guerra del fin del mundo, sabrá que el premio Nobel que se ha anunciado esta mañana es a penas una formalidad. El humor que Vargas Llosa maneja como un escalpelo en Don Pantaleón y las visitadoras, la autopsia de la izquierda latinoamericana que ejecuta en La historia de Mayta o el despiadado autorretrato de La tía Julia y el escribidor, son cuentas de un rosario de obras maestras cuya suma podría hacer feliz a una docena de escritores talentosos.
Por eso, más allá de las injusticias suecas, del mal gusto académico y de las veleidades políticas, hoy es un día feliz, porque uno de los escritores esenciales de nuestra época ha recibido el reconocimiento que desde hace años merecía. Ojalá que Mario Vargas Llosa lo disfrute largamente.
Coda
Con una mezcla de misericordia y tristeza leí hoy la noticia del Nobel de Vargas Llosa en Prensa Latina. La nota exhibe el rencor predecible de una amante despreciada. Hace unos meses, cuando murió Julia Urquidi, escribí aquí un post sobre su relación con Vargas Llosa, y sobre las trampas del desamor en general. La nota de Prensa Latina —el tono de esa nota—, me hizo ver cuánto se parece la relación de Vargas Llosa con la tía Julia a su relación con esa tía avejentada que llaman "la revolución cubana".
Varguitas se enamoró de ambas siendo muy joven. Se amancebó con ellas, se las llevó a la cama, les susurró al oído su pasión eterna, y diez años más tarde las dejó por otra amante más joven y más hermosa. Las tías envejecieron, dejaron de ser hembras apetecibles y se convirtieron en señoras ajadas a las que nadie ya deseaba. Varguitas, entre tanto, iba por la vida escribiendo novelas perfectas y convirtiéndose en una leyenda. Y las tías viejas y olvidadas no se lo pudieron perdonar jamás.
Uno pensaría que, por mero pudor, los escribanos de Prensa Latina se abstendrían de publicar su envidia. Pero uno nunca puede calibrar la rabia de una amante despreciada.
Friday, October 1, 2010
El secreto espanto de la ninoskología
A la misteriosa ceiba de la cubanología le está creciendo una ramita nueva: la ninoskología —o "la ninología", como la llaman ahora la mayoría de los expertos. La ninoskología es una ciencia que se fundamenta en un único axioma: Ninoska Pérez y los otros siete próceres del exilio vertical que la acompañan son la causa eficiente de todo lo que sucede. Los ninoskólogos tienen por verdad revelada que ese grupito de ancianos nostálgicos y enguayaberados, junto con la susodicha señora de inefable peinado, son los responsables de todo lo visible y lo invisible.
Para los ninólogos —que así también los
llaman— no hay entuerto del que no se pueda culpar a La Nino. Los cubanólogos más despistados de antaño se dedicaban al arte arduo de reconciliar lo que dice el Granma con la realidad. Los ninoskólogos de ahora —que son gente humilde— han llegado a la conclusión de que esa tarea rebasa su talento. Para no abusar ni ser abusados, hace tiempo que decidieron debatir sólo con gente de su tamaño (intelectual): Ninoska Pérez y Pérez Roura.
Otra de las características de la secta es su compleja relación con el idioma. Después de leer varios de sus escritos —en los que quinientas palabras cargadas de sabiduría ninológica siempre parecen dos mil—, he comenzado a sospechar que consideran el castellano como un idioma enemigo. (¿Será una muestra de gallardía anticolonialista?) Su estilo —de algún modo hay que llamarlo— recuerda el proceloso español de un bodeguero de Jaimanitas. Aunque, en general, los bodegueros de Jaimanitas no tienen la imaginación cerrera y desbocada que padecen estos muchachos. Uno tiene la impresión desconcertante de que los ninólogos se han rebelado contra los estorbos de la realidad: dicen lo que les viene a la boca, y la realidad que espere un día más fresco en Hialeah...
Para los ninólogos —que así también los
llaman— no hay entuerto del que no se pueda culpar a La Nino. Los cubanólogos más despistados de antaño se dedicaban al arte arduo de reconciliar lo que dice el Granma con la realidad. Los ninoskólogos de ahora —que son gente humilde— han llegado a la conclusión de que esa tarea rebasa su talento. Para no abusar ni ser abusados, hace tiempo que decidieron debatir sólo con gente de su tamaño (intelectual): Ninoska Pérez y Pérez Roura.
