El Tin Pan Alley cubano
De los
cabarets más harapientos y los centros de santería de
La
Habana emana una corriente inagotable de voluptuosos
ritmos
que se bailan en todos los rincones del mundo.
En
1930, poco después del derrumbe de la bolsa, una tonada llorona y cadenciosa
llamada "El manisero" llegó a Broadway e hizo que los pies y las
caderas de los Estados Unidos comenzaran a retorcerse en el laberinto de un
nuevo baile: la rumba. En un inicio, la importancia de este suceso en la
historia de las costumbres de la sociedad americana parecía destinado a ser
insignificante. Los augures notaron la nueva tendencia… y la atribuyeron a la
crispación provocada por la gran depresión: inmediatamente pronosticaron que
duraría un año o poco más. Pero en el transcurso de esa década la rumba no solo
demostró que había llegado para quedarse, sino que se ha convertido en la base
de una inmensa industria en los Estados Unidos. Las orquestas bailables
latinoamericanas equipadas con maracas y bongós conquistaron un espacio junto a
las orquestas de jazz en los clubes y los salones de baile de Nueva York a San
Francisco. Rumberos como Xavier
Cugat hicieron su fortuna tocando ritmos afrolatinos. En un solo año —1946— los
estadounidenses le pagaron a Arthur Murray casi $14 millones para que los
enseñara a bailar la rumba. Los aficionados a ese ritmo aún hoy representan más
del 60% de sus enormes ganancias.
A “El
manisero”, que fue la canción que dio inicio a toda esta corriente, le siguió
una larga lista de populares canciones cubanas similares, que comenzaron a
desplazar a los convencionales fox trots americanos de los lugares cimeros de
las listas de éxitos de ventas del Tin Pan Alley. Los pequeños agricultores
cubanos abandonaban sus cosechas de caña y tabaco para sembrar güiras
destinadas a la manufactura de maracas. La música comenzó a hacerle competencia
al azúcar, el tabaco y el ron como uno de los principales productos de
exportación de Cuba, y el americano promedio, que la compraba en grandes
cantidades cada vez que le pasaba por el lado a una victrola, se convirtió en
su principal consumidor. Alrededor de un 20% de toda la música que se escucha
hoy en día en Estados Unidos en la radio, la televisión, las victrolas y las
películas de Hollywood, es latinoamericana, y casi todo ese 20% proviene de la
pequeña isla de Cuba.
Aunque
los cubanos se enorgullecen de esa creciente demanda, insisten en que el
fenómeno de la su música como producto de exportación no es nada nuevo. Desde
el punto de vista económico, Cuba podrá ser una república bananera más. Desde
el punto de vista político, podrá ser un caldo de cultivo de inestabilidad
tropical. Pero en la música ha competido con Nueva York por el título de
capital de la música del hemisferio occidental desde hace casi cien años. La
asombrosa influencia de la pequeña Cuba en la música popular a nivel mundial
comenzó a inicios del siglo XIX, cuando un español errante llamado llamado
Sebastian Yradier se estableció en La Habana, escuchó las tonadas lánguidas y
lisonjeras de los nativos y escribió una canción titulada “El arreglito. “El arreglito” fue la
primera habanera. Tras ser importada a España, la habanera se convirtió en uno
de los géneros clave de la música popular española, y una generación más tarde
a Georges Bizet escribió una que llegaría ser la pieza más popular de la ópera
francesa meas popular, Carmen. Después de “El arreglito”, Yradier compuso una
de las más famosas canciones de Cuba, “La paloma”, que le fuese encargada por
el emperador Maximiliano de México y que ha servido de modelo a muchas
canciones latinoamericanas durante tres generaciones. En algún momento del
siglo XIX, según los estudiosos del tema, los cubanos inventaron también el
tango, que exportaron a Argentina, dando así a los argentinos la forma musical
que luego se convertiría en la más característica de su folclore. La rumba y la
conga surgieron más tarde. Pero esas son solo las más recientes contribuciones
musicales de Cuba al mundo. Para consumo doméstico los cubanos producen una
colorida variedad de sones, guarachas, danzones, puntos y boleros que hacen de
las sofocantes noches habaneras una constante erupción de melodías. Lo más
curioso de todos estos géneros musicales cubanos es que en ellos no hay nada
genéricamente cubano. Esas canciones se escriben y se tocan en un lenguaje
musical híbrido que es parte español y parte africano. Sus melodías
generalmente remedan las sensuales canciones que fueron llevadas a Cuba desde
la España latina y la morisca. Sus ritmos descienden del repiqueteo de los
tambores de las selvas de África.
