For Brutus is an honourable man.
William Shakespeare, Julius Caesar. Tercer acto, escena 2
El titular me saltó desde la pantalla como un gato ético: “Siento vergüenza de estar participando en esta Cumbre”. Lo afirmaba Daniel Ortega, presidente de Nicaragua.
Como en esos momentos en que uno se está ahogando en la playa y en dos segundos le pasa toda la vida delante de los ojos, en los instantes que demoró mi navegador para abrir la página que contenía la noticia pasaron por mi cabeza las razones que podía tener Daniel, que es un hombre honorable, para sentir vergüenza de participar en la Cumbre de las Américas. ¿Pensaría que alguno de los participantes no era digno de estar en aquel cónclave?
¿Sería acaso la presencia de la presidenta chilena Michelle Bachelet lo que le quitaba el sosiego? Quizás, pensé yo, sus malabarismos ideológicos y la alianza con la Democracia Cristiana repugnaban la conciencia de Daniel, que es un hombre honorable. Inmediatamente me di cuenta de que esa no era la razón, pues Ortega, que empezó siendo estalinista duro, al cambiar los aires se hizo socialdemócrata. Y cuando sintió que estaba en peligro de perder su tercera elección consecutiva, vio la luz, se convirtió públicamente al catolicismo y se casó por la iglesia. Y como no bastaba con eso, también se compadró con el ladrón convicto y ex presidente liberal Arnoldo Alemán —supuestamente su enemigo político y símbolo de la corrupta oligarquía nicaragüense—, y nominó a un antiguo “contra” (al que antes había robado la casa) a la vicepresidencia, con tal de subirse él a la silla ejecutiva. No, la Bachelet no era quien había provocado ese ataque de vergüenza, concluí.
¿Sería ver allí a Alan García, el presidente peruano, lo que molestaba a Daniel? Alan, como todos sabemos, se robó hasta los clavos en su primera presidencia y dejó al Perú en la ruina gracias a sus idioteces mesiánicas. Sin embargo, recapacité, Daniel, que es un hombre honorable, también dejó a Nicaragua en ruinas y, amén de otros desmanes, durante los dos últimos meses de la presidencia, organizó y dirigió “La Piñata”. En esos 60 días finales, los sandinistas aprobaron “leyes” para repartirse entre ellos las propiedades nacionalizadas durante la “revolución”. Se calcula que en esas ocho semanas los ardientes defensores de los pobres se robaron 700 millones de dólares. Daniel, que es un hombre honorable, “retiró” $3.6 millones directamente del banco nacional y se apropió de la casa de Jaime Morales Carazo (su futuro “vice”), valorada en medio millón de dólares entonces. En un gesto que muestra su sensibilidad artística, Ortega decidió quedarse también con la colección de antigüedades que los antiguos dueños tenían en la mansión. Por tanto, me imagino, Alan no podía ser el culpable de la vergüenza que sentía el díscolo nieto de Sandino.
Bueno, conjeturé entonces, tal vez lo que escandaliza a Daniel, que es un hombre honorable, sea la presencia del presidente paraguayo Fernando Lugo. Noticias recientes parecen indicar que monseñor Lugo en sus tiempos de obispo no lograba mantener el báculo dentro de la sotana. Acaba de reconocer que mientras llevaba mitra tuvo un hijo. Ese efluvio de fervor paternal del “obispo de los pobres” sólo se produjo cuando la madre de la criatura lo amenazó con una demanda judicial. Y la muchacha afirma que la relación comenzó cuando ella tenía 16 años y el entonces obispo 47. Unos días después, otra joven ha declarado que también tenía un hijo con el célebre (que no célibe) obispo. Ese comercio sexual con menores de edad tendría que herir el pudor de Daniel, que es un hombre honorable, me dije. Pero recordé entonces que, según se afirma, Ortega violó a su hijastra Zoilamérica Narváez y abusó sexualmente de ella desde los once años de edad hasta que la víctima logró escapar del infierno a los 30. Las componendas habituales de los poderosos, la inmunidad parlamentaria y el recurso siempre útil de la prescripción de los delitos después de cierto tiempo, permitieron que escapara de la cárcel. No, me dije, deberíamos suponer que los pecadillos del obispo no eran la causa de la vergüenza orteguiana.
Al fin mi navegador de Internet abrió la página de la noticia. Todas mis elucubraciones, por supuesto, eran erróneas. Daniel, que es un hombre honorable, estaba avergonzado de participar en la Cumbre porque no estaban allí representados Cuba y Puerto Rico. Qué preocupaciones tan curiosas, pensé. Porque la realidad simple y llana es que el gobierno cubano ha reiterado una y otra vez que no le interesa asistir a esos eventos ni entrar en la OEA (cuyos miembros son los que tienen derecho a participar). Y el noventa y tanto por ciento de los puertorriqueños vota por la “estadidad” o por la condición de “estado libre asociado” cada vez que se hace un referendo sobre el futuro de la isla. En otras palabras, una mayoría aplastante del pueblo de Puerto Rico ha decidido mantener el orden político que le imposibilita ser miembro de la OEA.
Todo eso sin embargo, no impidió que Ortega se rasgara las vestiduras y lanzará la habitual filípica sobre “el imperio y sus lacayos” para defender la mancillada dignidad de los ausentes. Como el personaje de Italo Svevo, que prometía una y otras vez sin éxito alguno que aquél que estaba fumando sería “su último cigarrillo”, Ortega parece fracasar siempre en sus esfuerzos (si es que se esfuerza) por dejar de decir tonterías o —lo que es más triste— cometer canalladas.
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