'Tis but thy name that is my enemy.
Shakespeare, Romeo and Juliet
Como decíamos ayer, los Yankees de New York tienen un nuevo estadio, construido al lado de donde se alzaba el anterior. Esa costumbre que tienen los habitantes de Gotham de cambiar las piedras y guardar a buen recaudo los nombres no deja de sorprendernos a los caribes escasos de mundo. El Metropolitan Museum ha tenido dos sedes y un solo apelativo. Lo mismo pasa con el Metropolitan Opera House, el hotel Waldorf Astoria —que estuvo antes donde se alza hoy el Empire State— o el Madison Saquare Garden, que anda ya por su cuarta encarnación sin haber cambiado nunca su mote, a pesar que desde hace mucho tiempo no tiene nada de jardín ni se encuentra en una plaza ni en la avenida Madison. [La actual sede —esperpento típico de la arquitectura de los sesenta— se levanta sobre las ruinas de la preciosa y desaparecida Penn Station, una joya neoclásica inspirada en los Baños de Caracalla y la Puerta de Branderburgo, y arrasada en aras de la “funcionalidad”.]
En La Habana, sin embargo, somos como Julieta, y estamos convencidos de que “solo tu nombre es mi enemigo”. Cuando queremos un teatro grande construimos el Blanquita. Si unos años después queremos otro, de nombre menos burgués, le ponemos Charles Chaplin en la fachada al mismo edificio y listo. Y si unos años después cambiamos otra vez de idea, no nos ponemos a construir con mil trabajos y gastos un edificio nuevo. Simplemente cambiamos el letrero y “nace” el Karl Marx —que en alemán suena tan fino.
De esa suerte, Radiocentro engendró el cine Yara, la Plaza Cívica José Martí parió la Plaza de la Revolución, y el Habana Hilton en sucesivas metamorfosis se convirtió en Habana Libre, Habana Meliá y Hotel Tryp Habana Libre (su cuarto nombre y segunda “liberación”). El Focsa engendró el Edificio Fajardo (aunque nunca se haya escuchado a nadie llamarlo por ese nombre).
Un caso particularmente revelador es el del restaurante “Prado y Neptuno” que se halla en la esquina que nombra. En los años cincuenta se llamó “Miami”. En los sesenta, por supuesto, cambió de nombre y se llamó “Caracas”. El “Caracas”, no faltaba más, en los setenta engendró al “Budapest”, que terminó siendo clausurado para renacer en los noventa con el nombre que lleva ahora. No sería temerario predecir que, con los aires que corren, vuelva a llamarse “Caracas” en el futuro próximo. Esa vocación adámica de nombrar las mismas cosas de mil modos diferentes sin dudas debe consumir una cantidad de talento que vaya usted a saber qué lograría si la usáramos en proyectos más tangibles.
La mejor comparación de La Habana con New York que he escuchado la pronunció mi madre el primer día que salimos a pasear juntos por Quinta Avenida en la zona de Midtown. Después de recorrer tres cuadras, le pregunté: “¿Qué te parece New York?” Me respondió con el tono de voz con que habla Dios en el Antiguo Testamento: “Esto es lo que La Habana quiso ser”. Y a lo mejor lo habríamos logrado, pensé, si nuestro afán de construir hubiese sido comparable a nuestra afición a nombrar y renombrar los pétalos de esa rosa ajada que insistimos en llamar —gracias a Dios— La Habana.
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