Una
música que florece entre balas y marihuana
A
diferencia del azúcar y el tabaco, la música cubana es cultivada en las calles
de La Habana por una masa humana políglota y marginal que canta, bebe y se
muere de hambre con una exuberante indiferencia. Nace en los prostíbulos, en
las “academias de baile” y en los centros clandestinos de santería, esos que
los cubanos de las clases altas siguen acusando de ser escenario de horripilantes
sacrificios humanos. Muchas de esas canciones son compuestas en pianos
prestados, algunos de ellos con agujeros de balas, por marihuaneros que las
venden por el precio de un trago de ron. Las estrenan en los inmundos cabarets
de Las Fritas, una calle de pequeños negocios al estilo de Coney Island, cerca
de La Playa, donde los negros de La Habana van a pasear en las noches. De la
Las Fritas esas canciones pasaban al corazón de La Habana, donde el estruendo
de los tambores es atenuado para hacerlo más paladeable para los turistas de
los cabarets más caros como el Chanflán y el Faraón. Con un poco de suerte y
promoción por parte de los editores de música del caótico Tin Pan Alley de La
Habana, podrán llegar a los oídos de directores de orquestas y bandas de
Estados Unidos y catapultar a sus
autores a la fama internacional. Con mayor frecuencia, se pierden en el
enloquecido torbellino de la vida nocturna habanera, descendiendo
irremediablemente, como las prostitutas de La Habana, desde los cabarets de
lujo hasta los antros de 6¢, muriendo luego para dar paso a otras canciones más
nuevas y más frescas.
En Las
Fritas uno de los éxitos más recientes es una cancioncita movida conocida como
"Penicilina", que celebra las propiedades curativas de lo que, en esa
Habana relajada y libertina, es un medicamento particularmente útil. La letra
de “Penicilina” automáticamente anula la posibilidad de que se convierta en un
éxito internacional:
¡Ay!,
¿qué es esto?
¡Ay,
ay, ay!, ¿qué es esto?
Qué
malo me siento.
Ay, que
si da mal de amor,
ay, que
si da mal de amor,
te digo
que
la
penicilina lo podrá curar.
Pruébela
y ya usted verá.
*1945
PEER INTERNATIONAL CORPORATION (USED BY PERMISSION)
La
“Penicilina” tiene varias versiones. La más popular de todas no tiene texto, y
es interpretada con ojos ardientes y caderas enloquecidas al compás de una
letra reveladora: "Bum-bum, bum, bum-bum, bum". Su repetitiva melodía
de seis notas se basa en un acompañamiento punzante, traqueteante, que suena
como si se estuviera derrumbando un almacén de cubertería. Cuando invitaron a
grabar su canción, el autor, un negro genial llamado Abelardo Valdés, incluyó
apenado una estrofa de la “Marcha nupcial” de Mendelssohn para que la canción
llegara a tener la duración estándar de los discos. Su popularidad local
finalmente llegó a tales proporciones que Valdés se sintió inspirado a componer
una segunda canción titulada “Sulfatiasol”. "Mis amigos" anunció
Valdés en tono triunfal, "me dicen que debería abrir una botica”.
El
problema no es el dinero
La
“Penicilina”, obviamente, no fue escrita con ojos sagaces fijos en las
posibilidades comerciales en Estados Unidos. El predominio de canciones de este
tipo saca de quicio a los editores musicales más emprendedores de Cuba. Aunque
los compositores cubanos más conocidos tienen una organización semejante a la
ASCAP de Estados Unidos, la realidad es que el saldo de la exuberante
producción musical habanera no se crea con el ánimo de ganar dinero, sino por
pura diversión, por un ejército de compositores desconocidos e indigentes.