Estos muchachos encontraron su hombre —o su Ninoska— de paja para facilitar el trabajo de escribir la Obra... y nadie se los va a quitar. No se sabe cómo llegaron a esa verdad, pero andan convencidos de la omnipotencia luciferina del exilio vertical, ése que, por razones de fuerza biológica, cada vez está más cerca de ser el exilio horizontal.
Entre los ninólogos hay ñángaras, criptoñángaras y gusanos. Pero todos, más allá de sus inclinaciones ideológicas, consideran que el gobierno de Cuba, y Cuba misma, son temas secundarios cuando se los compara con Madame Ninoska.
Los ninólogos ñángaras, por supuesto, se refieren a La Nino y sus samuráis octogenarios de la Calle Ocho como "lo peor de la mafia de Miami". Los criptoñángaras son más interesantes. Comienzan sus artículos con una frase que dice más o menos así: "El gobierno cubano, por supuesto, nunca ganará un premio de Human Rights Watch, pero..." Y el resto del artículo —todo lo que va después de ese "pero" kantiano— estará dedicado a explicar que Payá es fañoso, que a las Damas de Blanco les quedaría mejor otro color o que Fariñas lo que tenía era falta de apetito. No soportan a los disidentes porque consideran una pérdida de tiempo dedicarse a cualquier cosa que no sea rebatir a La Nino. Por su parte, los ninólogos gusanos escriben artículos que se pueden resumir todos a una sentencia: "Con La Nino nada, que ella es igual a los de La Habana".
Otra de las características de la secta es su compleja relación con el idioma. Después de leer varios de sus escritos —en los que quinientas palabras cargadas de sabiduría ninológica siempre parecen dos mil—, he comenzado a sospechar que consideran el castellano como un idioma enemigo. (¿Será una muestra de gallardía anticolonialista?) Su estilo —de algún modo hay que llamarlo— recuerda el proceloso español de un bodeguero de Jaimanitas. Aunque, en general, los bodegueros de Jaimanitas no tienen la imaginación cerrera y desbocada que padecen estos muchachos. Uno tiene la impresión desconcertante de que los ninólogos se han rebelado contra los estorbos de la realidad: dicen lo que les viene a la boca, y la realidad que espere un día más fresco en Hialeah...
Y hablando de Hialeah... los ninólogos viven bajo su hechizo. Debería haber alguien en Viena estudiando el asunto. Por una parte, el halago más grande que se le puede decir a un ninólogo es susurrarle al oído: "Ay, chico(a), pero tú no te pareces a los cubanos de Miami". Te juran que detestan a Miami. ¡Ah!, pero vete y trata de conversar con uno de ellos sobre cualquier tema a ver cuánto tiempo dura sin mencionar el Parque del Dominó.
Si les hablas de la última película de Woody Allen, You Will Meet a Tall Dark Stranger, te comentan: "Bueno, pero en la Calle 8 hay una marielita cartomántica..." Y si les dices que a Yoani Sánchez le negaron la salida, te aseguran que conocen a un tipo en Kendall al que no lo dejan entrar al Versailles porque una vez fue allí con un pulóver del Che. Y si les cuentas que en New York cayeron veintidós pulgadas de nieve te dicen que "esos cubanos de Miami son tan ridículos, ¡se ponen a tirar nieve artificial en The Falls Mall cada Navidad!"
Su obsesión contra Miami con el tiempo fue perdiendo el "tra" y, sin que lo notaran, se les convirtió en "obsesión con Miami". Son como esos adolescentes que se pelean como preludio al enamoramiento, pero en ellos la pelea y el amor por "la capital del exilio" son simultáneos. Si eso fuera todo, podría ser el tema de una de esas telenovelas mexicanas, que son tan lindas.
Sin embargo, el asunto tiene un tenebroso filón borgeano. Para los ninólogos, Miami es el reverso del aleph. Si el aleph de Borges es un punto en que se pueden contemplar todos los puntos del universo, para los ninólogos Miami es el único sitio del universo que son capaces de contemplar, no importa a qué punto del mundo estén mirando. Y tiene que ser aburrido vivir en un universo que se va reduciendo hasta ser sólo la Sagüesera y sus alrededores...
