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en la entrada, lejos de este hormiguero de inmigrantes que, en el lado italiano, cada vez más parece una reliquia para turistas, limpia y oh, so cute, pero muerta: la antípoda perfecta de la acera china.
Y en medio de esa "acera china", se encuentra la Kessler's Hardware. Cuando entras, hay un espacio de cuatro metros de largo por dos de ancho por donde caminar: el resto está repleto (hasta el techo) de los más diversos objetos en la más enloquecida desorganización. El polvo, los periódicos y los papeles perdidos de los últimos 20 años parecen cubrirlo todo. El señor que te atiende es un gordo babilónico, con pantalón negro, camisa blanca (es un decir) y la kipá negra de los judíos observantes. El cinturón le pasa por encima de la camisa, pues el pantalón no tiene trabillas. La camisa, que hace años fue alba, está cubierta por una mugre multisecular y en la parte que cubre la panza paquidérmica tiene innumerables manchas que son el recuerdo de cientos de platos de sopa mal llevada a la boca.
Una vez penetrado el misterio de la ferretería, aquel señor y yo repetimos, palabra por palabra, como si fuera un rito judeo-cristiano, la escena que habíamos escenificado cinco años atrás. Pregunté si tenían las bisagras, me dijo que sí. Pregunté el precio, él me dijo que dependía de cuántas iba a comprar. Le dije que diez, y él desapareció como si hubiese sido llevado de vuelta al cautiverio de Babilonia. Yo miraba a mi alrededor seguro otra vez de que había sido una conversación inútil: nadie podría encontrar nada en aquella arca de Noé que el diluvio universal del aburrimiento parecía haber dejado al garete siglos atrás.
Un minuto después regresó con las bisagras que necesitaba y me cobró exactamente el mismo precio que hace cinco años: $50 por las diez que le había pedido. Volví a salir a la luz del mediodía con la sensación de estar en un crisol de encantamientos cabalísiticos donde las nociones de tiempo y espacio no cumplían la misma función que en el resto del mundo.
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