Varios intentos de organizarlos en una estructura razonable y profesional han
terminado siempre en rotundos fracasos.
Los
esfuerzos por lograr mejores condiciones económicas que han surgido en la
prevaleciente aura de marihuana e indigencia han sido esporádicos y
extremadamente individualistas. Uno de ellos explotó el año pasado cuando un
negro inmenso y vestido con ropas muy llamativas, llamado Chano Pozo, se
obsesionó con su deseo de tener un Buick convertible nuevo. Pozo, cuya obra
maestra es una canción titulada “El Pin Pin”, se había hecho relativamente
famoso también como bailador y ejecutante de tumbadora. Un día fue a hablar con
su editor, un tal Ernesto Roca, y le exigió mil dólares extras de adelanto por una nueva canción. Roca
se negó a darle el dinero y Chano Pozo lo atacó. Como todos los editores de
música prudentes de La Habana, Roca tenía un guardaespaldas armado que al
instante le depositó cuatro balas en el vientre a Chano Pozo. Ligeramente
incomodado, Pozo pasó dos semanas en el hospital, se recuperó y logró reunir el
pago parcial para comprar el Buick sin la ayuda de Roca. Unos meses más tarde
Pozo volvió a tentar a la muerte, esta vez como el desbocado chofer de su nuevo
Buick. El Buick quedó destrozado en el accidente, pero Pozo volvió a burlar la
muerte. Aun sigue siendo la estrella mimada de los cabarets y las estaciones de
radio de La Habana.
El
limbo musical homicida de La Habana flota en algún lugar indeterminado entre
dos mundos. Uno es el cielo del éxito internacional, el dinero, los cabarets de
New York y la fama de Hollywood, al que los cubanos buenos llegan a veces a
pesar de ellos mismos. El otro es el submundo de la Cuba africana. Y la Cuba
africana es, tanto desde el punto de vista musical como espiritual, un bastión
fronterizo de una civilización selvática cuyo estado mayor sigue estando en las
cercanías de los ríos Níger y Congo. En este submundo se mezclan los dialectos
tribales africanos con el español mal hablado. Aún hoy se pueden hallar en Cuba
negros ancianos que se consideran exiliados temporales y que, cuando se les
pregunta por su nacionalidad, no se describen como cubanos, sino como yorubas o
ararás transplantados. Sus organizaciones tribales, con sus ritos religiosos,
su música, su medicina y su magia, son motivo de moderada preocupación para las
autoridades cubanas, quienes los consideran como una posible amenaza política.
Durante la dictadura de Machado, que terminó en 1933, las canciones de sátira
política de origen negro eran causa frecuente de disturbios, y más de un
compositor negro desapareció tras ponérsele precio a su cabeza.
Su
ritmo proviene de las selvas africanas
El
veinte por ciento de la población cubana es africana, y una buena porción del
sector masculino de ese porcentaje está afiliada a una organización poco definida que los cubanos conocen
como “los ñáñigos”, que ha existido desde los tiempos de la colonia. Los cubanos de las clases privilegiadas
a veces asustan a sus hijos diciéndoles que los ñáñigos se los van a llevar si
no se portan buen. La policía cubana mantiene las ceremonias tribales ñáñigas
bajo estrecha vigilancia y está lista a lanzarse sobre ellos en el mismo
instante en que noten que la inocua brujería puede convertirse en una conspiración
política.
Una vez
al año, durante el carnaval, los ñáñigos salen a la calle para celebrar el gran
evento: las comparsas cubanas. Su valor como atracción turística es innegable.
En las noches de cinco sábados consecutivos las calles de La Habana se inundan
de una alegre muchedumbre de negros en trajes fantásticos que van pavoneándose
al compás de los tambores y cantando canciones que parecen haber salido del
mismo corazón de África. Pero cuando terminan las comparsas, los ñáñigos
regresan a los barrios pobres y sus campos de cultivo. Las grandes tumbadoras,
que aparecen ocasionalmente durante el carnaval, vuelven a su condición de
instrumento ilegal. Su uso ha sido prohibido excepto durante las fiestas, y hay
una buena razón para ello: ese instrumento se usaba como un telégrafo de la
selva, y su poderoso repique servía para enviar mensajes secretos de un pueblo
a otro a través de los campos cubanos, y de un barrio a otro en La Habana.