Si les hablas de la última película de Woody Allen, You Will Meet a Tall Dark Stranger, te comentan: "Bueno, pero en la Calle 8 hay una marielita cartomántica..." Y si les dices que a Yoani Sánchez le negaron la salida, te aseguran que conocen a un tipo en Kendall al que no lo dejan entrar al Versailles porque una vez fue allí con un pulóver del Che. Y si les cuentas que en New York cayeron veintidós pulgadas de nieve te dicen que "esos cubanos de Miami son tan ridículos, ¡se ponen a tirar nieve artificial en The Falls Mall cada Navidad!"
Su obsesión contra Miami con el tiempo fue perdiendo el "tra" y, sin que lo notaran, se les convirtió en "obsesión con Miami". Son como esos adolescentes que se pelean como preludio al enamoramiento, pero en ellos la pelea y el amor por "la capital del exilio" son simultáneos. Si eso fuera todo, podría ser el tema de una de esas telenovelas mexicanas, que son tan lindas.
Sin embargo, el asunto tiene un tenebroso filón borgeano. Para los ninólogos, Miami es el reverso del aleph. Si el aleph de Borges es un punto en que se pueden contemplar todos los puntos del universo, para los ninólogos Miami es el único sitio del universo que son capaces de contemplar, no importa a qué punto del mundo estén mirando. Y tiene que ser aburrido vivir en un universo que se va reduciendo hasta ser sólo la Sagüesera y sus alrededores...
Los ninólogos son la otra mitad de una "unidad dialéctica" que forman con los ancianos desvelados de la Vigilia Mambisa, la Cuba Eterna y el Big Five. Y son quizás las únicas personas en el mundo a las que realmente les importa un comino lo que dicen Pérez Roura y Ninoska Pérez. [Probablemente, parafraseando a Martí, recitan como un mantra: "Dos Pérez tengo yo: Roura y Ninoska."] Los ninólogos son, en fin
—como Radio Mambí, la Funeraria Rivero y El Rey de la Frita—, un producto genuino de esa porción de la cubanidad que se salvó o se enquistó en Miami. Pero van por el mundo sin saberlo... y la gente, por caridad o malicia, no se atreve a revelarles lo que sólo para ellos es un secreto.
—como Radio Mambí, la Funeraria Rivero y El Rey de la Frita—, un producto genuino de esa porción de la cubanidad que se salvó o se enquistó en Miami. Pero van por el mundo sin saberlo... y la gente, por caridad o malicia, no se atreve a revelarles lo que sólo para ellos es un secreto.
Saturday, September 25, 2010
Juicios literarios, ¿prejuicios políticos?
Por una de esas coincidencias, la semana pasada vinieron a caer en mis manos dos novelas breves: Partos mentales o los alemanes se extinguen (Alfaguara, 1983), de Günter Grass, y La ignorancia (Tusquets, 2000), de Milan Kundera. Las dos hablan de viajes, regresos, amores y política. Y las dos contienen una horrible falacia. En ambas, sus respectivos autores tratan de convencer al lector de que nada tuvieron que ver con el horror que les tocó en suerte y que describen. En ambos casos, después se llegó a saber que mentían. Veamos...
En la página 26 de Partos mentales, el personaje protagónico, un alter ego de Grass, que comparte con él su año de nacimiento, afirma:
No quiero juzgar. Un dudoso golpe de fortuna, el año de mi nacimiento, 1927, me prohíbe las palabras justicieras. Yo era demasiado joven para ser examinado ahora seriamente. Sin embargo, algo se me pegó: con trece años participé en el concurso de narración de la revista literaria de las Juventudes Hitlerianas Hilf mit. Yo ya escribía entonces y estaba loco por conseguir reconocimiento. Pero al parecer me equivoqué enviando entonces un texto fragmentario y melodramático sobre los cachubos, tuve la fortuna de no obtener el premio de las Juventudes Hitlerianas ni de Hilf mit.
Estoy, pues a salvo. Nada me compromete. No hay hechos comprobables. Sin embargo, mi imaginación, que no deja de asediarme, los crea.Muy bien. Todo parece indicar que el único compromiso de Grass con el nazismo fue una desafortunada composición literaria escolar. Y parece decir también que, siendo un tipo generoso, aunque se halla libre de toda culpa, no quiere juzgar a los culpables. Perfecto. En la página 68 —¡qué año para un checo!— de La ignoracia, el alter ego de Kundera se sienta a la mesa, de regreso en Praga, con su hermano y su cuñada, después de 20 años de ausencia. Esta es la escena:
Los decenios planeaban por encima de los platos, y su cuñada, de repente, se volvió contra él: "Tú también tuviste tus años fanáticos. ¡Qué cosas decías de Iglesia! ¡Te teníamos todos mucho miedo!".
