Aclaro que mi afición a la psicología es escasa, inepta y prejuiciada. En primer lugar, tengo la sensación de que el principio básico y el modus operandi de esa ciencia es elegir en cada caso, y entre todas las explicaciones, la más deprimente. En segundo lugar, la gente que postula saber lo que a ti te conviene mejor que tú mismo no me inspiran ninguna confianza. Y en tercer lugar, no me imagino cómo alguien se puede creer el cuento de que los deprimidos deben ir al médico. Sería mucho más lógico pensar que en este mundo nuestro, son los felices, los entusiastas y los alegres los que deberían ser psicoanalizados y, en algunos casos, recluidos en instituciones psiquiátricas. A pesar de esas reservas, confieso que, a diferencia de sus farragosas teorías, los chismes de los orígenes de esa secta me parecen fascinantes.
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En términos más sencillos para un ex monaguillo como yo, digamos que Rank imaginó que hay una etapa en que no estamos marcados por el pecado original de Edipo. El sumo sacerdote Segismundo was not amused. Otto fue expulsado de su “logia” vienesa, a la que jamás se le permitió regresar. A pesar de que el resto de su vida fue exitoso y feliz, cuentan que se le aguaban los ojitos cada vez narraba la anécdota de cuando Sándor Ferenczi, su antiguo amigo y colega en el desarrollo de la teoría del “aquí y ahora”, le negó el saludo al cruzarse con Otto en Penn Station a causa de sus problemas ideológicos. Como suele suceder en las revoluciones y las sectas, Ferenczi terminaría también distanciado de Freud, pero aquel día era aún un talibán del psicoanálisis y le aplicó a su ex colega una terapia que podríamos describir como "ni aquí ni ahora".
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Por diversas razones, hacia 1935, los tres se fueron a New York. Otto puso una consulta en la calle 57, y Anaïs al poco tiempo se convirtió en secretaria, paciente, colaboradora y partenaire erótica —otra vez— del ex ayuda de campo de Segismundo.
Otto, que se moriría sin cumplir su sueño de mudarse a California, un buen día le pidió a Anaïs que cuidara de la consulta mientras él iba a uno de sus viajes a la Costa Oeste. Miller y Anaïs, después de repetidos ejercicios amatorios sobre el escritorio, el diván, la alfombra y la lámpara de la oficina de Otto, decidieron comenzar a consultar pacientes. A su retorno, el Dr. Rank comprobó con sorpresa que Anaïs y Henry habían estado atendiendo a sus clientes, y que varios de ellos habían hecho notables progresos con los nuevos "doctores". Una dicha singular, especialmente para alguien atormentado por el trauma de nacer.
Y esta es otras de mis reservas con la ciencia vienesa. Nunca he sabido de un cardiólogo o neurocirujano al que le haya sucedido algo así, quiero decir, que sus pacientes se hayan puesto a operar a otros pacientes por su cuenta y hayan obtenido buenos resultados.
Y yo nunca he visto a nadie que sabiendo tan poco de psicologia se atreva a criticarla con tanto desparpajo.
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