Con
escasas excepciones, los instrumentos de la música cubana se construyen a
partir de modelos originarios de África y son sin dudas los más primitivos que
se hayan usado jamás en la música civilizada. Los cubanos negros los fabrican a
partir de güiras secas, hojas de guatacas, cuchillos viejos, huesos de
animales, troncos de árboles, cencerros inservibles y cueros de chivo. Pero su
manufactura para la exportación ha llegado a convertirse en una industria bien
regulada. Incluso la exótica quijada, que se hace con la mandíbula del caballo,
ahora se manufactura de acuerdo a
normas estrictas. La firma habanera de instrumentos musicales de José A. Solís,
que suministra instrumentos a la mayoría de los virtuosos de la quijada en todo
el mundo, ofrece dicho instrumento acompañado de la siguiente explicación: “[La
quijada] se hace con el maxilar inferior de un caballo criollo de unos 2 años
de edad, y se prepara de manera tal que cuando se la golpea con el puño produce
una peculiar vibración, muy original y exclusiva de este instrumento.
Dimensiones: 14 pulgadas de largo. Peso: 1,250 gramos”.
El
componente indispensable de toda agrupación de rumba es, por supuesto, un par
de maracas, las cuales agita con incesante entusiasmo un músico que dedica toda
su carrera al dominio de ese instrumento. Otro instrumento muy relacionado con
las maracas es el güiro, que se hace de una güira más larga, de superficie
corrugada, que se toca rayando un clavo o un pedazo de madera sobre él,
produciendo así un sonido similar al de un motor fuera de borda. Otro elemento
básico es un par de bongós, o tambores grandes hechos con troncos de árbol
huecos y cuero de becerro, y que se hacen sonar golpeándolos con las manos.
Una
banda de rumba grande no estaría completa sin al menos una tumbadora, que se
hace del tronco hueco de un árbol o de un barril viejo. Y las orquestas de
rumba de más categoría pueden tener también una marímbula, un instrumento
grande, en forma de caja con una serie de hojas de metal sujetas a su
superficie. Cuando se pulsan con los dedos, como se hace con el harpa de boca,
esas tiras de metal producen un poderoso sonido que recuerda al del contrabajo.
La marímbula es un instrumento muy común en el Congo belga. Los ñáñigos lo
fabrican con cajas o maletas viejas y flejes de relojes de cuerda desechados.
Las orquestas también pueden tener cencerro y claves. E incluso pueden incluir
una vasija grande de barro llamada botija, que es precisamente el mismo
instrumento que usaban las antiguas “jug bands” de los negros de Estados
Unidos. Una de las características más notables de todos estos instrumentos es
que ninguno de ellos, excepto quizás la marímbula, es capaz de emitir una
melodía. En las primitivas ceremonias de los negros cubanos esta deficiencia se
suple, cuando se suple, con la voz humana. En los remilgados danzones de La
Habana, las flautas y las guitarras generalmente proveen la melodía. Pero en la
rumba, como la conocen los americanos, la sinfonía de percusión de los cubanos
primitivos queda sumergida en una orquestación tradicional con violines,
pianos, acordión, saxofón, trompetas, etc.
Esos
refinamientos son el precio que pagan por la civilización. Los ñáñigos
primitivos pueden hacer música con prácticamente cualquier cosa. Uno de sus
instrumentos preferidos que, hasta ahora, no ha llegado a las orquestas que
tocan en los cabarets, es la puerta. Para usar la puerta como instrumento
musical, se quita de las bisagras, el ejecutante apoya uno de los extremos en
sus rodillas, y la golpea furiosamente con ambos puños. El resultado es
extremadamente sonoro.