El comentario le sorprendió. "¿Miedo de mí?" Su cuñada insistía. Él la miró: en su rostro, que hace unos instantes le había parecido irreconocible, asomaban rasgos de antaño.
Decir que habían tenido miedo de él efectivamente carecía de sentido, ya que el recuerdo de la cuñada no podía referirse más que a sus últimos años de bachillerato, cuando tenía entre dieciséis y diecinueve años. Es muy probable que entonces se hubiera burlado de los creyentes, pero aquellos comentarios no tenían nada en común con el ateísmo militante del régimen e iban destinados tan sólo a su familia, que nunca fallaba un domingo a misa, lo cual despertaba en Josef su instinto de provocación.¿Se dan cuenta? Esta mujer debe estar loca. ¿Quién tendría miedo del Kundera de 19 años? Como Grass, él era demasiado joven entonces para ser culpable de nada. ¡Por Dios! El 12 de agosto de 2006, 61 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Günter Grass reveló en una entrevista que había sido miembros de las Waffen-SS. Sí, sesenta y un años después, este señor, que se ha pasado la vida denunciando a exnazis camuflados, decidió revelar que había sido miembro de las Waffen-SS.
Hay dos detalles que hacen esta revelación particularmente enternecedora. El primero es que su confesión tiene todas las trazas de haber sido una táctica para aupar las ventas de su autobiografía, Pelando la cebolla. Puestos a ver, Grass escribió una gran novela y varias decenas de libros mediocres: no es extraño que haga cualquier cosa por aumentar las ventas de uno de sus tomos menores.
El segundo es que, en la susodicha autobiografía, cuando Grass hace su gran revelación y narra sus experiencias como prisionero de guerra, dice algo muy interesante. Cuenta el exmiembro de las Waffen-SS que cuando vio a un soldado americano blanco llamar 'n----r' a un soldado negro, tuvo su primera experiencia directa de racismo.
Conmovedor. El tipo había vivido en Alemania los doce años del nazismo, había presenciado la Kristallnacht, la expulsión de los judíos de las universidades, del ejército, de la vida pública del país, de la vida... Había presenciado todo el proceso que culminó con el exterminio de seis millones de judíos en los campos de concentración de la ideología que el apoyaba. Y sin embargo, su primera experiencia de racismo fue escuchar a un blanco americano llamar 'n----r' a su compañero de armas.
Günter Grass fue nazi de joven, y simpatizante del comunismo el resto de su vida. (En Ein Weites Feld hizo una pregunta retórica sobre el régimen comunista de la RDA que vale su peso en oro: "¿Por qué decir que es un régimen injusto?"). No es de extrañar entonces que pudiera vivir los doce años del nazismo en Alemania sin darse cuenta de que hubiese ningún indicio de racismo a su alrededor. Grass es propietario de una admirable ceguera voluntaria.
Me dio mucha gracia lo que dice la nota biográfica de Grass que aparece en la solapa del libro. ¿Preparados? A ver: "Grass refleja toda la sabiduría humana de un escritor espléndidamente maduro. Hombre político y siempre comprometido con cualquier causa justa, Grass ha sido objeto de muchos ataques. Lo que nadie discute es su talla de escritor."
Por supuesto, Gras ha estado "siempre comprometido con cualquier causa justa", y entre ellas las principales han sido las causas de Adolf Hitler y Iosif Stalin. Me imagino que nadie discute que El tambor de hojalata es una novela maravillosa —al menos yo no lo discuto—, pero el resto de su obra está cercana a la hojarasca, y no me refiero a la novela de García Márquez, sino a la hojarasca sin más. Por ejemplo, Partos mentales es una novelita pretenciosa y aburrida que no logré leer hasta el final.
En octubre de 2008, la revista checa Respekt publicó un ensayo en el que se mostraban pruebas de que Kundera, cuando tenía 21 años, había denunciado al piloto anticomunista Miroslav Dvořáček a la policía. En el juicio que siguió a la delación, a Dvořáček le pidieron la pena de muerte. Por suerte para él, "sólo" fue condenado a 22 años de cárcel, expropiación de todos sus bienes, una multa de 10,000 coronas y privación de los derechos civiles. Pasó 14 años en la cárcel. (Sus razones tenía la cuñada para temer a Milan, ¿no?)
Kundera niega que haya sido el delator. Las pruebas parecen indicar lo contrario.
Pienso que el caso de Kundera es mucho más grave —mucho más repugnante— que el de Grass. Siempre será más fácil entender que un adolescente criado en el nazismo de ofreciera como voluntario a los 15 años para entrar al ejército, que que un tipo de veintiún años, crecido en libertad, denunciara a alguien a la policía de un régimen comunista.
La diferencia se hace más abismal si consideramos que Grass, aunque tardíamente, reveló él mismo sus actos, mientras que Kundera nunca los confesó y los sigue negando.
¿Por qué, entonces, me es más fácil perdonar a Kundera que a Grass?
No creo que pueda juzgar a ninguno de los dos. No viví en el nazismo —como Grass— ni fui comunista —como Kundera. No sé qué hubiese sido capaz de hacer en cualquiera de las dos situaciones. Pero hay dos detalles que inclinan mis simpatías hacia Kundera.
En primer lugar, Kundera fue partidario del totalitarismo sólo una vez. Grass, de una forma u otra, lo ha sido toda su vida. Y en segundo lugar, Kundera escribe mejor. La ignoracia es una novela sobrecogedora en su lucidez, mientras que Partos mentales es un bodrio insoportable. Lo mismo que digo de estas dos novelas lo pienso de la obra toda de cada uno de ellos, con la excepción de El tambor de hojalata.
¿Será entonces mi juicio literario o serán mis prejuicios políticos los que me acercan a Kundera y me alejan de Grass?
La primera escena de El tambor de hojalata tiene lugar en el sitio del verdadero inicio de la Segunra Guerra Mundial: el ataque alemán al edificio de correos polaco de Danzig o Gdansk —esa ciudad donde comenzamos la carnicería en el 39 y acabamos con el comunismo en 1989. Cuento entre mis dichas haber estado en ese lugar. En el sitio mismo donde estuvo ese malhadado edificio del correo, se levanta ahora un inmenso letrero que reza en polaco "¡Nunca más la guerra!" Ojalá que nunca más un escritor, un ser humano, se vea atrapado en las ratoneras que les deparó el destino a Günter Grass y a Milan Kundera. Parafraseando —contradiciendo— a Eliseo Diego, digo: "que Dios los juzgue, yo no puedo".
Tuesday, September 21, 2010
"Freedom" o cómo evadir las trampas de la felicidad
El 31 de agosto pasé por Barnes & Noble y no compré Freedom, la novela de Jonathan Franzen que salió ese mismo día al mercado, por no gastarme los $21 que costaba allí. Al otro día, en el aeropuerto JFK y en vísperas de un vuelo de siete horas y con dos infantes, pagué $28 por ella.
Franzen se hizo famoso en el año 2001 cuando su novela The Corrections ganó el National Book Award de Estados Unidos. Podríamos decir que se hizo "demasiado famoso". Oprah seleccionó el libro para su Club de Lectura y Franzen dijo que prefería ser ignorado por cierto público: el que lee las selecciones de Oprah. Oprah le retiró la invitación a su programa. El asunto fue comidilla de revistas literarias y de revistas de chismes de "celebridades".
Por su parte, Michiko Kakutani proclamó en The New York Times que The Corrections era un equivalente americano de Los Buddenbrook, con lo que Franzen quedaba, cuando menos, como el joven Thomas Mann. Esas uvas se volverían también amargas cuando Kakutani —de quien Norman Mailer dijera alguna vez que “What put the hair up her immortal Japanese ass is beyond me”—, pulverizara en una crítica su novela The Discomfort Zone en el verano del 2006. Dos años después, Franzen, en un coloquio en Harvard, dijo que Kakutami era la persona más imbécil de New York.
Por suerte para Franzen, Kakutani, por honestidad intelectual o fidelidad a su supuesta costumbre de alternar elogios y recriminaciones —Salman Rushdie dixit—, ha dicho que Freedom es "una convincente biografía de una familia disfuncional y un indeleble retrato de nuestros tiempos". Y Oprah ha hecho de la novela la última selección de su Club de Lectura y ha invitado a Franzen de vuelta al programa. La novela es, además, el libro más vendido en Amazon en este momento. ¿Merece tanto éxito?