El
primer compositor de Cuba
En el
extremo opuesto del espectro musical cubano donde se usan puertas para producir
el ritmo, está el lucrativo arte de componer música cubana para el mercado
internacional. Y en ese arte Cuba ha producido un nutrido grupo de los más
famosos compositores de música popular del mundo. Uno de ellos fue el fallecido
Moisés Simons, quien se ganó un lugar permanente en la historia al escribir “El
manisero”. Otro es Eliseo Grenet, dueño de cabarets y decano de los directores
de orquestas cubanas, cuyo “Lamento cubano”, de marcado tono proafricano,
enfureció de tal manera al dictador Machado, que ordenó un acoso que obligó a
Grenet a marcharse a Barcelona, España. La obra maestra de Grenet es la popular
canción “Mamá Inés”. Sin embargo, el rey indiscutido de la música popular
cubana es un hombre de maneras suaves y talante melancólico llamado Ernesto
Lecuona.
Lecuona
es un fenómeno único en el mundo de la música popular. Si uno menciona su
nombre en medio de un grupo de americanos tomados al azar, lo más probable es
que no les diga nada. Pero sería raro hallar un americano que no conozca
algunas de sus canciones de mayor éxito. Algunas de ellas se han convertido en
melodías tan conocidas que la gente las atribuye a veces a algún compositor
clásico de otra época. Otras de sus canciones ocupan cada año los primeros
lugares de las listas de éxitos. Y aun otros son clásicos genuinos que todo
estudiante de piano aprende a tocar. Entre una lista de unas 300 composiciones
que Lecuona ha escrito durante los últimos 40 años, la más conocida a nivel
mundial es la voluptuosa canción “Siboney”, a la que a veces algunos llaman en
broma el himno nacional cubano. La siguen de cerca en popularidad
archiconocidas piezas para piano como “Malagueña” y “Andalucía (La brisa y yo)”
y una enorme lista de canciones populares (“Para Vigo me voy”, “Siempre en mi
corazón”, “Noche azul, “Dame de tus rosas”, “María la O”, “Carabalí”,
“Devuélveme el corazón” y muchas otras) que se tocan y cantan en cabarets,
salones de baile, restaurantes, estados de béisbol, bares y estudios de radio y
televisión desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.
En las
editoriales de música del Tin Pan Alley de Manhattan, las composiciones de
Lecuona son consideradas “estandards”, es decir, perennes éxitos de ventas.
Mientras que la popularidad de una canción exitosa típica del Tin Pan Alley
dura unos meses , las canciones de Lecuona se venden exitosamente por décadas.
“Siboney” ha sido grabada dos o tres veces por cada una de las compañías
disqueras importantes y sigue manteniendo su popularidad. “Para Vigo me voy” ha
vendido casi un millón de copias en solo en Estados Unidos. “Malagueña”, con
ventas estables de 100,000 copias la año desde 1931, han implantado algo así
como un récord en los catálogos de su editorial neoyorquina. En arreglos de
todos los estilos, desde bandas de metales hasta piano o acordión, es el éxito
de ventas más constante en los Estados Unidos. Ha sobrepasado las ventas de la
canción que antes tenía el record de toda la historia de la música estadounidense,
el inmortal clásico “Glow Worm”, que Paul Lincke compusiera hace 45 años.
Un
hombre siempre rodeado de sus admiradores
Lecuona
es un cubano de 51 años, alto e irremediablemente afable, con ojos color tabaco
y un limitado vocabulario de inglés infra-básico. Viaja continuamente entre un
abarrotado apartamento en La Habana y una suite de un hotel del centro de New
York. A pesar de sus incesantes esfuerzos por vestirse con elegancia, su
talante es (como dicen siempre sus amigos ) exactamente igual al del cómico
Zero Mostel. Hombre notoriamente sedentario, usualmente se lo halla
lánguidamente recostado en un butacón, rodeado de un grupo de admiradores
latinoamericanos de vestimenta estridente que hablan sin parar y lo siguen
adonde quiera que vaya y comen de su comida y beben de sus licores en
cantidades ilimitadas. Lecuona muy pocas veces prueba un trago. Observa esa
algarabía portátil que lo acompaña con aire preocupado y ausente a la vez. De
cuando en cuando pide permiso, se levanta, va hasta un piano cercano y toca un
par de canciones sobre el estruendo de la conversación. “Después de todo”,
explica como justificándose, “un hombre debe tener derecho a tocar piano en su
casa”.
Aunque
sus ingresos por derecho de autor se calculan en decenas de miles de dólares,
Lecuona no tiene ninguno de los rasgos característicos de los hombres
acaudalados, excepto quizás su distraída indiferencia hacia el dinero.
Constantemente regala pequeñas sumas de dinero para ayudar a maraqueros y
cantantes de cabaret en cierne, tanto americanos como cubanos. El dinero que ha
regalado durante su carrera sin dudas suma una fortuna.
Lecuona
es una figura tan admirada en América Latina que cuando un hombre llamado
Ricardo Lecuona murió en un accidente aéreo en Colombia, muchas estaciones de
radio de México, Chile, Perú, Brasil y Argentina interrumpieron sus
transmisiones para hacer un minuto de silencio pensando que había sido Ernesto
quien había muerto en el accidente. Hace cinco años, el expresidente Batista lo
nombró attache cultural de la Embajada Cubana en Washington. Como embajador de
la música cubana, solo lo supera el formidable director de orquesta español
Xavier Cugat. Su puesto no oficial como el primer músico de Cuba, que
recientemente ha tenido su colofón en media docena de partituras para películas
de Hollywood y de América Latina, comenzó en los cabarets y los cines mudos de
La Habana. Siendo un niño de 11 años, pidió prestados un par de pantalones
largos y organizó su primera orquesta. Una marcha titulada “Cuba y América”,
que compuso siendo muy joven, aún hoy es en el repertorio habitual de las
bandas militares cubanas. Su primer éxito internacional importante fue en 1922,
cuando dio una gira por los Estados Unidos y se presentó por ocho semanas
consecutivas en el teatro Capitol de New York, donde tocó por primera vez su
“Malagueña” y su “Andalucía” ante el público de Estados Unidos.
Si bien
“Malagueña” y su “Andalucía” eran “piezas de salón” típicas que podrían haber
sido escritas por compositores latinoamericanos desde cualquier orilla del
estrecho de la Florida, “Siboney”, que se estrenó en 1927, tenía la cadencia
típicamente cubana que infestaría a los bailadores de Estados Unidos con el
virus de la rumba. Toda esa fiebre, como han indicado frecuentemente los
cubanos, estaba basada en un monstruoso malentendido. “Siboney” no era, de
ninguna manera, una rumba. Como tampoco lo es “El manisero”. Esa errónea y
lucrativa idea nació de la fértil imaginación del editor musical del Tin Pan
Alley Herbert E. Marks, que se ha convertido desde entonces en el mayor
importador de música latinoamericana de Estados Unidos. En Cuba la rumba es un
atlético baile de exhibición que requiere un espacio inmenso y una no menos
espectacular dosis de meneo de caderas que convertiría cualquier pista de baile
americana en una cancha de hockey coreográfico. La música de la rumba es rápida
y extremadamente agresiva. El baile que los americanos han importado con ese
nombre es también auténticamente cubano, pero en Cuba lo llaman son. El
malentendido comenzó cuando la compañía editorial de Marks publicó “El
manisero” como un son y se dio cuenta de que los compradores se confundían con
ese nombre y pensaban que era un error de impresión, que debía ser “song”
(“canción”). Los directores de la Edward B. Marks Music Corp. inmediatamente se
reunieron para discutir el asunto y decidieron clasificar como “rumba” esa
canción. Y para los desprevenidos americanos ha sido desde entonces una rumba.
En este
momento el reinado del son en La Habana se ve amenazado por el éxito de un
nuevo ritmo llamado “el botecito”, y los promotores musicales americanos como
Arthur Murray recorren Cuba de punta a punta con la esperanza de hallar otra de
las minas de oro de Terpsícores. El botecito, como se baila en los salones y
las calles de La Habana, es como la marcha de un regimiento en la que una
muchedumbre de cubanos salameros se balancean de un lado a otro, con las manos
en las caderas, como si fuera el movimiento de un bote. Como la mayoría de las
modas de los salas de baile de Cuba, este nuevo pasillo se debe achacar a los
ñáñigos, y nadie puede predecir cuándo desaparecerá.