No sé. El hecho es que Freedom es una buena novela y una lectura ideal para un largo vuelo sobre el Atlántico. El primer capítulo es un suscinto retrato de los Berglund, una pareja de clase media, liberales en el sentido americano de la palabra, que se muda a una casa elegante en un barrio que recién inicia el conocido proceso de aburguesamiento. En esas primeras pinceladas, Franzen nos presenta los complejos, las manías, los tics de un tipo humano que, creyéndose libre y tolerante, ha llegado, en su certeza moral, al otro extremo idéntico de autorrepresión y dogmatismo. Ésta es una preguntas que desvelan a Walter y a Patty Berglund: "¿Qué se le debe responder a una persona pobre y de color cuando te dice que has destruido su vecindario?" Porque según Franzen, "los Berglunds eran de esos liberales que se sienten superculpables y tenían que perdonar a todo el mundo para que su propia buena suerte pudiera ser perdonada; no tenían el valor de asumir sus privilegios". Bueno, se pregunta el lector, ¿y habrá otro tipo de liberales? Pero ese no es el asunto.
[Cierta crítica afirma que ese primer capítulo representa la vox populi, la imagen más esquemática que podría hacerse de los Berglund. Quizás sea así, pero también podría ser el resumen de sus vidas que el resto del libro ilustra y matiza en sus detalles en lugar de contradecir.]
Ese primer capítulo de 26 páginas hace reír al lector, pero también lo hace preguntarse si no se tratará de un largo post en el blog de un adolescente brillante pero superficial. Después de eso comienza el cuerpo de la novela, que es —supuestamente— una autobiografía de Patty Berglund escrita en tercera persona a petición de su psicoanalista. En esa autibiografía relata su vida de niña bien de White Plains, atleta precoz a quien sus padres ignoran y sus hermanas odian, y a quien un amigo violará en la adolescencia. Y cuenta también la historia de sus hombres: Walter, su marido liberal, ecologista, acartonado y con tendencia al llanto súbito; Richard Katz, el mejor amigo de Walter, músico y mujeriego, con una cara que recuerda a Muammar al-Gaddafi, y con el que Patty siempre se ha querido acostar; y Joey Berglund, su hijo, en quien sublima lo que ha buscado sin éxito en los dos hombres anteriores.
Si Freedom vale los $28 que pagué por ella —y creo que los vale— es gracias a Patty Berglund, esa mujer a quien ni los privilegios ni el éxito en básquetbol ni el marido al que ama, ni el amante al que desea ni los hijos a los que idolatra, pueden hacerla feliz. Patty encarna un drama común a todos, pero particularmente evidente en las sociedades ricas: nuestra incapacidad para ser felices como consecuencia de poseer lo que deseamos y lograr lo que nos proponemos.
O para decirlo más justamente: Patty Berglund nos revela nuestra infinita capacidad para ser infelices más allá de todas las trampas que nos puedan tender el amor, la familia o la dicha. Sería empobrecedor, y erróneo, leer esta novela en clave política. El detalle de que Patty y su marido sean liberales es más bien un recurso literario: Los liberales, en su certeza ontológica de tener la receta para la felicidad, logran fracasos mucho más pedagógicos.
Fracasos son también los sueños ecologistas y malthusianos de Walter Berglund; y el anarquismo perezoso y hippie de Richard Katz. El título de la novela está bien puesto: Los cautivos piensan que son infelices por la imposibilidad de elegir lo que quieren. Pero quien vive en libertad sabe que es infeliz sin caortadas, sin culpables. No creo que vuelva a leer Freedom en mucho tiempo. Y sin mebargo, esta semana me compraré The Corrections, aunque por degracia no sea para leerla a 10,000 metros sobre el Atlántico.
Franzen se hizo famoso en el año 2001 cuando su novela The Corrections ganó el National Book Award de Estados Unidos. Podríamos decir que se hizo "demasiado famoso". Oprah seleccionó el libro para su Club de Lectura y Franzen dijo que prefería ser ignorado por cierto público: el que lee las selecciones de Oprah. Oprah le retiró la invitación a su programa. El asunto fue comidilla de revistas literarias y de revistas de chismes de "celebridades".
Por su parte, Michiko Kakutani proclamó en The New York Times que The Corrections era un equivalente americano de Los Buddenbrook, con lo que Franzen quedaba, cuando menos, como el joven Thomas Mann. Esas uvas se volverían también amargas cuando Kakutani —de quien Norman Mailer dijera alguna vez que “What put the hair up her immortal Japanese ass is beyond me”—, pulverizara en una crítica su novela The Discomfort Zone en el verano del 2006. Dos años después, Franzen, en un coloquio en Harvard, dijo que Kakutami era la persona más imbécil de New York.
Por suerte para Franzen, Kakutani, por honestidad intelectual o fidelidad a su supuesta costumbre de alternar elogios y recriminaciones —Salman Rushdie dixit—, ha dicho que Freedom es "una convincente biografía de una familia disfuncional y un indeleble retrato de nuestros tiempos". Y Oprah ha hecho de la novela la última selección de su Club de Lectura y ha invitado a Franzen de vuelta al programa. La novela es, además, el libro más vendido en Amazon en este momento. ¿Merece tanto éxito?
No sé. El hecho es que Freedom es una buena novela y una lectura ideal para un largo vuelo sobre el Atlántico. El primer capítulo es un suscinto retrato de los Berglund, una pareja de clase media, liberales en el sentido americano de la palabra, que se muda a una casa elegante en un barrio que recién inicia el conocido proceso de aburguesamiento. En esas primeras pinceladas, Franzen nos presenta los complejos, las manías, los tics de un tipo humano que, creyéndose libre y tolerante, ha llegado, en su certeza moral, al otro extremo idéntico de autorrepresión y dogmatismo. Ésta es una preguntas que desvelan a Walter y a Patty Berglund: "¿Qué se le debe responder a una persona pobre y de color cuando te dice que has destruido su vecindario?" Porque según Franzen, "los Berglunds eran de esos liberales que se sienten superculpables y tenían que perdonar a todo el mundo para que su propia buena suerte pudiera ser perdonada; no tenían el valor de asumir sus privilegios". Bueno, se pregunta el lector, ¿y habrá otro tipo de liberales? Pero ese no es el asunto.
[Cierta crítica afirma que ese primer capítulo representa la vox populi, la imagen más esquemática que podría hacerse de los Berglund. Quizás sea así, pero también podría ser el resumen de sus vidas que el resto del libro ilustra y matiza en sus detalles en lugar de contradecir.]
Ese primer capítulo de 26 páginas hace reír al lector, pero también lo hace preguntarse si no se tratará de un largo post en el blog de un adolescente brillante pero superficial. Después de eso comienza el cuerpo de la novela, que es —supuestamente— una autobiografía de Patty Berglund escrita en tercera persona a petición de su psicoanalista. En esa autibiografía relata su vida de niña bien de White Plains, atleta precoz a quien sus padres ignoran y sus hermanas odian, y a quien un amigo violará en la adolescencia. Y cuenta también la historia de sus hombres: Walter, su marido liberal, ecologista, acartonado y con tendencia al llanto súbito; Richard Katz, el mejor amigo de Walter, músico y mujeriego, con una cara que recuerda a Muammar al-Gaddafi, y con el que Patty siempre se ha querido acostar; y Joey Berglund, su hijo, en quien sublima lo que ha buscado sin éxito en los dos hombres anteriores.
Si Freedom vale los $28 que pagué por ella —y creo que los vale— es gracias a Patty Berglund, esa mujer a quien ni los privilegios ni el éxito en básquetbol ni el marido al que ama, ni el amante al que desea ni los hijos a los que idolatra, pueden hacerla feliz. Patty encarna un drama común a todos, pero particularmente evidente en las sociedades ricas: nuestra incapacidad para ser felices como consecuencia de poseer lo que deseamos y lograr lo que nos proponemos.
O para decirlo más justamente: Patty Berglund nos revela nuestra infinita capacidad para ser infelices más allá de todas las trampas que nos puedan tender el amor, la familia o la dicha. Sería empobrecedor, y erróneo, leer esta novela en clave política. El detalle de que Patty y su marido sean liberales es más bien un recurso literario: Los liberales, en su certeza ontológica de tener la receta para la felicidad, logran fracasos mucho más pedagógicos.
Fracasos son también los sueños ecologistas y malthusianos de Walter Berglund; y el anarquismo perezoso y hippie de Richard Katz. El título de la novela está bien puesto: Los cautivos piensan que son infelices por la imposibilidad de elegir lo que quieren. Pero quien vive en libertad sabe que es infeliz sin caortadas, sin culpables. No creo que vuelva a leer Freedom en mucho tiempo. Y sin mebargo, esta semana me compraré The Corrections, aunque por degracia no sea para leerla a 10,000 metros sobre el Atlántico.
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